En España hay un proyecto de ley para "abolir" la prostitución.
El sistema político acostumbra a exhibir virtudes que a pocos de sus profesionales prestigian. Así, ahora proclama "abolir" la prostitución, con la misma obstinación con persigue las drogas, niega el suicidio asistido o tolera los paraísos fiscales. Todo en nombre de una moral pública preocupada por las formas pero no por las causas.
El proxenetismo, sí, puede y debe combatirse; es la parte importante, la penalmente más abordable, del asunto. Pero "abolir" la prostitución suena a inmadurez y a cinismo contemporáneos. Se pretende erradicar un fenómeno tan antiguo como la humanidad, sin tocar las condiciones que lo generan, unas evitables pero otras no: la pobreza, la desigualdad, la necesidad de unos y el deseo de otros.
De ahí la hipérbole de los discursos: se habla de abolición donde solo va a haber maquillaje. Se persigue al cliente o al intermediario, pero se deja intacta la raíz. Igual que con las drogas: se encarcela a camellos y a traficantes, pero el mercado sigue ahí. Igual que con el suicidio asistido: se niega la libertad última de la persona, pero se tolera que muchos vivan sin esperanza o se quiten la vida de manera violenta. Igual que con los paraísos fiscales: se condenan en los discursos, mientras el dinero fluye hacia ellos con las bendiciones oficiales.
Todo esto revela la contradicción de unas democracias que alardean de libertad y la celebran, pero solo cuando conviene. Y en cambio, se obstinan en "abolir" lo que es imposible abolir y en fabricar una limpieza de corazón que solo existe en los papeles.
Mientras algunos países nórdicos actúan con una racionalidad fría pero coherente, persiguiendo proxenetas, apoyando a las personas en prostitución y desincentivando la demanda con leyes claras, otros se quedan en un plano de conceptuación vacía. En estos, "abolir" es un gesto retórico, una exhibición moral que no toca las raíces del problema y solo sirve para que los políticos y periodistas se feliciten por su propia limpieza de conciencia.
La diferencia es abismal: en Escandinavia hay un proyecto de sociedad que intenta coherencia entre fines y medios, por muy discutible que sea; en otros lugares, y entre nosotros, la palabra "abolir" funciona como un gesto de grandeza que encubre la impotencia ante la pobreza, la desigualdad y el deseo humano. Mientras tanto, la prostitución seguirá existiendo, inmutable, como un recordatorio de que los discursos éticos sin fundamento real no cambiarán nada.