La voluptuosidad del informático

Ahora, con la irrupción en nuestras vidas de la IA, veremos que nos depara la nueva galaxia de las tecnologías…

Mientras tanto, veo un placer oscuro en la mentalidad del informático moderno: el de alterar constantemente lo que funcionaba. No lo mueve el progreso, sino la voluptuosidad de la manipulación. Lo que para el usuario era un hábito —copiar, pegar, guardar— se convierte, de pronto, en un laberinto de opciones. El cambio, por insignificante que parezca, lo excita: sabe que ha obligado a millones de personas a buscar, a confundirse, a rendirse.

Esa es su forma de erotismo. No la del cuerpo, sino la del poder. El informático no domina a nadie con la fuerza, sino con el desconcierto. Si logra que el usuario dude, que no sepa dónde está lo que antes sabía, siente el goce de haberlo sometido. Es un placer más sutil y más perverso que cualquier otro: el placer de ver al hombre inteligente reducido a aprendiz de máquina.

Todo esto se hace bajo el disfraz del "avance". Pero el avance, en la práctica, consiste en cambiar los nombres de las cosas, mover los botones de sitio y complicar los caminos. Lo que antes se hacía con un clic, ahora exige una suscripción, un permiso o una cuenta vinculada. Y el usuario, agradecido, aplaude.

El informático, como el burócrata, adora el poder que otorga la dependencia. Solo que él lo ejerce en silencio, con una sonrisa y un teclado. Su sadismo no es visible, pero sí eficaz: lo que antes era autonomía se llama hoy actualización; lo que antes era control, ahora es sincronización. Y la obediencia, como siempre, se disfraza de comodidad.

Quizá el nuevo totalitarismo no necesite cárceles ni censores. Le basta con pantallas que piensan por nosotros, y con técnicos que disfrutan cambiando de sitio los resortes de nuestra rutina. Así, cada error, cada búsqueda inútil, cada menú escondido es una victoria del informático sobre la inteligencia del ciudadano.

Y el usuario —tú, yo, todos—, mientras tanto, seguimos convencidos de que "todo mejora".

Epílogo

Pero lo más inquietante no es la manipulación del sistema, sino la docilidad de quienes lo aceptan. En este tiempo, incluso las personas inteligentes —o las que se tienen por tales— se han vuelto incapaces de afirmar o de refutar. Se refugian en la perplejidad, que no es prudencia, sino miedo. El miedo a comprometerse con una idea, a equivocarse, a quedar en evidencia ante la máquina o ante los demás.

Así, el pensamiento se ha vuelto inofensivo. Y en un mundo donde todos callan o dudan, o dicen excentricidades, hasta el error se convierte en una forma de lucidez. Por eso escribir sigue siendo, quizá, el último modo de resistir a la anestesia general.

 



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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