Creo que la sociedad moderna occidental ha perdido la razón. Me cuesta tanto entenderlo que me hace dudar de que conserve yo la mía. Creo que no hay palabras adecuadas para explicarlo. Las únicas señales claras de una nueva esquizofrenia es que el individuo en general no pretenda otra cosa que el poder, el dinero y el consumo. Lo de siempre. Pero en la actual modernidad, ningún indicio reseñable de vivir las delicias del espíritu. Delicias que en otro tiempo compartían con la sociedad escritores, novelistas, pensadores, filósofos y artistas en general, todos creativos. La imaginación está agotada, la ficción ya no funciona. Ambas orientadas exclusivamente a competir en el mercado. Y, para colmo, la IA cierra las pocas puertas que pudieran quedar abiertas para el intento sobrehumano de sacar al occidental del laberinto que se ha construido para no salir.
Pero también puede suceder que no es que Occidente haya enloquecido. Lo que ha decidido es prescindir de la razón allí donde resulta incómoda. La conserva solo en su forma instrumental, calculadora, útil para producir, administrar y consumir. Todo lo demás —el pensamiento que no sirve, la imaginación que no rinde, la palabra que no persuade— ha sido relegado al estatuto de excentricidad.
La nueva esquizofrenia no consiste en oír voces, sino en no escuchar ninguna. El individuo moderno no está dividido entre el bien y el mal, entre el deber y el deseo, entre la fe y la duda; está dividido en funciones: trabaja, opina, se distrae… sobre todo, compra. Vive sin vida interior, o con una interioridad reducida a residuos emocionales para ir al psicólogo: otra forma de consumo.
Hubo un tiempo en que la sociedad, aun siendo brutal, reconocía la existencia de una vida del espíritu. No todos la vivían, pero se sabía que existía. Hoy ni siquiera se la niega: se la ignora. Escritores, pensadores, filósofos y artistas ya no alertan ni incomodan; si se toleran es, en la medida que puedan se traducirse al lenguaje del mercado o a su utilidad social.
La imaginación no está agotada, pero a penas perdura para reproducir con otras formas los resultados de la original. La ficción ya no inventa mundos posible. Se limita a la distopía: representación de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.
La inteligencia artificial no inaugura esta decadencia; la certifica. No reemplaza al espíritu humano: ocupa el espacio que este abandonó por cansancio, por miedo o por conveniencia. Que una máquina pueda imitar el lenguaje, o crear música o pintura no es una amenaza para la cultura. La amenaza está en el entusiasmo con que se acepta la sustitución sin lamentarlo.
El laberinto moderno no está construido para ingeniarnos cómo perdernos y luego cómo salir, sino para no querer salir. Porque salir exige lentitud en un mundo acelerado, silencio en un mundo saturado de ruido, soledad en un mundo gregario: un precio que la mayoría ya no está dispuesta a asumir.
Quizá por eso quien aún percibe esta pérdida, duda de su propia razón, como yo. Pero la duda no es síntoma de locura, sino de lucidez. En una época que ha confundido la vida con su gestión, pensar de verdad es ya una forma de exiliarse.