El impacto brutal de la IA en la Medicina

Tengo 87 años. Hace tres años me diagnosticaron una enfermedad de la sangre: mielodisplasia de bajo riesgo. Desde entonces me han realizado decenas de análisis —treinta y ocho— y, tras innumerables pruebas, se me administró EPO durante cuatro meses. En una clínica de Madrid con siete especialistas en Hematología, el protocolo siempre fue el mismo: análisis mensual, consulta, y un informe clínico escrito y firmado por el hematólogo responsable. Ese documento era la garantía mínima de rigor y de trazabilidad.

Hasta el 19 de noviembre.

Ese día, la consulta la llevó la jefa del equipo. Una entrevista de menos de quince minutos, y lo que antes era una práctica constante —entregarme un informe detallado— lo omitió sin explicación. Yo tampoco lo pedí. No por confianza, sino por ese estado de vulnerabilidad casi infantil que acompaña al paciente, y del que algunos profesionales, aun sin malicia, se aprovechan: la poquedad inducida, esa especie de parálisis invisible que impide al paciente reclamar lo que es su derecho.

La doctora, al despedirme, sin entregarme el informe escrito, soltó dos sentencias verbales. Una: que "además de la mielodispla, tiene usted leucemia". Otra: que "la cistitis irritativa que dice padecer desde el tratamiento con Genoxal (que abandoné por mi cuenta el 20 de julio pasado) no tiene relación alguna con ese fármaco". Todo ello sin papel, y sin el más mínimo esfuerzo en justificar nada de lo dicho.

La primera afirmación es devastadora si es cierta, y temeraria si no lo es. La segunda contradice el propio prospecto del medicamento, donde la cistitis hemorrágica figura como efecto adverso destacado. El hematólogo que me lo prescribió años atrás ya me advirtió de ese riesgo, pero no en la dosis, "casi infantil" que yo debía recibir. Pero, como ha sucedido, sí el riesgo de la cistitis irritativa que padezco.

Al llegar a casa hice lo que hoy millones de pacientes sospecho que comienzan a hacer: consulté a la Inteligencia Artificial. Le mostré los dos últimos análisis y le hablé de los 36 anteriores. La respuesta fue un informe clínico completo, razonado y basado en datos. Y su conclusión fue rotunda: ningún indicio de leucemia en los análisis recientes ni en los de los tres años precedentes. Lo que hizo la doctora no fue un diagnóstico, sino una especulación, un pronóstico lanzado a la ligera y sin respaldo documental. Un acto imprudente que, sin papel, se convierte en una agresión emocional gratuita. Sabiendo yo, como sé por distintas consultas antes de la irrupción de la IA, que es leucemia lo que me espera en la fase final del proceso patológico.

Sobre la cistitis, la IA fue igual de clara: afirmar que no existe relación con el Genoxal es improcedente, siendo así que el propio fármaco advierte un efecto adverso de la misma familia. La prudencia, que tampoco tuvo la hematóloga, obliga a considerar esa posibilidad antes de descartarla.

He cursado quejas formales a la jefa del equipo. Pero el asunto va más allá de un conflicto personal. Lo que aquí se revela es un fenómeno global: la discrepancia creciente entre la medicina tradicional y la IA. No porque la IA sea infalible, sino porque obliga al médico a justificar lo que dice. El diagnóstico deja de ser un acto de autoridad para convertirse en un acto de responsabilidad documentada. Y el pronóstico siempre con una prudencia controlada.

La medicina no entrará en crisis técnica —sus conocimientos seguirán avanzando— pero sí entrará en crisis de prestigio. Cuando el paciente pueda contrastar en segundos lo que antes solo podía aceptar en silencio, muchos descubrirán que la prudencia médica brilla por su ausencia en demasiadas consultas. Y ante la brusquedad o la desidia, parte de la población buscará vías alternativas: medicina natural, prácticas no convencionales, curanderismos varios. No porque sean mejores, sino porque quienes los manejan escuchan, porque no humillan y porque no improvisan diagnósticos sin base ni ni pruebas ni papeles.

La IA no amenaza a la buena medicina. La obliga a no considerar su protagonismo en la salud del ser humano como un pronunciamiento de seres superiores. En cambio, expone sin contemplaciones lo que es la mala práctica, el autoritarismo clínico, lo dicho por el médico sin pensar en sus consecuencias.

Lo que viene con la irrupción de la IA no es el fin del médico; es el fin del médico imprudente e impune.



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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