La complicación informática como arte posmoderno

El transcurso de veinte años desde que la informática embarga buena parte de nuestras vidas, nos permite ver con una perspectiva amplia sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Y en el examen de esa perspectiva, empezamos por las consabidas actualizaciones de los sistemas. Y así llegamos a la conclusión de que se parte de una verdad más que dudosa: de que cuanta más complejidad, más progreso, pues éste viene a ser el eslogan. Pues las empresas tecnológicas, los gobiernos y hasta los bancos compiten en dificultar la vida del ciudadano, convencidos de que la confusión que generan por periodos de tiempo es sinónimo de modernidad. Lo llaman innovación, pero en realidad, es una burocracia electrónica: una maraña de contraseñas, verificaciones y protocolos que nos mantiene ocupados, vigilantes, vigilados y —lo que es peor— dependientes. Al final, atentos parte del día de lo que hemos de manejar, si no queremos vivir en lo posible desligados por completo de las tecnologías. Algo prácticamente imposible, a menos que obliguemos a otros o dejemos virtualmente de existir.

Cada nueva versión del sistema operativo promete mayor seguridad, pero lo que consigue es mayor subordinación del usuario. Se le pide a éste confianza, pero se le niega el control personal de los dispositivos. La cosa, en este sentido, va de mal en peor. Lo que antes se resolvía con un clic, cada vez se complica más. Hoy se exige una clave, un código enviado al teléfono, una aplicación auxiliar y, por si acaso, la connivencia de una inteligencia artificial. Al final, el ciudadano digital termina por agradecer, como un favor, lo que al principio se ofrecía como un derecho.

Así se fabrica la docilidad moderna: no por la fuerza, sino por la saturación. Las máquinas nos esclavizan; nos distraen, pero hasta que aceptamos la servidumbre como rutina. La única una forma de resistencia posible es la lucidez. Esa serenidad que consiste en comprender sin dejarse arrastrar; en usar la técnica, pero sin depositar en ella toda nuestra confianza. Difícil empresa, pero posible. Con el tiempo, quizá, esa opción —la de mantener la conciencia libre— acabe formando parte de la verdadera educación de parte de éstas y de las siguientes generaciones.

Por eso, quienes aún conservamos el gusto por lo esencial —un viejo procesador de textos, una herramienta que funciona sin pedir permiso— están más cerca de la libertad que quienes se han vuelto devotos de la última actualización. Porque estoy llegando a la conclusión de que el verdadero progreso no está en lo nuevo, sino, entre tanto tumbo cambiante, en lo claro, en la máxima sencillez. Personalmente me las arreglo para superar las barreras que constantemente levanta Microsoft. En las pocas aplicaciones que me interesan, sigo usando un Word que data de hace dieciocho años. Y es que aspirar a lo claro y a lo sencillo, hoy, se está volviendo subversivo.



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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