Tras el ataque al World Trade Center en 2001, y después de la doctrina de la guerra anticipatoria que desembocó en la invasión de Afganistán e Irak en 2003, la palabra "inseguridad" se instaló en todas partes. Pero más allá de lo político y lo militar, la irrupción de la tecnología en la vida cotidiana de las sociedades occidentales ha terminado por extender esa inseguridad a todos los órdenes de la existencia. Vivimos en la inestabilidad, en lo transitorio, en lo fugaz.
El propio concepto de "actualización" informática nos obliga a abandonar la idea de permanencia. Se acabó lo duradero. Se acabó también el ideal de perfección. Sólo se comprende el presente y el instante.
Ya nada de lo que hace el ser humano parece destinado a perdurar como las calzadas del Imperio Romano, el Partenón, el Templo de Delfos o el Spinario, el Niño de la espina, esa estatua de bronce del siglo I a. C. que aún se contempla en el Museo Capitolino de Roma. Las generaciones de hoy nacen sin el sentido de continuidad; quienes pertenecemos a otra época lo vivimos como una amputación. Incluso aspirar a un procesador de texto cuyas opciones se mantengan siempre en el mismo lugar es ya una ilusión imposible.
Nunca antes se había experimentado tanta inestabilidad como ahora. Cada momento parece una conquista precaria. Y lo peor es que esta renuncia implícita —a lo duradero, a lo inmanente— es irreversible. Para algunos podrá tener un atractivo inicial, pero vivir sin raíces, en lo provisional perpetuo, es en realidad una condena.
Nos abruman los aparatos y sus sistemas. Cada actualización, presentada como garantía de seguridad, nos recuerda en realidad la fragilidad constante en que habitamos. Ninguna versión podrá ofrecernos nunca la seguridad definitiva. Mientras usamos un programa o un dispositivo, siempre acecha la posibilidad del fallo, como un volcán latente.
Quien elija vivir en el presente ha de saber que está condenado a la incertidumbre: la misma que acompaña desde siempre al ser humano respecto al momento de su muerte. La única defensa contra esta condena, si no queremos habitar un edificio mental que amenaza con derrumbarse, es prescindir…