Parece mentira que nadie autorizado y políticamente despejado, en el momento en que debía iniciarse la política tras la muerte del dictador, advirtiera con lucidez la jugarreta: lo que nos esperaba después de una Transición tramposa. Cuarenta años sin política real en España produjeron un aturdimiento colectivo, un pasmo que paralizó la conciencia crítica de quienes iban a desfilar a continuación por el partido socialista, ya de por sí profundamente transformado: debilitada su ideología al haber asumido el tránsito del socialismo a la socialdemocracia.
Tolerar en aquellas circunstancias la maniobra de los franquistas para reconvertirse en gestores de un régimen democrático de partidos fue, como mínimo, un error histórico; cuando no una indiferencia culpable, cuyo precio se está pagando muy caro desde entonces.
La monarquía quedó incrustada en la Constitución por mandato expreso de Franco, que había preparado cuidadosamente como rey a quien lo sería en el nuevo régimen. Ese mandato fue cumplido de forma literal por su albacea testamentario, un tal Fraga Iribarne, multiministro del caudillo. La judicatura permaneció integrada por funcionarios que se acostaron franquistas el 5 de diciembre de 1978 y se levantaron demócratas al día siguiente: jueces formados durante cuatro décadas en la hirsuta ideología franquista, una ideología enemiga acérrima —cerval— del comunismo y de las ancestrales aspiraciones de autodeterminación de vascos y catalanes.
A ello se sumaba la profunda impregnación del catolicismo en la mentalidad colectiva española, hasta el punto de que no resultaba sencillo discernir, en términos estrictamente políticos, si la dictadura había sido la vieja fórmula militar de dominio nacional o una teocracia encubierta. Y, por si fuera poco, durante los meses previos al referéndum constitucional se difundió de forma insistente la amenaza de un golpe militar si no se aprobaba el texto, ejerciendo así una presión decisiva sobre millones de votantes.
En ese contexto se produjo también la astuta decisión de permitir la entrada en España de Carrillo, un comunista emblemático perseguido por la dictadura, con el objetivo de exhibir a bombo y platillo el supuesto aperturismo de quienes iban a redactar la Constitución. Todo ello formó parte de una sinuosa y habilísima maniobra destinada a un único fin: instaurar una democracia de partidos sin pacto social previo, en la que los herederos de los vencedores de la guerra civil se permitieron liquidar el pasado mediante una Ley de Amnistía que simulaba un acuerdo expreso entre ganadores y perdedores.
Partiendo de todas estas circunstancias concurrentes en 1978, en el tránsito de un régimen político a otro, medio siglo después resulta ya evidente que en España no existen, en sentido estricto, conservadores y progresistas. Existen progresistas débiles y franquistas que pasan por conservadores.
De este modo, la situación política crónica que vive España durante casi medio siglo no es sino la consecuencia necesaria de aquella trampa. Los miembros más o menos destacados del partido de las derechas siguen siendo, en lo esencial, herederos de la prepotencia, de la altanería, de la soberbia y de las habilidades trileras de unas clases sociales que son —y se sienten— dueñas de la España actual, como lo han sido durante siglos. Todo ello por un motivo tan simple como decisivo: la inexistencia en España de aquello que ha vertebrado a todas las naciones europeas modernas —un auténtico pacto social que no exigieron las filas de quienes entonces se postulaban como estandartes de la nueva España, pues la ley de Amnistía era otra ostensible argucia.
Las derechas españolas actuales son las actuales herederas de aquella realidad construida ventajosamente para ellas. Se aconsejaron paciencia: todo llegará. Después de dominar socialmente España y de habernos repartido la alternancia con los rojos, nos adueñaremos por completo también de toda la política. Veremos hasta qué punto Europa lo consiente …