Entre mis antiguos textos he encontrado una crónica escrita desde la confusión de su tiempo. No supe entonces interpretar el artículo de Javier Sádaba, "Toca ilegalizar", en su verdadera clave: la ironía de quien denuncia, no la lógica de quien obedece.
Hoy sé que aquel sarcasmo encerraba una verdad que sigue viva: cuando un Estado se defiende prohibiendo, y en aquel entonces una ley de partidos que debiera avergonzar a cualquier nación que se postula como democrática, la democracia ha dejado de existir. Y por eso aquel texto de Sádaba sigue teniendo un valor que, por incapacidad moral o por cobardía, nadie fuera de Euskadi pudo o no quiso valorar. Aquella fachendosa ley prohibía elegir por anticipado lo que el Estado no ofrecía.
Me avergüenza haber contribuido, siquiera por ingenuidad, al clima de conformismo que acompañó aquella política de exclusión. Pero la vergüenza, a veces, ilumina más que la certeza: enseña a distinguir entre el miedo y la lucidez, entre la obediencia y la dignidad.
Pero lo peor es que España, 17 años después, políticamente no ha cambiado aunque ahora no haya movilizaciones independentistas. Sigue prohibida una voluntad, una aspiración, casi seculares. Continúan confundiendo tanto los sucesores directos del franquismo como los socialistas de palabra, autoridad con verdad, consenso con justicia. Lo que Sádaba advirtió entonces permanece intacto: la costumbre de silenciar al disidente como medida profiláctica. Conservo esta rectificación como lo que es: un acto de reparación moral, aunque llegue tarde.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero acababa de activar, otra vez, la Ley de Partidos, esta vez contra EHAK y ANV, consideradas por la Fiscalía y la Abogacía del Estado como herederas de Batasuna, ya proscrita desde 2003. En pleno clima electoral, la decisión se justificaba como una defensa del "Estado de Derecho". Pero Sádaba veía justo lo contrario: un uso torcido de la ley para eliminar la disidencia, un nuevo paso hacia la homogeneización política que el poder exige bajo la máscara del consenso inexistente.
El filósofo señalaba la hipocresía de un sistema que predica libertad pero teme las ideas distintas, y denunciaba que, tras cada apelación a la "unidad de España" o a la "defensa de la democracia", late el miedo del Estado a mirarse en su propio espejo. La democracia, venía a decir Sádaba, no puede sostenerse expulsando de su seno a quienes cuestionan sus fundamentos, porque eso la convierte en una caricatura de sí misma.
Su crítica era moral, no solo política. Reprochaba al poder su pretensión de erigirse en árbitro del bien y del mal, confundiendo la ley con la verdad y el orden con la justicia. Con sarcasmo, advertía del riesgo de acostumbrarse al verbo "ilegalizar", como si la limpieza del pensamiento se lograra a golpe de decreto.
El artículo, publicado en la antesala de un nuevo ciclo represivo y tras el fracaso del diálogo con ETA, fue una advertencia lúcida: cuando la democracia se defiende prohibiendo, es que ya ha empezado a negarse a sí misma.
Años después, la advertencia sigue vigente. El Estado español ha mantenido esa misma inclinación a reprimir por reflejo, disfrazando de defensa institucional lo que en el fondo es una inseguridad estructural. El mismo impulso que llevó a "ilegalizar" partidos vascos reaparece hoy en la persecución de voces críticas bajo nuevas etiquetas: independentismo, populismo, desinformación u "odio". Cambia el pretexto, pero no el fondo. Lo que Sádaba denunció entonces —la incapacidad del poder para convivir con la disidencia— continúa siendo el signo de un régimen que nunca se ha reconciliado con la libertad plena de sus ciudadanos. España es una descarada anomalía europea aún sin dictadura oficial reconocida.