Capítulo 1: El engaño de la democracia de partidos
Durante más de cuarenta años he observado España con los ojos de alguien que no se resigna, que no quiere cerrarlos ante lo evidente. La democracia de partidos que nos vendieron en 1978, lejos de ser un instrumento de libertad y justicia, ha resultado ser un mecanismo que engaña y anestesia. La gente no se da cuenta o se deja engañar, aturdida por la inercia del consumo permanente y por la verborrea vacía de los políticos, fuera y dentro del Parlamento. Es más, ha de haber muchos españoles que, sin ser franquistas ni fascistas, comparada la vida civil de la última década de la dictadura con esta farsa democrática, eche de menos aquella época.
Cada día que pasa, se percibe con mayor claridad la farsa institucional: leyes que se aprueban pero no se aplican; reformas que prometen igualdad y justicia, y terminan vaciadas por la burocracia o por la voluntad política de bloquearlas; presupuestos que se distribuyen no en función de las necesidades de los ciudadanos, sino de los intereses de los partidos dominantes. Nada ocurre por casualidad: el sistema está diseñado para mantener a unos pocos en el poder, mientras la mayoría, distraída por el consumo y la rutina, apenas repara en las mentiras que le rodean.
En este país, los intelectuales independientes brillan por su ausencia. Los periodistas, cuando no son parte del engranaje, apenas rozan la superficie de los problemas; rara vez señalan las estructuras que ahondan la injusticia. Y los políticos, lejos de servir a la ciudadanía, actúan como guardianes de su propio statu quo. La democracia que se nos prometió no es un espacio de participación consciente y crítica, sino un escenario donde los gestos, por cierto entre indolentes y grotescos, importan más que los resultados.
Escribo estas páginas como un registro de lucidez frente a la resignación, como un testimonio de alguien que se niega a olvidar que, detrás de la fachada de legalidad y libertad, se esconde un mecanismo que prioriza la inercia y la conveniencia por encima de la justicia. Mi intención no es la de consolar ni de convencer a los distraídos: es la de documentar, señalar y, sobre todo, mantener viva la conciencia crítica, para que las futuras generaciones puedan comprender lo que sucedió mientras la mayoría dormía.
Capítulo 2: La ausencia de intelectuales y periodistas independientes
Si la democracia de partidos ha logrado anestesiar a la mayoría de los ciudadanos, no menos culpables son aquellos que podrían despertarla: los intelectuales y periodistas. En España, su presencia crítica es escasa, dispersa y, con demasiada frecuencia, domesticada por intereses de poder.
Los periodistas, en su mayoría, se han convertido en meros eco de los discursos oficiales. Publican, comentan y repiten titulares brillantes, pero la esencia de los problemas nunca atraviesa la página o la pantalla. Se limita a lo superficial: elecciones, confrontaciones partidistas, declaraciones rimbombantes; apenas se tocan las estructuras necesitadas de una profunda revisión. Esperé mucho tiempo, pero ya me desengañado de la posibilidad de un referéndum que decida de una vez la ciudadanía entre la monarquía y la república, pese a que nunca se ha recurrido al referéndum previsto en el artículo 149º, 32 de la Constitución para asuntos de importancia, como la tenía la participación española en la guerra de Irak con un 92% en contra según el CIS.
Los intelectuales, por su parte, viven atrapados en la doble trampa de la especialización y el reconocimiento. Muchos se limitan a campos cerrados, lejos de la ciudadanía, o condicionan su voz a los entornos académicos y mediáticos que solo premian la neutralidad cómoda. Quienes podrían señalar la corrupción estructural, las instituciones clientelares y las lacras heredadas del franquismo, terminan eligiendo discreción, neutralidad o incluso complicidad implícita.
El resultado es evidente: la crítica independiente casi no existe, todo gira en torno a comportamientos puntuales pero no en torno de trampas institucionales, y cuando aparece, carece del eco necesario para cambiar algo. La opinión pública se limita a la superficie, mientras el poder se mueve en las sombras de los presupuestos, de los partidos y de los feudos territoriales. La ciudadanía sigue anestesiada, entretenida con debates superficiales, sin herramientas para corregir el entramado que condiciona su vida cotidiana.
Registrar este vacío es tan necesario como denunciarlo. La ausencia de intelectuales y periodistas independientes no es casual: es parte del mismo diseño que mantiene la democracia de partidos como una forma ideal organizar la democracia de una nación, mientras las decisiones verdaderas se toman lejos de los ojos críticos, lejos de la conciencia pública.
Capítulo 3: Las diputaciones, el agujero negro del Estado autonómico
España arrastra estructuras institucionales que son fósiles del franquismo, pero envueltas en el celofán constitucional de 1978. Una de las más opacas, menos cuestionadas y más perniciosas es la de las Diputaciones Provinciales. Nadie habla de ellas. Ni políticos, ni periodistas, ni académicos con vocación de servicio público. Y sin embargo, son la pieza que, en la sombra, sostiene y alimenta la maquinaria de poder provincial de los partidos, el clientelismo y la corrupción discreta.
Las diputaciones fueron concebidas en el siglo XIX como órganos de enlace entre el Estado y los municipios, cuando España era un país rural y centralista. Pero en 1978, al instaurarse el Estado de las Autonomías, debieron desaparecer: las Comunidades Autónomas asumieron precisamente la función de coordinar, planificar y financiar la acción pública territorial. Pese a ello, las diputaciones se mantuvieron, duplicando estructuras, competencias y presupuesto. Lo que en teoría es un organismo técnico, en la práctica se ha convertido en un refugio del poder partidista, un espacio donde los favores, los cargos y los presupuestos se reparten según lealtades políticas, no según necesidad ciudadana.
Su competencia formal —asistir a los municipios pequeños, prestar servicios supramunicipales, coordinar obras y carreteras— es solo la fachada. En la práctica, las diputaciones controlan el territorio y ejercen un poder discreto pero real sobre la vida municipal, bloqueando leyes y políticas estatales si no convienen a sus intereses. Es suficiente observar cómo se vacían de contenido leyes como la de Memoria Histórica en determinadas provincias o cómo se distribuyen los fondos con criterios clientelares, para entender que su existencia trasciende la simple asistencia técnica.
El resultado es un Estado autonómico de geometría variable, donde la descentralización no ha generado cohesión sino superposición. Comunidades autónomas que bloquean políticas estatales; diputaciones que anulan o diluyen iniciativas autonómicas; ayuntamientos que dependen del beneplácito provincial para recibir fondos. La consecuencia es la ineficiencia permanente: un país que multiplica ventanillas y cargos, pero reduce transparencia y responsabilidad.
Mientras subsistan instituciones sin verdadera legitimidad democrática, sostenidas por inercias del pasado, el Estado seguirá siendo una ficción plural con alma centralista y reflejos caciquiles. Las diputaciones, en este sentido, son el agujero negro del Estado autonómico español: todo lo que entra en ellas —dinero, iniciativa, energía política— desaparece sin dejar rastro ni luz.
Quizá algún día una auténtica reforma territorial, inspirada en criterios federales y no en equilibrios partidistas, se atreva a poner fin a este anacronismo. Pero mientras los partidos sigan necesitando feudos provinciales para mantener su poder, las diputaciones seguirán siendo lo que siempre fueron: el último bastión del franquismo administrativo en democracia.