El país donde se habla mucho y se dialoga poco: España

En España hay dos clases muy definidas de personas: las que escuchan pero parecen carecer de criterio, y las que no dejan hablar, apenas escuchan o fingen hacerlo mostrando ostensible impaciencia por hablar ellas.

Por otro lado, existe un fenómeno tan extendido como apenas visible: la disconformidad silenciosa. Casi nadie se atreve a decir que está de acuerdo contigo cuando hablas con lucidez crítica, y casi nadie refuta con argumentos sólidos. Se prefiere callar, cambiar de tema o asentir con tibieza: un desacuerdo implícito, cómodo, de supervivencia social.

Se ve en la política: se critica a un partido por corrupción y arbitrariedad, pero muchos callan por miedo a comprometerse; se aplaude públicamente a un líder, aunque en privado se le desuella. Se ve en el Parlamento donde nunca hay diálogo, sólo refriegas. Se ve en la judicatura: jueces o fiscales que obedecen protocolos o presiones externas, mientras los ciudadanos presencian a diario injusticias sin resolver. Se ve en la empresa: directivos que promueven despidos encubiertos o acoso laboral, mientras los empleados, temerosos, se someten a lo que saben que es injusto.

Quien te escucha y percibe tu claridad se refugia en la ambigüedad: un gesto prudente, una sonrisa neutra, balbuceos sin sustancia. Cuando tus argumentos lo arrinconan, lo que aparece es el acomplejamiento: la sensación de estar ante alguien que desnuda las trampas del sistema y no saber cómo responder sin delatar su falta de criterio.

Es un desierto comunicativo: uno habla con pasión y el otro ni asiente ni refuta, solo guarda la distancia. No hay diálogo; hay mascarada. Ni siquiera la discrepancia franca; solo el miedo a parecer vulnerable frente al que dice lo que piensa.

En este país, la obediencia externa y el desacuerdo íntimo son moneda corriente. Se asiente en público y se reniega en privado. Se finge modernidad, pero es servidumbre. Se llama cortesía a lo que no es más que mutismo hipócrita. La sinceridad y la naturalidad son aquí valores tan raros que, precisamente por su escasez, están muy cotizados.

Quien se quita la máscara y habla claro se queda solo. La claridad y la lucidez no generan complicidad, sino incomodidad. Y, sin embargo, no hay otra manera de mirar de frente a la realidad: hablar sin miedo, aunque duela, aunque aisle, sigue siendo el único gesto de verdadera satisfacción.



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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