-
El pensamiento individual.
Desde que, en los albores de la vida sobre la Tierra, el individuo descubre que él es distinto del objeto que observa, empieza el lenguaje articulado y propiamente el pensamiento. La historia del individuo es la historia de un lento desprendimiento. Primero de la madre, después del clan, la tradición, los prejuicios, de las sucesivas tutelas, las normas acríticas, la obediencia ciega, la enseñanza en sumisión…
Fue preciso el impulso de épocas singulares: el Renacimiento, con su descubrimiento del sujeto creador, y la Ilustración, con su exaltación de la razón autónoma, para que cada conciencia descubriese que podía pensar por sí misma. De ahí brotó la gran revolución cultural de la modernidad: la emancipación incluso de las ideologías colectivas, el "yo pienso así" frente al "todos piensan así". El individuo así, camina hacia la autonomía moral, hacia una lenta conquista de sí mismo.
Hoy, sin embargo, asistimos a una paradoja: la individualidad nunca ha sido tan celebrada en discursos y en ideologías, y al mismo tiempo nunca ha estado tan condicionada. El bombardeo mediático, el dominio de la imagen y, más recientemente, los algoritmos… han generado un individuo que se cree libre, pero cuyos pensamientos siguen guiones trazados por colectivos. La reflexión en soledad, imprescindible para un pensamiento genuino, se ha vuelto un lujo escaso.
-
El pensamiento colectivo.
El pensamiento colectivo, por su parte, ha evolucionado más lentamente y siempre al servicio de la cohesión. Lo colectivo nace de la necesidad de sobrevivir juntos: primero con normas tribales, después con mitologías, religiones o ideologías. Siempre se ha tratado de unificar la multiplicidad de voces en una narrativa común que dé seguridad y sentido a la colectividad. La historia de los pueblos está marcada por esos relatos compartidos, capaces de inspirar construcciones grandiosas o atrocidades igualmente monumentales.
El colectivo tiene la virtud de dar continuidad y permanencia, pero también la de anular la diferencia. Tiende a absorber y a domesticar las ideas individuales más disruptivas: lo que en Sócrates, Galileo, Marx o Darwin comenzó como herejía, acabó siendo asumido —a veces distorsionado— por la corriente general. El pensamiento colectivo es, pues, un inmenso aparato digestivo que metaboliza, lentamente, lo que individuos solitarios introducen en su corriente digestiva.
-
La tensión permanente.
Entre ambos polos —el individuo y el colectivo— hay una tensión constitutiva. El individuo busca la verdad, la autenticidad, la libertad; el colectivo busca cohesión, orden, estabilidad. Esa tensión es fecunda, porque de ella nacen las transformaciones históricas: la chispa del individuo obliga al colectivo a moverse, mientras la inercia del colectivo impide que las rupturas destruyan toda amenaza de discontinuidad.
El problema contemporáneo es que el colectivo global —alimentado por el mercado y por la técnica— se ha hipertrofiado. Frente a él, el individuo aislado se percibe irrelevante. Lo que antaño fue iluminación transformadora corre hoy el riesgo de diluirse en la velocidad de la información masiva, que convierte cada idea en simple ruido. Nunca fue tan difícil distinguir lo singular de lo uniforme.
-
El presente.
Así pues, vivimos en un tiempo en que tanto el individuo como el colectivo atraviesan una crisis de ontología. El individuo opina, pero raras veces reflexiona. Confunde libertad con esa multiplicidad de opciones, cuando en realidad la mayoría de ellas están prefabricadas. El colectivo, por su parte, ha sustituido la deliberación profunda por ideas emocionales: ya no se construye sobre principios sólidos, sino sobre estados de ánimo fugaces, o por discursos sobre la marcha, amplificados por las redes sociales.
La evolución, que alguna vez apuntó hacia un equilibrio entre libertad personal y responsabilidad compartida, camina hoy hacia el rasero de una homogeneización superficial. Hay consensos sin pensamiento, y se celebra la diversidad mientras en el fondo se impone la uniformidad global que, en occidente, viene a ser el pragmatismo anglosajón. Lo que no sabemos es si seremos capaces de rescatar la singularidad del pensamiento individual y, al mismo tiempo, una forma de pensamiento colectivo que no elimine o reduzca la diferencia, sino que la integre sin destruirla. Si no, caminamos hacia un mundo de individuos que creen ser libres pero repiten consignas y verdades sin consistencia, y de colectivos que aparentan cohesión mientras todo son vacíos sin sentido.