Los movimientos feministas y las mujeres en general han tenido y siguen teniendo razones sobradas para combatir la preponderancia histórica del varón sobre la mujer, del macho sobre la hembra. En España, además, esa desigualdad fue reforzada durante décadas por una jerarquía católica incrustada en el poder político, que hizo de una determinada lectura del cristianismo un instrumento de dominación social, especialmente durante la dictadura. Pocas dudas caben sobre su responsabilidad. Ahora bien, ese pasado no justifica cualquier presente.
Hoy la igualdad jurídica entre mujeres y hombres es un hecho incuestionable. No sólo existe en las leyes, sino que se aplica de manera sistemática en el ámbito institucional, educativo, laboral y mediático. Negarlo forma parte ya de un relato interesado. A partir de ahí, lo que empieza a imponerse no es la corrección de una injusticia histórica, sino una deriva ideológica hacia una injusticia en dirección del fenómeno opuesto.
La obsesión por acelerar una supuesta "igualdad efectiva", tal como la formulan determinadas políticas y amplifican sin el menor espíritu crítico periodistas y opinadores, está produciendo un efecto socialperverso. No se está construyendo una mejor convivencia, sino miedo. No se está generando equilibrio, sino desconfianza. El resultado inmediato es visible: retraimiento del hombre en su trato cotidiano con la mujer, temor instintivo del hombre ante cualquier interacción entre hombre y mujer que pueda ser interpretada a posteriori y con criterios cambiantescomo sospechosa o delictiva.
Cuando desde parlamentos y medios de comunicación se legitima un discurso que destila resentimiento y ajuste de cuentas, cuando se atisba más venganza que justicia, y más humillación quereparación con del otro sexo, no es igualda lo que se intenta incubar, sino un nuevo fenómeno patológico: la androfobia. Un rechazo difuso pero creciente hacia el varón en cuanto tal, convertido en sujeto sospechoso por definición.
La androfobia no es una exageración retórica: es un disolvente social más. Se suma a otros que ya operan en España desde hace décadas, si no siglos, y que hunden sus raíces en una historia mal desarrollada, atravesada por fracturas culturales, identitarias y políticas que nunca acaban reparándose con un mínimo de armonía. El efecto conjunto es devastador: se fragmenta la mentalidad colectiva, se deteriora la convivencia y el pensamiento crítico se sustituye por turbias consignas morales.
Una sociedad que avanza durante la paz a base de miedos infundados, artificiosos, no avanza: se descompone.
Toda ideología que necesita fabricar culpables colectivos de esta naturaleza —los hombres— para imponerse como justa, no es emancipadora. Es otra forma más de autoritarismo que ha de deplorar u odiar toda la población en su conjunto.