El escritor de hoy, incluso aquel que presume de independencia o de espíritu crítico, suele plegarse al mercado y a la etiqueta de los tiempos. Escribe con una mirada en la verdad y otro en lo correcto, temeroso de incomodar a los nuevos censores: los lectores complacientes, los editores temerosos, los medios de comunicación que prefieren la corteza a la pulpa, y las redes sociales, ese tribunal invisible que juzga sin matices y sentencia sin reflexión.
Esta diplomacia no es cortesía: es autocensura. Se confunde la prudencia con la cobardía y la cortesía con la neutralidad. La crítica se disfraza de análisis. El lenguaje se domestica. La prosa se hace servil y plana. El escritor moderno, con frecuencia, no busca decir lo que piensa, sino lo que puede publicarse sin riesgo.
Pero un pensamiento que renuncia a su agudeza deja de ser pensamiento. Es apenas un gesto, una sombra de convicción. La palabra pública —esa que debería ser antorcha y no incienso— se ha convertido en moneda de intercambio: se compra la simpatía y el reconocimiento del lector al precio de la insinceridad.
El resultado es una literatura que aspira más a gustar que a sacudir conciencias, más a perdurar en la comodidad que a dejar alguna cicatriz. Se ha perdido el valor del desgarro, del juicio severo, del juicio justo aunque duela o alarme.
Escribir con diplomacia puede ser rentable, pero no es escribir con dignidad. Escribir con dignidad, en cambio, casi siempre incomoda: porque implica asumir el riesgo de la soledad y la sospecha. Pero sólo desde esa soledad —esa verdad sin aplauso— nacen las ideas que permanecen.