Una entrevista con Edgardo Lander

El giro autoritario de Venezuela y la represión de su izquierda

El giro autoritario de Venezuela y la represión de su izquierda

Una entrevista con Edgardo Lander por Anderson Bean 

Desde las disputadas elecciones de 2024 en Venezuela, el gobierno de Nicolás Maduro ha intensificado su giro autoritario. Más de 2.000 personas fueron detenidas en los días posteriores a la votación, y la persecución selectiva se ha ampliado para incluir a periodistas, sindicalistas, académicos y defensores de derechos humanos. La activista Marta Lía Grajales estuvo desaparecida durante dos días después de denunciar la brutal golpiza contra madres que exigían la libertad de sus hijos encarcelados. María Alejandra Díaz, abogada chavista y exmiembro de la Asamblea Constituyente, fue despojada de su licencia y hostigada tras exigir transparencia en el conteo de votos. Estos casos ilustran una estrategia más amplia de intimidación y criminalización.

La represión recae sobre todo en la izquierda crítica. En los últimos meses, medios oficiales han acusado a Edgardo Lander, Emiliano Terán Mantovani, Alexandra Martínez, Francisco Javier Velasco y Santiago Arconada de conformar una supuesta “red de injerencia extranjera” disfrazada de trabajo académico y ambiental. Instituciones como la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela, el CENDES, el Observatorio de Ecología Política y la Fundación Rosa Luxemburgo también han sido difamadas como parte de esta presunta conspiración.

Edgardo Lander —sociólogo, profesor jubilado de la Universidad Central de Venezuela y una voz destacada en los debates latinoamericanos sobre democracia, extractivismo y el futuro de la izquierda— se encuentra él mismo entre los señalados. Su trabajo crítico sobre el Arco Minero del Orinoco y su insistencia en el pensamiento independiente lo han puesto en la mira del gobierno.

En esta entrevista, realizada por Anderson Bean, Lander reflexiona sobre la profundización de la represión en Venezuela, la criminalización de la disidencia y lo que está en juego para la libertad académica, la democracia y la solidaridad internacional. La conversación ha sido traducida al inglés y editada ligeramente para lograr mayor concisión.

Nota del editor: También es importante destacar, que esta entrevista tuvo lugar antes del ataque naval de Estados Unidos, ocurrida el 2 de septiembre de 2025, contra una embarcación con bandera venezolana en el Mar Caribe, en el que presuntamente murieron las once (11) personas a bordo.

 

Anderson Bean: Desde las controvertidas elecciones de 2024, la represión contra las voces críticas se ha intensificado, con más de 2.000 personas arrestadas y multiplicándose los casos selectivos de persecución. ¿Cómo describiría el clima general de represión en Venezuela desde las elecciones?

Edgardo Lander: Esas elecciones fueron, en muchos sentidos, un momento decisivo en el proceso bolivariano en Venezuela. En los últimos años, lo que antes parecían límites duros —líneas rojas que no podían cruzarse— se han cruzado una y otra vez.

Hasta las elecciones presidenciales del año pasado, el sistema era, en general, confiable. Sí, había habido algunos casos aislados en los que el fraude fue evidente, como en las elecciones de gobernadores en Bolívar y Barinas, pero esos no afectaban los resultados a nivel nacional. El sistema de votación electrónica automatizado de Venezuela, con sus múltiples salvaguardas, había hecho muy difícil el fraude a gran escala.

El proceso era sencillo: uno votaba, la máquina mostraba la elección en la pantalla, luego imprimía un comprobante en papel. El votante verificaba que coincidiera con su voto y lo depositaba en una urna. Al final del día, las máquinas producían un reporte y, con testigos presentes, se abrían las urnas y se comparaban con las actas de las máquinas. Los registros eran firmados por los testigos para certificar que los conteos electrónicos y en el papel coincidían. Por eso, hasta ese momento, las elecciones venezolanas eran, repito, fundamentalmente confiables.

Pero esta vez, cuando el gobierno comenzó a recibir los resultados, se dio cuenta de que no solo iba a perder, sino a perder de manera aplastante. Quizás pensaron que podrían permitirse una derrota estrecha y luego manipular los resultados en algunos estados para arañar una victoria. Pero la magnitud de la derrota fue tan abrumadora que eso resultó imposible. Así que simplemente tiraron por la borda las reglas del juego.

Afirmaron que el sistema había sido hackeado desde Macedonia del Norte. Luego apareció el presidente del Consejo Nacional Electoral —literalmente con una servilleta en la mano— leyendo cifras inventadas que no tenían nada que ver con el voto real. Horas después, Maduro fue declarado ganador, sin ninguna evidencia electoral.

Esa fue una línea roja muy importante, porque marcó el paso de un gobierno que, sí, manipulaba los recursos públicos, amenazaba a los trabajadores estatales, reprimía e intimidaba a la oposición, bloqueaba a los partidos opositores para que no realizaran actividades, y así sucesivamente —pero en el que, el día de la elección, al menos los votos de la gente eran fielmente registrados por las máquinas. Por primera vez, de forma descarada, decidieron romper las reglas del juego y eliminar la propia noción de elecciones del juego político o democrático. Ese fue un paso hacia un régimen que se reveló como abiertamente autoritario, ignorando tanto la Constitución como las normas electorales.

Naturalmente, eso desató protestas masivas, a las que el gobierno respondió con arrestos masivos. Muchos de esos arrestos fueron absolutamente arbitrarios: jóvenes que estaban parados frente a sus casas o que habían salido a comprar pan fueron acusados de terrorismo y se los llevaron. El gobierno ha admitido, en esencia, que no puede obtener apoyo mayoritario y que, si quiere permanecer en el poder, debe hacerlo a través de la represión y de infundir miedo en la población.

Por eso, después del día de las elecciones, hubo dos días de grandes manifestaciones en diversas ciudades del país. Al menos 25 de las personas que salieron a las calles, fueron asesinadas, y cerca de 2.000 fueron detenidas arbitrariamente en medio de una represión brutal. Con eso, lograron sembrar el terror y devolver a la gente a sus casas.

Desde entonces, esa lógica de represión sistemática ha continuado en todos los niveles. Ha significado la detención de periodistas, de economistas por publicar cifras que al gobierno no le gustaban, la detención de sindicalistas, de profesores universitarios, de activistas electorales de todos los sectores de la oposición. Después de la redada masiva en los días posteriores a la elección, la represión se ha vuelto más selectiva, pero avanza de manera constante hacia una intolerancia total a la disidencia.

El gobierno ha cerrado más medios y ha invocado en los últimos meses una serie de leyes —la “Ley Contra el Odio”, la “Ley Antiterrorista” y otras— destinadas a criminalizar cualquier acto de oposición, por pacífico que sea, porque todo acto es inmediatamente calificado como terrorismo.

Hoy enfrentamos un gobierno que intenta negar cualquier posibilidad de que la disidencia se exprese, cualquier espacio en absoluto donde pueda existir. Eso explica los ataques a las universidades, a los periodistas y la campaña sistemática contra las ONG. Como el gobierno insiste en presentar todo como una batalla entre un “gobierno revolucionario” y la “agresión imperialista”, las ONG son calificadas como instrumentos financiados desde el extranjero, manejados por la CIA, cuyo objetivo es socavar al gobierno. Más recientemente, esto ha incluido el señalamiento a la Fundación Rosa Luxemburgo y el etiquetar las denuncias sobre el Arco Minero del Orinoco como ataques al Estado.

Un hito muy reciente y significativo en la deriva autoritaria fue la agresión contra la vigilia de las madres de presos políticos. Estas madres, cuyos hijos están encarcelados y otros desaparecidos, habían ido de una oficina estatal a otra, hasta que les dijeron que solo el presidente del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) podía darles información y decidir sobre sus casos. Fueron al TSJ, solicitaron una audiencia, se les negó, y entonces decidieron hacer una vigilia en la plaza frente al Tribunal (en el centro de Caracas). En ese lugar, montaron una carpa, se unieron activistas de derechos humanos, e incluso había niños con ellas. Alrededor de las diez de la noche, se ordenó el retiro de la guardia permanente frente a la sede del TSJ, se apagaron las luces de la zona y luego llegaron unos 80 miembros de colectivos progubernamentales, algunos armados y encapuchados. Golpearon a las madres y demás activistas civiles que las acompañaban, fueron golpeadas, insultadas y robados sus teléfonos celulares y documentos de identidad, hasta sacarlas de la plaza en plena noche. Siendo que muchas de las madres, esposas e hijas, habían venido de diversas regiones del país y quedaron varadas en la ciudad, sin poder comunicarse.

Fue verdaderamente una afrenta, otra escalada de la lógica autoritaria. Y cuando las madres intentaron presentar denuncias en la Fiscalía y en la Defensoría del Pueblo, se les dijo que no se podía hacer nada, ya que había sido una “acción privada” de colectivos, no de la policía —una afirmación absurda.

Esta ofensiva contra los intelectuales, contra la Universidad Central de Venezuela —que se ha convertido en un espacio importante de pensamiento y disidencia— forma parte de una estrategia más amplia: todo lugar donde puedan existir voces diferentes al gobierno debe ser tratado como enemigo, como agente del imperialismo, y debe ser perseguido. Esas son las nuevas reglas del juego.

 

Anderson Bean: En el último año hemos visto casos en los que incluso personas con antecedentes chavistas han sido reprimidas —por ejemplo, Marta Lía Grajales, quien fue forzada a subir a una camioneta sin identificación y detenida tras denunciar la golpiza violenta contra las madres que protestaban por la liberación de sus hijos, un episodio que usted acaba de describir, y María Alejandra Díaz, abogada y exmiembro de la Asamblea Constituyente, quien fue despojada de su licencia tras exigir transparencia en las elecciones de 2024. ¿Qué revelan estos casos sobre la disposición del gobierno de Maduro a atacar a exaliados y a su propia base? ¿Podría hablar también un poco más sobre sus situaciones y por qué son significativas?

Edgardo Lander: Marta Grajales estuvo, de hecho, desaparecida durante unos dos días y medio. Su esposo y las organizaciones de derechos humanos recorrieron los centros de detención habituales a los que llevan a las personas en estas circunstancias, y en cada uno de ellos se les dijo que ella no estaba allí. La reacción fue tan fuerte —movilización en la opinión pública latinoamericana, en la academia, en redes de organizaciones sociales, e incluso entre sectores de la base chavista— que el gobierno, aparentemente (no puedo asegurarlo, pero parece lo más probable), se sorprendió por la fuerza de la respuesta y decidió liberar a Marta de inmediato.

Eso no significa que esté libre: todavía enfrenta cargos extremadamente graves que podrían acarrear hasta diez años de prisión si su caso va a juicio y resulta condenada. Pero lo que ya está claro es que esto no se trata de reprimir a la oposición de derecha. Marta no es de derecha: es una compañera, una militante chavista de larga trayectoria. El punto es que ya no importa si alguien tiene carnet del partido, un historial militante o años de identificación con el gobierno. Ser chavista ya no es una protección.

Por eso destaco uno de los rasgos clave del momento político actual, capturado en un hashtag que ha acompañado muchas de las declaraciones del gobierno en los últimos días: “Dudar es traicionar.” Lo repiten una y otra vez. Y eso es una señal de debilidad, de inseguridad, porque hay personas dentro de las fuerzas armadas, de la policía e incluso de la base chavista que no están de acuerdo con lo que está pasando. En este contexto, no solo está prohibido denunciar abusos: está prohibido incluso dudar. Quien tenga dudas debe callarlas, porque expresar dudas es tratado como traición.

Este es un nuevo modelo autoritario en el que no solo se prohíben las organizaciones autónomas, sino que incluso se ha declarado obsoletos a los sindicatos —Maduro ha anunciado que creará una nueva estructura para reemplazarlos. También declaró la creación de milicias laborales: 450.000 personas armadas en los centros de trabajo de todo el país, supuestamente para resistir al imperialismo cuando lleguen los Marines. Todo esto está cerrando cada posible espacio democrático, cada vía de libre expresión. El objetivo es generar miedo —miedo a salir a la calle, miedo a hablar, miedo entre periodistas que se autocensuran— para que al final lo que tengamos sea un régimen cerrado sin opciones en absoluto.

La relación de Maduro con la izquierda del continente se ha deteriorado enormemente. Los únicos gobiernos con los que aún se alinea son Cuba, Nicaragua y, hasta cierto punto, Bolivia, al menos hasta sus recientes elecciones. Más allá de eso, Venezuela está muy aislada. Por supuesto, todavía hay un sector de la izquierda que se aferra a la idea de que “el enemigo siempre es el imperialismo: quien se oponga al imperialismo es mi aliado, quien no, es mi enemigo.” Y así, incluso en este contexto de graves denuncias, el Foro de São Paulo —el paraguas de muchos partidos de la izquierda “oficial” de América Latina (no todos, pero sí un número significativo)— emitió una declaración que no mencionó en absoluto los derechos humanos, ni la persecución, ni las detenciones. Hablaron únicamente de las amenazas que representa Estados Unidos para la soberanía venezolana —hablando de otra cosa por completo.

Eso es extremadamente grave. Siempre insisto en que lo peor que se le puede hacer a la izquierda, a cualquier opción anticapitalista o progresista en el mundo actual, es llamar “socialismo” o “gobierno de izquierda” a lo que existe en Venezuela. Porque eso provoca tal rechazo que la gente, con razón, dice: “Si eso es la izquierda, si eso es el socialismo, entonces yo voto por la derecha.” Por eso considero tan perversa la postura del Foro de São Paulo: perpetúa el mito de que los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela son gobiernos revolucionarios, progresistas, democráticos. Y, sin embargo, cualquiera puede leer los periódicos para ver la realidad.

En el caso de Venezuela, es aún más evidente por la enorme cantidad de migrantes que han dejado el país. Sus relatos de primera mano sobre lo que soportaron no pueden ser silenciados ni negados: hay simplemente demasiadas voces diciendo lo mismo. Pregúntales por qué tuvieron que irse, y las respuestas se acumulan: por esto, y esto, y esto. Los testimonios son abrumadores.

 

Anderson Bean: En este contexto, usted y otros académicos destacados han sido acusados en los medios oficiales de formar parte de una supuesta “red de injerencia política disfrazada de trabajo académico y ambiental”.  ¿Podría comenzar explicando en qué consisten realmente estas acusaciones y de dónde provienen? Y a partir de ahí, ¿cómo interpreta el significado más amplio de estos ataques para la libertad académica y el debate crítico en Venezuela? ¿Por qué cree que estos ataques están ocurriendo ahora y qué revelan sobre las prioridades y temores del gobierno en este momento?

Edgardo Lander: Creo que estas acusaciones son simplemente otra expresión de lo que he venido describiendo: un gobierno que quiere impedir cualquier forma de desacuerdo con sus políticas. No se trata solamente de reprimir a trabajadores que se movilizan por salarios, o a madres que exigen la libertad de sus hijos encarcelados. Se trata también de decir que la propia comunidad intelectual, simplemente por investigar las políticas del Estado, está cometiendo una ofensa.

Tomemos el caso de la investigación sobre lo que ha ocurrido en el Arco Minero del Orinoco. El simple hecho de investigar—preguntarse, ¿qué ha ocurrido con las poblaciones indígenas? Los estudios muestran, por ejemplo, que los niños indígenas tienen altos niveles de mercurio en la sangre. Eso es investigación: documentar lo que realmente está sucediendo. Pero para el gobierno, esto es un ataque a su autoridad, a su derecho de definir las políticas que considere adecuadas.

Entonces, cuando me nombran a mí personalmente, no es porque haya hecho algo fuera de lo común—más allá de ofrecer opiniones, participar en debates y difundir ideas en toda América Latina. Pero el gobierno lo ve como un peligro, como una amenaza. Y por lo tanto debe ser silenciado. Tiene que intentar que los intelectuales, incluso aquellos que solo ofrecen opiniones moderadamente críticas, se autocensuren—o eviten realizar investigaciones que puedan comprometer al gobierno o resaltar realidades incómodas.

Esto es un estrechamiento del cerco, un asedio que, repito, sigue cerrándose y cerrándose—hasta que casi no quede espacio ni para respirar.

 

Anderson Bean: Además de personas como usted, instituciones reconocidas como la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la UCV, el CENDES y el Observatorio de Ecología Política también han sido atacadas. Entre ellas, destaca el caso de la Fundación Rosa Luxemburgo, especialmente dado su vínculo público con el partido alemán Die Linke. Para quienes tal vez no estén familiarizados, ¿podría explicar qué es la Fundación, qué tipo de trabajo ha realizado en Venezuela y por qué podría ser ahora blanco de ataques?

Edgardo Lander: Primero, para quienes no estén familiarizados con las fundaciones políticas alemanas, vale la pena explicar cómo funcionan. En el sistema político alemán, los partidos que tienen representación parlamentaria por encima de cierto umbral reciben financiamiento público para una fundación política vinculada a ese partido. Los socialdemócratas tienen una fundación, el partido demócrata cristiano tiene la suya—la Fundación Adenauer—y el Partido de la Izquierda, Die Linke, tiene la Fundación Rosa Luxemburgo.

Estas fundaciones trabajan principalmente fuera de Alemania, y su enfoque está en el debate cultural y político. De ningún modo son activistas políticos que intervienen directamente en los asuntos de otros países. En el caso de la Fundación Rosa Luxemburgo, tiene oficinas en toda América Latina: en México (que cubre México, Centroamérica y el Caribe), en Brasil, en Argentina (para el Cono Sur), y en Quito, que cubre Venezuela, Colombia, Ecuador y Bolivia.

Durante los años de los gobiernos progresistas, la Fundación Rosa Luxemburgo—y especialmente su oficina andina en Quito—trabajó en un tema que ha sido central en los debates de la izquierda y los movimientos sociales en América Latina desde el cambio de siglo: el extractivismo. El tema de lo que significa seguir empujando la frontera minera hacia nuevos territorios y la devastación que esto causa en tierras indígenas en todo el continente.

Por un lado, los gobiernos progresistas impulsaron, celebraron y activaron procesos de organización popular—desde sectores urbanos populares hasta pueblos indígenas, pastores y campesinos. Pero las políticas extractivistas también significaron que, cuando los pueblos indígenas resistieron la ocupación de sus territorios, el Estado respondió con represión.

Así, la cuestión del extractivismo y del modelo de desarrollo más amplio seguido por los gobiernos progresistas está ligada a la crisis civilizatoria que enfrentamos. Toca los límites del planeta, los derechos de los pueblos indígenas, las amenazas ambientales. Estos son temas inherentemente políticos—no son asuntos neutrales, puramente académicos. Afectan directamente la vida de la gente.

Por eso, en la Venezuela de hoy, incluso la investigación o la crítica pública a la política extractivista—como cuestionar la estrategia del gobierno en el Arco Minero del Orinoco—se trata como un ataque directo al Estado. Más recientemente, la Fundación Rosa Luxemburgo ha sido señalada como enemigo principal, precisamente porque ha apoyado debates, estudios y movimientos que cuestionan los costos sociales y ambientales de la minería y el extractivismo. Lo que es, en realidad, el trabajo de investigación académica y de construcción de movimientos es reformulado por el gobierno como subversión política.

Pensemos, por ejemplo, en el agua. Es difícil imaginar hoy en día un movimiento en defensa del agua en cualquier parte del mundo que no sea político. Porque si la gente defiende el agua, es porque alguien está haciendo algo para contaminarla o agotarla. Eso necesariamente lo convierte en un tema de debate, y el debate siempre implica posiciones políticas.

Entonces, el punto no es que la Fundación Rosa Luxemburgo sea apolítica. Los temas en los que trabaja—extractivismo, derechos indígenas, amenazas ambientales—inevitablemente tienen una dimensión política. Pero de ningún modo es una fundación que apoye o financie políticas destinadas a socavar al gobierno venezolano.

Si hay grupos investigando el Arco Minero del Orinoco y sus informes muestran los efectos extremadamente negativos de la minería ilegal en esa región, el gobierno lo toma como un ataque contra sí mismo. Y a partir de ahí, la única alternativa que dejan es el silencio—que nadie diga nada sobre nada.

La afirmación de que la Fundación Rosa Luxemburgo está financiada por el gobierno alemán y, por lo tanto, forma parte de un proyecto imperial de Estados Unidos para socavar a Venezuela es, además de paranoica, solo un intento de meter todo en el mismo saco y atacar a las ONG en su conjunto.

Por supuesto, existen muchas organizaciones pequeñas y diversas que trabajan en temas como elecciones, medio ambiente, derechos humanos, derechos de las mujeres, y así sucesivamente. En toda América Latina, muchos de estos grupos reciben financiamiento externo—a veces de iglesias, a veces de la Unión Europea, a veces de otras fuentes. Y el gobierno intenta presentar todo esto como parte de una gran estrategia imperialista para financiar estas organizaciones con el fin de subvertir al gobierno. Eso no tiene mucho sentido en términos concretos, pero en términos políticos tiene todo el sentido como forma de convencer a la base del gobierno de que Venezuela está bajo ataque, y que cualquiera que parezca neutral—o incluso simpatizante del chavismo—pero que luego critique las políticas del gobierno en temas que el Estado considera vitales, se convierte inmediatamente en parte del campo enemigo. Y al enemigo hay que enfrentarlo.

Esto, por supuesto, coloca a la Fundación Rosa Luxemburgo en una situación muy difícil. Se vuelve extraordinariamente complicado para ella llevar adelante su trabajo. Y las comunidades con las que ha estado trabajando—pequeños agricultores, campesinos y otros—terminan perdiendo el apoyo que tenían hasta ahora.

En cualquier caso, es importante dejar claro: esta es una fundación pequeña. No está sentada sobre millones y millones de dólares. Sus proyectos son modestos.

 

Anderson Bean: ¿Por qué cree que estos ataques están ocurriendo ahora y qué revelan sobre las prioridades y temores del gobierno en este momento?

Edgardo Lander: Creo que lo que está ocurriendo ahora tiene que ver con lo que ya he mencionado: el gobierno se siente cada vez más aislado. Se siente cada vez más aislado internacionalmente, y cada vez más desacreditado dentro de la izquierda global, aunque existan tensiones y contradicciones en ese campo. Y, por supuesto, también ve el descontento dentro de su propia base.

Ante todo, esto se debe a que las condiciones de vida de la gente común no están mejorando. Hoy, el salario mínimo en Venezuela es de menos de un dólar estadounidense al mes. Se compensa parcialmente con varios bonos, entregados de manera arbitraria a quien quieran, cuando quieran—utilizados como herramienta de control político sobre la población.

Lo que tenemos es un gobierno que hace mucho abandonó cualquier proyecto político. Todo el discurso de profundización de la democracia, del socialismo—eso simplemente ha desaparecido del horizonte. El único objetivo práctico del gobierno ahora es su propia supervivencia en el poder.

Para preservarse, solía apoyarse en cierto nivel de respaldo popular. Pero a medida que ese apoyo ha disminuido y disminuido, la represión se ha convertido en su única opción. Por eso su retórica ahora se apoya tan fuertemente en llamamientos al patriotismo, al nacionalismo, al antiimperialismo y a las amenazas externas. En esa narrativa, todo se mete en el mismo saco. También las ONG son metidas ahí—porque el gobierno necesita presentar todo esto no como amenazas a sí mismo, sino como amenazas a Venezuela.

 

Anderson Bean: Finalmente, muchos de los que están siendo atacados, incluido usted, son colaboradores de larga data con movimientos y compañeros en el extranjero. ¿Qué formas de solidaridad internacional son más útiles en esta etapa?

Edgardo Lander: Primero, hablando no solo de la situación actual sino de una manera más permanente, quiero volver a un punto que mencioné antes. Para sectores de la izquierda venezolana que han vivido, y sufrido, lo que ha ocurrido en este país en estos años, resulta muy doloroso ver a intelectuales, organizaciones y periodistas de izquierda que siguen describiendo a Venezuela como un gobierno de izquierda, un gobierno socialista o un gobierno revolucionario. Eso es desgarrador, profundamente doloroso—porque significa ignorar toda la evidencia de lo que está sucediendo en el país, cerrar los ojos a la realidad, todo en nombre de enfrentar al imperialismo.

Pero enfrentar al imperialismo necesariamente tiene que significar ofrecer una forma de vida mejor que la que ofrece el imperialismo—no peor. Por eso pienso que el trabajo que ustedes están haciendo, y la iniciativa de su libro, es tan valioso: crea un espacio para una discusión seria, reflexiva y razonada sobre lo que realmente está ocurriendo, en lugar de caer en un debate simplista y maniqueo entre “buenos y malos” o “antiimperialistas versus proimperialistas”.

Esto es una cuestión de solidaridad—no solidaridad con un gobierno, sino solidaridad con los pueblos. Y esto importa no solo para Venezuela, sino también a nivel internacional. La palabra “socialismo” se está volviendo más popular en ciertas partes del mundo; de hecho, la palabra atrae a muchas personas. Pero cuando se equipara “socialismo” con Venezuela, se socava ese atractivo. Por eso es absolutamente esencial distinguir la experiencia venezolana del sueño de otro mundo posible.

Ahora bien, en cuanto al momento actual, la reacción internacional a la detención de Marta Lía Grajales, y luego a las acusaciones contra la Universidad Central de Venezuela, el CENDES y la Fundación Rosa Luxemburgo, debió haber sorprendido al gobierno—por el nivel de rechazo que provocó. Y una de las características definitorias de la izquierda siempre ha sido la noción de internacionalismo.

Si vamos a pensar en la crisis civilizatoria, en alternativas al desarrollo, en la resistencia al extractivismo—estas no pueden pensarse dentro de los límites de una sola nación. Tienen que abordarse a través de redes que crucen fronteras. Por ejemplo, durante la lucha contra el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) hace veinte años, hubo un nivel notable de articulación en todo el continente: sindicatos, estudiantes, trabajadores del sector público, campesinos, organizaciones indígenas, movimientos feministas, de toda América Latina e incluyendo a Canadá y Estados Unidos. Esas articulaciones crearon redes, conocimientos, contactos personales, formas de compartir información.

Esas redes y ese conocimiento siguen vivos en América Latina. Ya no tienen el vigor que tuvieron durante la lucha contra el ALCA, pero perduran. Por eso, tan a menudo, cuando ocurre algo en un país de la región, hay una reacción en todo el continente—porque los canales para comunicar lo que sucede y para convocar respuestas aún están allí.

 

________

Anderson Bean es un activista radicado en Carolina del Norte y autor del libro ¨Communes and the Venezuelan State: The Struggle for Participatory Democracy in a Time of Crisis¨ publicado por Lexington Books, y editor del próximo ¨Venezuela in Crisis. Socialist Perspectives¨ de Haymarket Books.

Edgardo Lander es un sociólogo venezolano, profesor jubilado de la Universidad Central de Venezuela y una voz destacada en los debates latinoamericanos sobre democracia, extractivismo y el futuro de la izquierda.



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Anderson Bean y E. Lander


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