Inseguridad como arma de guerra cognitiva (El caso chileno)

Chile ofrece un terreno fértil para esta operación debido a una historia marcada por el disciplinamiento social y por una transición que administró silencios más que conflictos. La promesa neoliberal de estabilidad y consumo dejó como herencia una sociedad fragmentada, con vínculos debilitados y una profunda desconfianza interpersonal. En ese vacío simbólico, la narrativa de la inseguridad opera como un pegamento perverso, une a sectores sociales distintos no por un proyecto común, sino por un enemigo compartido, real o imaginado. La derecha explota esta fisura con eficacia, presentándose como garante de un orden que ella misma contribuyó a erosionar.

Esa inseguridad no irrumpe en la escena política como un simple registro de hechos delictivos ni como una estadística fría que espera interpretación técnica. Se presenta, más bien, como un clima emocional cuidadosamente producido, una atmósfera que se respira antes de ser pensada, una sensación que antecede a cualquier verificación empírica. En el Chile contemporáneo, esta sensación ha sido convertida en materia prima de una forma sofisticada de guerra que no se libra en trincheras visibles sino en la percepción cotidiana, en el lenguaje, en la memoria y en el miedo. La derecha ha comprendido que gobernar el temor es más eficaz que discutir proyectos, y que la inseguridad, moldeada como relato, puede funcionar como un arma electoral de alta precisión.

Ese procedimiento se presenta como sutil y persistente. No se trata de inventar delitos donde no existen, sino de organizar su significado, de jerarquizarlos, de reiterarlos hasta que ocupen el centro del horizonte mental colectivo. La inseguridad se separa de sus causas estructurales —desigualdad, precarización, abandono territorial, violencia económica— y se transforma en una amenaza difusa, sin contexto ni historia, atribuida a figuras convenientes: el pobre, el migrante, el joven periférico, el manifestante. Así, el miedo se despolitiza mientras se politiza el castigo. La pregunta por el origen se reemplaza por la exigencia de orden, y la demanda de justicia social se degrada a sospecha de complicidad con el caos.

En esta guerra cognitiva, el lenguaje cumple una función decisiva. Palabras como "crisis", "ola", "explosión" o "descontrol" no describen, dramatizan. La repetición obsesiva de imágenes de violencia, cuidadosamente seleccionadas, produce una ilusión de omnipresencia del peligro. El noticiero deja de informar para entrenar emocionalmente a la audiencia, fijando reflejos antes que razonamientos. La inseguridad se vuelve un espectáculo cotidiano, y el espectador, saturado de estímulos alarmantes, termina aceptando soluciones cada vez más autoritarias como si fueran inevitables. El miedo, una vez instalado, pide protección incluso a costa de derechos que antes parecían irrenunciables.

Por eso la dimensión cognitiva de esta estrategia reside en su capacidad para naturalizar el miedo. Cuando la inseguridad se percibe como un fenómeno casi biológico, como una fatalidad inherente a la convivencia humana, se clausura la posibilidad de pensarla políticamente. La violencia deja de ser un síntoma de un modelo y pasa a ser una patología individual. El delincuente ya no es el resultado de una estructura social excluyente, sino una anomalía moral que debe ser aislada o eliminada. De este modo, el discurso punitivo se presenta como sentido común, y cualquier alternativa que proponga prevención, inclusión o derechos es ridiculizada como ingenua o peligrosa.

Bajo el ciclo electoral se intensifica este mecanismo. En períodos de disputa por el poder, la inseguridad se sobrerrepresenta como urgencia absoluta, desplazando otros debates. La agenda se estrecha hasta reducirse a una dicotomía falsa: seguridad o caos. La derecha se posiciona entonces como la única fuerza capaz de "poner mano dura", mientras acusa a sus adversarios de debilidad, romanticismo o connivencia con el delito. No importa que las políticas represivas hayan demostrado históricamente su ineficacia; lo que importa es su rendimiento simbólico. La promesa de orden funciona como un tranquilizante emocional que anestesia el pensamiento crítico.

Esta guerra no busca convencer, sino condicionar. Opera sobre los reflejos, no sobre las ideas. Se infiltra en conversaciones cotidianas, en redes sociales, en rumores amplificados. La inseguridad se convierte en un lenguaje común que reorganiza las prioridades y redefine lo aceptable. Así, se justifica la militarización de territorios, el endurecimiento de leyes, la expansión del aparato represivo, mientras se oculta que esas medidas no resuelven las causas del problema y, en muchos casos, lo profundizan. El miedo, una vez institucionalizado, necesita alimentarse constantemente para no disiparse.

Sin embargo, la eficacia de esta arma electoral no es infinita. La manipulación de la inseguridad revela su fragilidad cuando la experiencia cotidiana contradice el relato o cuando emergen discursos capaces de recontextualizar el miedo, devolverle historia y politizarlo.

A este dispositivo se suma un recurso antiguo, probado con sangre y silencio, que consiste en presentar el orden burgués como única barrera frente al abismo. El viejo truco pinochetista no apelaba a la razón sino al terror pedagógico: primero se sembraba el caos real o simbólico, luego se ofrecía la disciplina como salvación. El miedo era administrado para que la sociedad aceptara la suspensión de derechos, la obediencia ciega y la desigualdad como precio inevitable de la tranquilidad. Hoy, despojado de su uniforme explícitamente militar pero conservando su lógica profunda, ese mecanismo reaparece en versión mediática y electoral. Se invoca la amenaza permanente para reinstalar la idea de que la democracia es un lujo frágil, que la justicia social es desorden y que la autoridad debe concentrarse en manos "responsables", es decir, en las mismas élites que históricamente han garantizado la reproducción del privilegio. Así, el orden burgués se disfraza de seguridad ciudadana, y la memoria del autoritarismo es reciclada como receta pragmática, naturalizando una vez más que el miedo gobierne allí donde debería gobernar la voluntad popular.

Desarmar esta estrategia implica disputar el sentido común, romper la asociación automática entre orden y represión, y reconstruir la idea de seguridad como un derecho colectivo vinculado a la dignidad, la igualdad y la cohesión social. Mientras la inseguridad siga siendo tratada como mercancía electoral y no como problema social complejo, la guerra cognitiva continuará moldeando voluntades. En Chile, como en otros escenarios, el desafío no es solo reducir el delito, sino liberar la imaginación política secuestrada por el miedo.

 

 

 

 

Dr. Fernando Buen Abad Domínguez

 

 

 



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Fernando Buen Abad Domínguez

Doctor en Filosofía.

 @FBuenAbad

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