Escribo estas líneas desde varios lugares a la vez: el del periodista que busca ordenar una vida en palabras; el del sociólogo que intenta leer una obra como síntoma de su tiempo; y también desde una condición que declaro con transparencia, la de ser nieto de Óscar Allain, vínculo que no reemplaza el análisis crítico, pero sí me obliga a ejercerlo con mayor responsabilidad. Óscar Allain —fallecido el 17 de diciembre de 2025— no fue solo un pintor prolífico y coherente: fue un testigo que tradujo en colores y texturas los ritmos, las gentes y las costumbres de este país. Su partida cierra un ciclo vital y abre un tiempo de lectura crítica de lo que dejó: un catálogo sólido y una ética del trabajo artístico que merece ser revisada con atención.
Nació en Lima en 1922 y vivió lo suficiente como para convertirse en una figura que conectó generaciones. Su biografía es la de quien aprendió a mirar el Perú con paciencia: estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes, se formó en el rigor del oficio y se mantuvo fiel a una práctica sostenida, ajena a los atajos. Esa insistencia —volver a la tela, corregir, insistir— es una de las claves para entender su trayectoria. No fue un artista de consignas ni un creador de temporada; fue un pintor que entendía el arte como trabajo y como responsabilidad pública.
Su obra es, a la vez, íntima y colectiva. Hay cuadros que registran escenas de mercado, retratos de la gente común, esquinas limeñas y oficios que otros pasarían por alto. Pero también hay una voluntad de describir la nación desde la observación cotidiana, sin folclorizarla. Esa sensibilidad lo inscribe en una tradición peruana que piensa el país desde su gente, y al mismo tiempo lo consolida como un autor con lenguaje propio.
Los críticos han señalado la sobriedad de su paleta y la contundencia de su factura: tonos contenidos, una economía cromática que privilegia densidad antes que artificio; una textura que trabaja la materia del color con rigor, tanto en óleo como en pintura acrílica, técnicas que Allain dominó y alternó según la necesidad expresiva; una composición que evita la anécdota fácil. A ello se suma un rasgo central: practicó también una pintura crítica, silenciosa pero firme, donde la escena cotidiana deja entrever tensiones sociales, desigualdades y cansancios colectivos. Esa elección estética fue, en el fondo, una posición ética.
Allain entendía la pintura como una forma de observación prolongada. Su taller era un espacio de corrección constante, de diálogo con la tela. Esa relación paciente con la obra explica la coherencia de su producción y su resistencia al desgaste del tiempo. Pintar, para él, era una manera de pensar el país sin estridencias.
Su carrera fue extensa y consistente: participó en exposiciones nacionales e internacionales, recibió reconocimientos oficiales y formó parte activa del campo cultural peruano durante décadas. No fue una figura marginal ni episódica, sino un creador presente, con obra circulante y con una producción que acompañó los cambios sociales del país sin renunciar a su lenguaje. En ese recorrido, resulta razonable sostener que el Estado peruano aún tiene una deuda simbólica con su legado: por la solidez y continuidad de su obra, por su contribución a la cultura nacional, Óscar Allain merecería recibir la Orden El Sol del Perú.
Vivió épocas de crisis, de transformaciones urbanas y sociales profundas. Lima cambió, el Perú cambió, y su pintura registró esas mutaciones sin dramatismo ni complacencia. En sus lienzos aparecen la ciudad que se expande, la gente que persiste, los oficios que resisten. Esa dimensión —que no es documental, pero sí profundamente social— convierte su obra en una fuente valiosa para entender cómo se miraba y se sentía la vida colectiva en distintos momentos del siglo XX y comienzos del XXI.
Como autor, he escrito sobre Óscar Allain en artículos críticos que buscaron situar su obra dentro de la historia del arte peruano, subrayando su coherencia formal y su aporte sostenido. En esos textos he insistido en la necesidad de releer su producción sin prejuicios generacionales ni etiquetas reductoras.
La crítica especializada que se ha ocupado de su trabajo ha sido clara al enaltecer su obra: se ha destacado su dominio técnico, la honestidad de su mirada y la consistencia de un lenguaje plástico que no cedió a modas ni oportunismos. Lejos de ser una producción menor, su pintura ha sido valorada como una contribución sólida y necesaria para comprender el desarrollo del arte peruano contemporáneo.
Su pintura no busca deslumbrar; exige atención. En un tiempo acelerado, sus cuadros obligan a detenerse, a mirar con calma, a reconocer lo que permanece. Esa persistencia —esa negativa a lo fugaz— es uno de sus mayores aportes.
Ahora corresponde revisar su archivo, organizar su producción, facilitar el acceso a investigadores, estudiantes y público, y promover estudios monográficos que permitan apreciar su desarrollo con perspectiva histórica. Las instituciones culturales tienen aquí una tarea pendiente, coherente con el reconocimiento que su obra ya ha ganado en el ámbito crítico.
La obra de Óscar Allain debe ser entendida como parte central del relato del arte peruano: por su continuidad, por su coherencia y por su capacidad de dialogar con las preguntas fundamentales sobre identidad, memoria y representación social. Su pintura no ocupa un lugar periférico ni decorativo; articula una mirada sostenida sobre el país y su gente, y lo hace con un lenguaje propio que resiste el paso del tiempo.
Su legado no necesita adjetivos grandilocuentes. Necesita lectura crítica, conservación responsable y difusión seria. En ese ejercicio, la pintura de Allain seguirá funcionando como lo que siempre fue: una forma honesta y exigente de mirar el Perú.