Para la consolidación de la democracia participativa y protagónica siempre será propicia la ocasión para que el poder popular se exprese espontáneamente, tenga asideros reales y no esté circunscrita a una simple consigna sin fundamento alguno. Quienes ocupen cargos de elección popular en nombre de dicha democracia participativa y protagónica, arrogándose la condición única de revolucionarios y de socialistas, están más que llamados a respetar y a cumplir al pie de la letra todas las promesas hechas al calor de la campaña electoral, en lugar de creer que la cuota de votos obtenidos les otorga una patente de corso para usufructuar el poder y desvalijar impunemente las arcas del Estado, como signo político característico de cualquier régimen de democracia representativa.
Esta es una condición a priori que deben observar aquellos que pretenden convencernos de hallarnos en un verdadero proceso revolucionario, camino del socialismo, por cuanto tienen que marcar una diferenciación clara respecto al pasado reformista que se aspira desechar y liquidar definitivamente. Semejante diferenciación debe establecerse en lo social, en lo político, en lo económico y, sobre todo, en lo moral, junto con una acción decidida de los sectores populares, los cuales le imprimirán a la misma el carácter popular y revolucionario que amerita, cambiando la manera antisocial actual de entender y practicar la política. En ese sentido, es hora de impulsar decididamente el cambio estructural y, junto con éste, el poder popular que tendrá una incidencia directa en el desarrollo y en la consolidación de un proceso revolucionario inédito y, por consiguiente, abierto a todas las posibilidades y vertientes.
Esta misma tarea y propósito revolucionario compromete aún más a los revolucionarios a no declinar jamás ante los elementos de derecha que quieran hacer de la revolución una plataforma para complacer sus apetencias personales, desviando y desvirtuando por completo los ideales que le dieron origen, con la clara intención de dejar todo igual como en el pasado, sin permitir jamás la existencia de un Estado socialista y, menos aún, de un poder popular que les sirva a los sectores populares de instrumentos de transformación social e individual.
Por eso mismo, la revolución requiere de definiciones prácticas y teóricas que vayan más allá de cualquier coyuntura, electoral o no, aunque exista la convicción o resignación respecto a que es suficiente conquistar algunos espacios de participación y de protagonismo, pero sin plantearse seriamente acelerar y profundizar dichos espacios con el objetivo especifico de modificar radicalmente las relaciones de poder y de producir, en consecuencia, una verdadera revolución socialista y popular, sin que ello venga a significar erradamente que se deba aferrar interesada y fanáticamente a unas organizaciones partidistas, las cuales solo debieran verse como instrumentos del protagonismo, la inclusión, la formación y la participación popular y no de escalera de una minoría o cogollo partidista reformista, como se ha acostumbrado hasta ahora en toda Nuestra América.
Para lograr estos propósitos, la revolución socialista tiene que ser, ineludiblemente, subversiva, de lo contrario, toda iniciativa de cambio se limitará a una reforma sin consistencia que afianzará aún más la presencia de los elementos de derecha o reformistas, tanto en el gobierno como en las diversas organizaciones políticas y sociales que, hasta ahora, pudieran identificarse como socialistas y revolucionarias, pero que -a la larga- no estarán nunca dispuestas a construir un verdadero socialismo y un verdadero poder popular. Más que una “revolución” burocrática, lo que se debe impulsar es una revolución popular, sustentada en la gestión directa que desarrollen las masas y jamás tutelada por las instituciones del Estado, ya que constituiría una negación de sí misma y la apertura a un nuevo reformismo, marcado por el clientelismo político e incapaz de dar el salto cualitativo que requiere todo proceso revolucionario auténtico.-
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