La fuga de cerebros, es una de las consecuencias directas de la fuga de
neuronas. Cuando yo era pequeña, no me tomó mucho tiempo descubrir que
el Coco no existía, me bastó que no se presentara cuando me juraron que
vendría para comprender que no era más que un cuento. Si no te duermes
ya va a venir el Coco - decían los mayores, sin imaginar el efecto
contraproducente que eso producía. Yo , que soy más curiosa que un
gato, quise ver al Coco.
Me quedaba despierta, jugando con la luz apagada, pero haciendo
ruiditos para que mi mamá, desesperada, invocara al pavoroso bicho. Una
y otra vez me quedé esperándolo, y creo que mi mamá también, pero
nunca, por muy mal que me portara, se digno a visitarme. El Coco,
descubrí, no existe y no va a venir a mi casa ni a ninguna de las casas
de los niños que prefieren jugar un poco más para no perder el tiempo.
Así fui creciendo y descubriendo mentiras, una blancas y otras no
tanto; mentiras que nos decían los adultos para lograr que los niños
nos portáramos como ellos querían. Los niños también aprendieron a usar
ese tipo de mentiras a su favor y en contra de otros niños. Si no me
prestas tu muñeca nueva no voy a ser más tu amiga, y uno asustado de
quedarse solo en el parque, entregaba a su muñeca favorita a manera de
rescate anticipado, para salvar una amistad que estaba a punto de ser
secuestrada.
El miedo, descubrimos pronto, hace que las personas actúen a nuestro
favor muy a pesar de sus deseos. El miedo llega a cegarnos de tal
manera que somos capaces de hacer cosas que jamás haríamos, para bien o
para mal. Yo, por ejemplo, le tengo pavor a las arañas. Las tarántulas
lo saben y me siguen a donde vaya. Una vez una araña mona se escondió
detrás de mi shampoo. Se quedó esperando la muy bicha a que yo me
desvistiera, que me metiera en la ducha y cuando estaba enjabonada
salió de su escondite. Yo salí corriendo despavorida, dando gritos y en
pelotas hasta el patio de la casa, donde estaba un jardinero podando
una matas. El pobre hombre, que era un viejito, se levantó en cámara
lenta y sonriente abrió sus brazos. Este es mi día -, supongo que
pensó. Y yo resbalosa, más no babosa, seguí corriendo de largo, dejando
un rastro de burbujas a mi paso, hasta que me estrellé con el muro que
limitaba el jardín.
No me acordé que estaba desnuda hasta que vi la cara de mi papá, blanco
como un papel, tratando de distraer la atención del anciano, que por un
instante se transporto a aquellos tiempos en que las mujeres le llovían
y el se las quitaba a sombrerazos, o no.
Mi papá, después de propinar un chancletazo a la tarántula, me regaño
furioso. ¿Qué es peor?- me dijo- una araña que no hace nada, y que no
tiene la culpa de ser peluda, o un viejito libidinoso, machete en mano,
persiguiéndote por el jardín. El miedo a las arañas es un miedo
irracional. Y recuerdo que me dijo: piensa Carola, piensa siempre
primero, que para eso tienes la cabezota.
También recuerdo la historia de una mujer brasileña que paseando por
los Everglades con sus hijos, se tuvo que fajar con un cocodrilo que
había confundido la pierna del mayorcito con una rica merienda. El
miedo de ver a su niño a punto de morir la lanzó de cabeza en el lago
y, cual Tarzana, medio mató a un lagarto que le doblada el peso y que
además tenia más dientes que ella. La vi en el noticiero, tratando de
contar su proeza. No sabia como lo había hecho porque, de tanto miedo
que sintió, se enfocó solo en salvar al pequeño olvidando recordar los
detalles. Pero era un notición en todo caso. El miedo producido por una
amenaza real convirtió a una frágil y delicada garota en una súper
heroína que salió hasta en la tele.
Ahora en Venezuela cunde el miedo. Unos le tienen pavor a un Coco, que
no existe, pero que les aterra de tal modo, que no los deja pensar.
Otros dicen que no es el Coco, que es una tarántula, que si existe y va
a venir tarde o temprano y salen corriendo desnudos y enjabonados a las
calles a gritar como locos, armados con chancletas y consignas para
espantar a una araña que nunca pensó en venir. Algunos de ellos corren
tanto que siguen por la autopista, pasan dando alaridos por el
aeropuerto, se suben a un avión y no paran de correr hasta llegar a
otro país mas frío, donde juran que no hay ni Cocos ni tarántulas que
los vayan a asustar.
Yo a veces siento miedo de esas personas que por estar aterrados
dejaron que sus neuronas emigraran. No tanto de los que se fugaron con
sus cerebros vacíos. Siento miedo a veces, repito, de los que no se van
a ir. De los que, chancleta en mano, van por las calles gritando,
pretendiendo aplastar a quienes vivimos tranquilos. Los que ven a
nuestros hijos como bichitos peludos que un día serán bichotes
horrorosos, sin darse cuenta que son iguales a sus hijos. Los que
maldicen, los que atropellan, los dueños de la única verdad, los que
cobran los derechos de autor de las sagradas escrituras, los egoístas,
los prejuiciados, los que se creen mejores porque tienen ropa fina, los
que mandaron y ya no mandan, los que nos aterrorizaron por años a punta
de hambre y miseria, a punta de injusticias e ignorancia, los que
robaron nuestra autoestima colectiva, los que vendieron nuestro futuro,
nuestra esperanza, y de sus seguidores, los tontos útiles que pondrían
sus pescuezos para defender ideas que atentan contra ellos mismos.
Cuando siento ese friíto en la espalda que anuncia el terror, me
acuerdo de mi papá y pienso, pienso siempre, para eso tengo la
cabezota, y sin miedo les pido que no se atrevan porque si están
asustados ahora por una imposible tarántula, se van a cagar (y perdonen
la expresión) cuando se encuentren, frente a frente, con un pueblo
consciente de que si se dejan, el cocodrilo (o caimancito en este caso)
los muerde; y que va a pelear como aquella brasileña, armados con la
fuerza que les da la razón, no importa cuan afilados sean sus dientes.
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