Venezuela: La Guerra y la Paz

Nunca he pensado que la paz sea un estado absoluto de tranquilidad cercano al embeleso, una suerte de éxtasis permanente que nos permite ser siempre buenos o justos, correctos o infalibles. No, si tomamos en cuenta que los seres humanos tenemos en nuestro interior un elemento mínimo y nato de agresividad con el cual afrontamos la dureza implícita del existir, la implacable dificultad que implica la vida cotidiana y nos enfrenta a los avatares del mundo, tanto a las fuerzas naturales como a las fuerzas interhumanas donde va implícita la sobrevivencia; cuando ésta sobrevivencia se lleva al terreno de la competencia, salen a flote otros rasgos de lo humano: la posesividad, el egoísmo, la avaricia, la envidia, y con ellos la violencia. Cuando la violencia hace su aparición en el accionar humano, entonces desaparece la capacidad de comprensión y de perdón, de tolerancia y de piedad. En este sentido yo definiría a la paz como lo opuesto a la violencia. La paz sería ese sentimiento que permite la convivencia, aquello que nos posibilita aceptarnos como seres imperfectos, falibles, limitados, mortales. Si no aceptamos esto, tampoco vamos a tener la oportunidad de experimentar los pocos goces de la vida, las delicias ocultas de la cotidianidad, sino gracias a ella. La violencia, directa o solapada, encubierta o explícita, sería entonces la negación de la paz. A la violencia institucionalizada y activada a través de un ejército le llamamos guerra, y cada guerra necesita de armamentos costosos, de hombres contra hombres, de países contra países, de invasiones siempre injustificadas y violaciones sistemáticas de derechos humanos elementales: todo ello justificado por ese absurdo negocio de la guerra.

Venezuela ha sido, es y será un país de alegría, efusividad y generosidad humanas. Estas son cualidades que forman parte del temperamento de la mayoría de los venezolanos, esa nobleza y ese desprendimiento material de su gente. Como cualquier país, Venezuela ha pasado por momentos cruciales, guerras, guerrillas, batallas sociales y luchas populares, todo ello para alcanzar su independencia, su soberanía política, social y espiritual. Las luchas que hemos emprendido han sido sobre todo para defendernos de imperios poderosos y de invasiones bélicas foráneas, no para invadir o agredir a otros pueblos o naciones.

Nuestro Libertador Simón Bolívar previó esto con suma claridad, y durante sus luchas iniciales con sus hombres aguerridos, donde hizo lo posible por fundarnos como República, exhortó a una unión de los países suramericanos, para liberarnos así de yugos seculares de los imperios de Europa. Luchamos como pueblos a lo largo de décadas para conquistar nuestra libertad, y al fin lo conseguimos. Logramos con ello también conquistar una relativa paz, la cual como dijimos es condición esencial para la convivencia. Esa paz nos ha costado mucho esfuerzo, pues apenas la logramos en una primera instancia, nuevos regímenes militares volvieron por sus fueros, pues ya se habían incubado en ellos los intereses extranjeros, cuyos mandatarios siempre nos vieron como objetos manipulables de enriquecimiento, y no como sujetos protagónicos de su propia historia, lo cual nos ha costado un largo período de sometimientos y humillaciones, y la consecuente reacción a través de luchas cruentas para defendernos.

Apenas se inauguró el siglo XX, y a lo largo de todo ese siglo se fraguó un duro proceso de convivencia que nos ha tocado asumir no tanto con nuestros vecinos suramericanos, sino de pugna con los nuevos colonialismos del norte de América, con quienes hemos tenido una relación más mercantil y económica que cultural y espiritual. Lograr esa paz nos ha costado mucho trabajo, luchando para que éstos no se nos impusieran por la fuerza o con la anuencia de los caudillos de turno, de quienes nos tocó salir luego de un largo período de abusos y persecuciones a sus opositores.

Ahora, en pleno siglo XXI, los imperios de nuevo cuño vuelven por sus fueros con una virulencia inusual, casi desesperada en su intención devastadora, que ha conseguido mostrarse al resto del mundo de una manera patética. Pero en Venezuela siempre ha habido un movimiento contracultural, rebelde y humanista que ha luchado para zafarse de ese nefasto influjo tiránico y mercantilista.

La primera década del siglo XXI estuvo marcada por este elemento de lucha por emanciparse, a través de un nacionalismo inspirado en el pensamiento de Bolívar y conducido por el liderazgo comunitario de Hugo Chávez Frías, quien intentó (junto a él lo intentamos todos), logrando en gran medida asentar una conciencia histórica, y transfiriendo a la gente la fuerza suficiente para hacer de esa conciencia una herramienta indispensable para nuestro proceder colectivo. Después de su fallecimiento, tal conciencia siguió diseminándose hasta echar raíces en una enorme cantidad de personas, consignada por un récord de sufragios continuados y un total apego pacífico a la nueva Constitución. A comienzos de este año 2014, a partir del 12 de febrero –Día de la Juventud— un oscuro movimiento de fanáticos violentos, tramado desde el extranjero, surgió con el fin de tratar de derrocar al Presidente constitucional Nicolás Maduro con una violencia tal, que una enorme cantidad de venezolanos contemplamos con tristeza cómo destrozaban, quemaban, destruían, segaban vidas de personas, animales, árboles. De todo hicieron para arrebatarnos la paz tan arduamente conquistada. Vándalos y asesinos mercenarios, camuflados entre estudiantes, sembraron el terror en las calles de todo el país. Entonces nuestro gobierno, en vez de contestar con más violencia y odio, respondió convocando a una Conferencia de Paz, y declarando a Venezuela Territorio de Paz, pues finalmente eso es lo que todos los venezolanos de buena voluntad deseamos: ser sujetos del afecto, transmisores del cariño, protagonistas de una esperanza y de una fe inquebrantables en un porvenir digno y pacífico para nuestros hijos y nietos. En una palabra, los venezolanos deseamos con todas nuestras fuerzas sembrarnos en el amor comprensivo, en una justicia colectiva que tome en cuenta a nuestros hombres y mujeres trabajadores honestos, para que así los ciudadanos nos podamos reconocer en el otro, en nuestros semejantes, mediante una similar voluntad de justicia y sosiego.

Sé que vamos a lograrlo. Tengo fe en que vamos a tener un país así. Nosotros, escritores, poetas, humanistas, tenemos ese ideal como centro de nuestra acción, y es por ello que hemos respondido con firmeza a esta convocatoria por la paz. Tenemos la convicción inquebrantable de que la literatura es una forma noble del humanismo, es una verdad elevada de cuanto ocurre en la realidad y la imaginación humanas, y es parte fundamental de ese sueño que algún día veremos convertido en una realidad tangible.


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Gabriel Jiménez Emán

Poeta, novelista, compilador, ensayista, investigador, traductor, antologista

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