Como castigo divino por las acciones pecaminosas de los hombres y las mujeres que conformaban con holgada satisfacción de sí mismos los sectores y estamentos políticos, sociales y económicos llegó a producirse el estallido popular del 27 y 28 de febrero de 1989 en una amplia franja de la geografía nacional. El susto de las «élites» no dejaba de ser inmotivado. Quizá compartían recuerdos de lo sucedido el 23 de enero de 1958 cuando los sectores populares, haciendo caso del llamado de la Junta Patriótica, se lanzaron a la calle a respaldar el golpe de Estado contra su gobernante de facto, el general Marcos Evangelista Pérez Jiménez, y se atrevieron a insultar y a tratar de agredir al vicepresidente de Estados Unidos, Richard Nixon, durante su visita a Venezuela; manteniéndose activos durante cierto tiempo, ejerciendo un tipo desconocido de democracia directa que no supo calibrar, ni entonces ni ahora, la dirección del Partido Comunista. O, también, tuvieron presente el cambio de régimen producido en Cuba con el ascenso al poder del Comandante Fidel Alejandro Castro Ruz y su ejército guerrillero de barbudos de la Sierra Maestra. En todo caso, repetían los mismos miedos de sus antecesores del mantuanaje colonial al derrocarse al Capitán general Vicente Ignacio Antonio Ramón de Emparan y Orbe y, un año más tarde, al proclamarse formalmente la independencia de Venezuela; abriendo paso a una guerra social que acabó con el orden colonial, en la que descolló el caudillo José Tomás Boves. O tal vez no hubo nada de eso: sencillamente un miedo libre al percatarse que se podría perder todo ante la acción espontánea y descontrolada de quienes, hasta ese entonces, se conformaron con las migajas populistas que en algunas ocasiones se les lanzaron, como animales bajo la mesa de comer. En cierta manera, este estallido social recordaba la sentencia escrita en la pared por una mano misteriosa durante el festín de Baltasar, episodio narrado en el libro bíblico de Daniel; cuestión que rebasó lo meramente simbólico.
En la actualidad, son muchos los historiadores y analistas políticos, con un sesgo interesado de por medio, que intentan definir aquello como una reacción en cadena contra el neoliberalismo capitalista que comenzaba a hacerse presente en Venezuela y demás naciones del continente por medio de la intervención del Fondo Monetario Internacional y sus préstamos para nivelar y recuperar las economías en ruinas. Igual pasa cuando le atribuyen ser la causa desencadenante de las dos insurrecciones cívico-militares ocurridas en 1992. La explicación más sencilla podría ser, objetivamente, el desgaste y el estancamiento que cercaron a los políticos y empresarios del régimen instaurado al amparo del pacto de Punto Fijo tras un periodo histórico de más de treinta años, excediendo el límite determinado por la sociología para que una generación se mantenga vigente y desarrolle su potencialidad. En dicho periodo, a pesar de su empeño, las fuerzas insurgentes de la izquierda revolucionaria tuvieron que resignar su lucha armada y algunos de sus dirigentes fueron comparsas del certamen electoral de cada cinco años, otros se hicieron burócratas del régimen que antes combatían; lo cual convenció a los sectores dominantes de estar libres de toda amenaza comunista, no obstante el accionar de los grupos o movimientos de ultra izquierda que se desprendieron de la lucha guerrillera, activos en comunidades, centros educativos y empresas del país. Adicionalmente, se contaba con el respaldo imperialista de Estados Unidos, manejando a su antojo la explotación y la industria petroleras, sin dejar de lado el adoctrinamiento neocolonialista de las Fuerzas Armadas Nacionales. Con tales garantías, no era difícil suponer que su hegemonía se prolongaría indefinidamente, usufructuando el poder a todas sus anchas.
Mientras tanto, en el seno de la población cobraba vida y se acrecentaba un resentimiento en contra de la inmoralidad, la demagogia, el nepotismo, el aburguesamiento, el clientelismo político y la corrupción continuada de quienes ejercían los distintos niveles de gobierno y representaban a las cúpulas partidistas y empresariales, con alguna excepción de los medios de información y, paradójicamente, del clero y las Fuerzas Armadas Nacionales, dos de los pilares del puntofijismo desde 1958. El pueblo de a pie, como se dice, sólo veía cambios materiales en aquellos que, trepando sin ética alguna, alcanzaban posiciones por encima suyo, imponiéndole un sistema de adulancia, silencio, descaro y complicidad sobre el cual era nula la aplicación de las leyes existentes, a tal punto que los delitos comprobados de corrupción administrativa perpetrados por los gobiernos de Luis Antonio Herrera Campíns, Carlos Andrés Pérez Rodríguez y Jaime Ramón Lusinchi no tuvieron prácticamente ningún castigo. El pueblo contemplaba cómo los recursos del Estado servían para apuntalar las empresas improductivas, reconocer las deudas y sufragar el disfrute de placeres, dentro y fuera del país, de la clase privilegiada; entretanto los sectores populares, marginados y empobrecidos, eran víctimas del desempleo, de bajos salarios, de la escasez y la especulación de precios de productos de primera necesidad, de la falta de acceso garantizado a la educación, a la salud, a la justicia, a los servicios públicos básicos y a la vivienda; aparte de sufrir la persecución, la detención arbitraria y la tortura a manos de los cuerpos represivos del Estado.
Por eso, la sorpresa y el miedo de la clase dominante tenían su razón de ser. La violencia sistémica con que se habían esmerado todos los gobiernos adecos y copeyanos para contener los propios fenómenos que generaron sus decisiones y acciones cupulares ahora cobraba precio. La agresividad y los saqueos fueron el modo cómo se expresó ese resentimiento popular por tanto tiempo retenido, expresado en cada quinquenio en una abstención electoral en ascenso, pero no hubo -en ningún momento- una orientación revolucionaria que modificara aquella realidad nacional, dada la ceguera y la inmadurez política los factores de izquierda, sumidos en su realidad de autocomplacencia. No hubo un ataque programado a las urbanizaciones con grandes vallas donde se sentía segura la burguesía parasitaria y antinacional del contacto del pueblo, ni a los recintos gubernamentales. Para el gobierno, al igual que para la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP) y demás cuerpos policiales y militares, fue algo simple e inmediato atribuirle la responsabilidad de los sucesos de aquellos días de febrero a las militancias del Movimiento Político Ruptura, de la Liga Socialista y de Bandera Roja, que eran los blancos más frecuentes de sus medidas represivas; por lo que creyeron oportuno accionar una coacción a gran escala con la participación de las Fuerzas Armadas Nacionales, activando el Plan Ávila, con un enorme y aún no cuantificado saldo de muertos y heridos de gente desarmada e, incluso, ajena a los sucesos, en una clara violación de la Constitución y de los Derechos Humanos. Éso no fue suficiente. El pueblo haría sentir, unas tres veces más, antes de finalizar el siglo XX, su repudio a quienes lo marginaban, reprimían y explotaban: el cacerolazo del 8 de marzo en solidaridad con los militares insurgentes del 4 de febrero de 1992, la elección de Aristóbulo Istúriz como alcalde de Caracas en diciembre de ese mismo año y la elección de Hugo Chávez Frías como presidente constitucional de Venezuela en 1998. Un proceso histórico que todavía no ha concluido y merece mayores y profundas lecturas.