Ser a la vez Gobierno y Revolución

Cuando uno junta dos palabras de sentidos opuestos, como “fuego helado” u “oscuridad luminosa”, usa una figura retórica llamada “oxímoron”. Esas frases contradictorias son muy comunes en la poesía; pero también en política. Por ejemplo, desde hace tiempo se utiliza regularmente la frase “gobierno revolucionario” en la diatriba política y propagandística, sin advertir que se trata también de un oxímoron.

En el lenguaje poético, los oximorones producen un efecto gratificante; en política, producen algunas incomodidades. Es el caso de un compañero que se consideraba a sí mismo como un “subversivo”, un poco en homenaje de las actitudes de la izquierda de los 70; pero al mismo tiempo defendía al gobierno porque era chavista, y no veía en ello ninguna contradicción, aunque se sintiera un poco raro de que lo señalaran como “defensor del gobierno”. Y ni siquiera se trataba de alguien que, como dice el dicho popular, le diera “un tirito al gobierno y otro a la revolución”. Él estaba plenamente de acuerdo con el “gobierno revolucionario”.

Ser, a la vez, gobierno y revolución es un incómodo oxímoron. Es por esto que hay algunos chavistas que se molestan si el gobierno actúa como cualquier otro gobierno, y exija que sea revolucionario en toda ocasión y motivo. Me explico: un gobierno, todo gobierno, busca, en primer lugar, eso que los politólogos llaman “gobernabilidad”, que es la suma de cierta eficacia y eficiencia mínima en la ejecución de sus decisiones y la aplicación de las leyes, por una parte, y por la otra un mínimo de legitimidad y apoyo de la población a la cual se debe como tal gobierno.

Pudiéramos decir que Chávez fue el jefe de una revolución, pero también fue el jefe de un gobierno. Esta conjugación de roles a veces no sale bien. La ventaja de Chávez fue su inmenso carisma que garantizaba el respaldo popular, casi que independientemente de lo que hiciera como gobernante. Su verbo, sus actitudes, su capacidad de ganarse la confianza de amplias masas, eran fuente específica de legitimación, que reforzaban, por supuesto, sus decisiones, algunas muy acertadas, otras equivocadas, aunque en el balance final fueran más las primeras.

En el caso de Nicolás Maduro, le tocó la difícil situación de ser el jefe de un gobierno justo en el inicio de una crisis. Ya hemos dicho en qué consiste esta crisis: por un lado, y principalmente, el colapso de un modelo económico que viene desde principios del siglo XX: el capitalismo rentista; por el otro lado, un cambio importante en la correlación de fuerzas políticas, signado por un avance de las fuerzas de oposición que, aun cuando no le dé para obtener una victoria electoral clara sobre el chavismo y ni siquiera para mantener una agitación contundente en las calles, sí anuncia un desplazamiento de las simpatías políticas y un “voto castigo” por las ineficiencias del gobierno, la inflación, la criminalidad y la impresión generalizada de que la cosa se le fue de las manos al gobierno.

De modo que al compañero Maduro le tocó una muy difícil situación: la desaparición de esa inmensa fuente de respaldo político que era el carisma de Chávez, los grandes errores de gobierno, la corrupción generalizada, la incapacidad e incompetencia de la inmensa mayoría de los funcionarios claves; pero además, la crisis económica, con aspecto de colapso, del capitalismo rentista, cuya explosión muestra que en realidad no se ha dado un paso significativo hacia un modelo económico diferente que fuera al menos productivo, económicamente rentable, ecológicamente sostenible y socialmente responsable.

Este año tenía que ser un año para ser gobierno. Esto significa, en primer lugar, lograr la estabilidad política frente a una oposición siempre sospechosa de conspiración, de crear conflictos o aprovechar la crisis para la subversión. En este contexto, gobernar bien es “revolucionario”, tal vez no en el sentido de cambio radical de las relaciones sociales; pero sí en el de afrontar, con eficiencia y oportunidad, los inmensos desajustes y problemas que dificultan la vida normal, diaria, de los ciudadanos. Había que dar respuesta urgente, y se han venido dando.

Las medidas y las políticas adoptadas son sólo de emergencia. Habría que esperar muchas más decisiones, estrategias, políticas, para vislumbrar que efectivamente se encaminan a, por lo menos, hacer más productiva la economía venezolana. Incluso, la transformación de las relaciones sociales depende de otras condiciones más propicias desde el punto de vista subjetivo. Por supuesto, estas decisiones de ahorita no tienen el brillo ni la emoción que implican los grandes momentos revolucionarios, las entradas triunfales a la capital o los discursos que parten en dos la historia. Son decisiones que deben ser respaldadas por los saberes técnicos, disciplinarios, de ciertos profesionales (economistas, sociólogos, psicólogos, pedagogos, etc.); no por agitadores de masas, discurseadores que creen que es fácil cualquiera proceso de transformación profunda porque la receta ya está en los clásicos o la dijo un gran líder esclarecido y amado.

Sí, es un oxímoron eso de “gobierno revolucionario”. Asumirlo es un reto que no admite ninguna salida fácil.


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Jesús Puerta


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