En todas las sociedades avanzadas se multiplican las leyes, los reglamentos, las directivas, los tratados y las declaraciones solemnes. Ese despliegue aparatoso parece indicar una humanidad empeñada en organizarse con justicia y racionalidad. Sin embargo, la realidad desmiente esa apariencia: cuanto más abundan las normas, más se pone en evidencia su ineficacia. Y no por defecto de la letra o del procedimiento, sino por una falta esencial de voluntad en su cumplimiento.
España constituye, quizá, el ejemplo más paradigmático. Es un país donde la legislación prolifera como una selva; cada gobierno, lejos de consolidar las leyes existentes, o las deroga o las vacía de presupuesto, como fue el caso de la Memoria Histórica, o no las aplica e inicia un nuevo marco normativo a su vez pronto sustituido por el siguiente. Así sucede que la inflación legislativa, en lugar de claridad genera confusión y arbitrariedad. La OCU y otros organismos creados para salvaguardar al ciudadano terminan siendo poco más que aparatos ornamentales, incapaces de frenar prácticas abusivas o de contribuir a garantizar la equidad.
A esa fragilidad institucional se suma un problema más profundo: la interpretación de las leyes está a menudo condicionada por un par de ideologías: la franquista y la neoliberal, pero también, por la visceralidad y un notorio abandono de la epiqueia, ese principio clásico que supone juzgar con equidad. No son pocas las veces que los tribunales, sobre todo los más altos, se pronuncian dócilmente a favor de los intereses políticos y económicos, y en cambio muestran una preocupante rigidez hacia quienes carecen de poder o influencia. La justicia se convierte así en un escenario más de la disputa entre facciones o, peor aún, en el último bastión de la confrontación ideológica que nunca se da por terminada.
En el contexto internacional, la proliferación de organismos —ONU, consejos, tratados, agencias, cumbres— parece garantizar un cierto orden moral global en Occidente. Sus declaraciones y sus resoluciones parecen monstrar una voluntad de cooperación universal. Sin embargo, esa voluntad se disuelve ante la fuerza bruta de los intereses geoestratégicos. Una sola potencia militar con un grupo de naciones armadas hasta los dientes puede, con pretextos, mentiras y engaños hábilmente construidos, torcer el rumbo de la Historia agraviando más y más a la comunidad internacional que carece de otros instrumentos de contestación.
En este contraste entre la solemnidad de las formas y la vacuidad de los hechos reside la tragedia contemporánea: nunca hubo tantos mecanismos para asegurar la justicia y la paz, y nunca fueron tan irrelevantes frente al poder real. El derecho, nacional o internacional, es un decorado; un lenguaje de buena voluntad que no se cumple, transformándose en salmodia.
Y, sin embargo, no por ello deja de ser necesario. La existencia de normas imperfectas no exonera a la humanidad de la obligación de seguir aspirando a algo mejor. Pero quizá haya llegado el momento de reconocer que la verdadera mejora no depende de ampliar el repertorio de leyes ni de inventar nuevas instituciones, sino de recuperar ese atributo moral que las palabras, por sí solas, no pueden sustituir: la rectitud de conciencia, tanto de quienes gobiernan como de quienes juzgan.
Solo entonces, la formidable maquinaria legislativa y diplomática dejará de ser un espectáculo de vaciedades para convertirse, al fin, en un instrumento al servicio de la justicia real.