La cara nada oculta de Enrique Aristeguieta Gramcko…

En esta nota voy a relatar aspectos poco conocidos de uno de los más añejos opositores al gobierno chavista, el señor don Enrique Aristeguieta Gramcko. Don Enrique desde muy jovencito se declaró ferviente defensor de los valores de la burguesía. Se interesó por la política de partidos de derecha y siendo aún un imberbe se embanderó con lo más cercano a los requetés que había en Caracas, con el Partido Socialcristiano COPEI.

Nació pues, siendo una especie adeco verde, adeco bien enguanabado, adeco de misa y olla fina, de cursillos de cristiandad dosificadas con ciertas veleidades seudo-masónicas. Todo esto lo aproximaba mucho a los fervientes seguidos de José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos y de la camada franquista que por entonces se identificaba con los obispos que se amarraban la sotana por la cintura y acabaron yéndose a las batallas en la guerra civil española. Porque el fascismo ramiriano y joseantoniano tuvo cabida en Venezuela durante el mandato de Isaías Medina Angarita, y fue en COPEI donde se atrincheraron los más feroces reaccionarios de la ultra-derecha, quienes desataron un odio bilioso contra los adecos de entonces y los comunistas. Más aún, la palabra ADECO (AD-CO-MUNISTA) fue acuñada por esos ultramontanos al estilo de don Enriquito, para significar que los militantes de Acción Democrática eran sencillamente comunistas encaletados.

Pues bien, el señorito Enrique Aristeguieta Gramcko atacó acerbamente, con odio retinto y criminal al gobierno de Rómulo Gallegos. El pobre Gallegos apenas gobernó nueve meses, y durante ese tiempo estuvo el requeté de Enriquito marchando al lado de la oligarquía, desde su colegio La Salle, para exigir la renuncia del "comunista", del genial creador de la obra "Doña Bárbara", Presidente de la República.

Aquellas rebeliones de muchachos enfurecidamente opositoras al régimen en nada se diferenciaban de las guarimbas sangrientas que aquí se escenificaron desde de marzo de 2017 hasta junio de 2017 en el Este de Caracas. En su fuero interno, puedo asegurar que don Enrique está y ha estado plenamente identificado con la causa de Primero Justicia y Voluntad Popular quienes auparon la quema de casi veintidós negros en esas macabras acciones que llenaron de horror a Venezuela. ¿Llegó a decir algo don Enrique sobre estas monstruosidades? Nada.

Silencio absoluto

De entrada les indico que el ultra-derechista Carlos Capriles Ayala, en su libro "Pérez Jiménez y su tiempo" (Consorcio de Ediciones Capriles C.A., Ediciones Bexeller, 1985, Caracas (Venezuela), página 48), refiere, que Enrique Aristiguieta Gramcko, en 1948, siendo entonces un jovencito de apenas 15 años, le refirió el inmenso placer que sintió con el derrocamiento de Rómulo Gallegos. Es decir, que este señor Enrique Aristeguieta Gramcko ya era para entonces un compulsivo conspirador de derechas, que comenzaba a identificarse con furor desalmado por las dictaduras militares, que asolaban América Latina.

Textualmente, dice Carlos Capriles Ayala: "Entre mis recuerdos personales de esa época está haber presenciado escenas callejeras de regocijo de encopetadas damas de la sociedad caraqueña manifestando su alegría con frases tales como por fin se acabó la alpargatocracia… Enrique Aristiguieta Gramcko, ex viceministro de Relaciones Interiores, entonces un joven de unos 15 años, me refirió su entusiasmo compartido con otros muchos jóvenes de su edad, cuando trascendió que habían tumbado a Rómulo Gallegos".

Imagínense pues, a este eminente viceministro de Relaciones Interiores del gobierno de Luis Herrera Campins, en la época de la masacre de Cantaura, que de ahí le viene su íntima relación con la otra ultra copeyana Nitu Pérez Osuna hija de aquel otro ultramontano de José Antonio Pérez Díaz (ex presidente del Congreso de la República).

No es pues, para nada, ningún equilibrado demócrata, este señor que ha venido suspirando, desde que Chávez tomó el poder, porque los gringos nos pongan en un potro de tortura como hicieron con Guatemala durante el mandato de Jacobo Árbenz, con la Cuba de Fidel, con Chile durante el gobierno de Allende, o con Daniel Ortega durante su primer mandato en Nicaragua. Y su odio al pueblo no puede sino ser clase aparte, que le viene por sus apellidos, de esa misma banda oligárquica muy bien enraizada con la tiranía de Juan Vicente Gómez y que desde tiempos inmemoriales de la guerra de la Federación tuvo su parte en el destrozo de los campos, de nuestra economía y que con el dictador Juan Vicente Gómez nos unió hasta 1998, al maldito carro del imperio norteamericano.

Por lo que podemos entender perfectamente porqué su sangre azul, atada a esas mesnadas de los que asesinaron a Zamora, cuando apenas tenía quince años ya se identificaba tan maravillosamente con la estirpe de los godos que encarnaba el jesuita doctor Rafael Caldera. Nunca maduraría don Enriquito en la dirección que uno espera de cualquier muchacho que se imbuye en las ideas filosóficas de la política, pues apenas siendo un adolescente ya se encontró incapacitado para ser joven. Tan dañado, que andaba a los quince marchando como los proto-guarimberos de Altamira, pidiendo la muerte de Rómulo Gallegos; ya en 1948, Enrique Aristiguieta Gramcko no pensaba sino que nosotros debíamos escoger ser una estrella más en el gonfalón de los gringos.

Eso de decir "mientras no haya sangre no va a pasar nada", resulta indudable una monstruosa expresión que pide muerte, desolación y guerra sangrienta entre los venezolanos. Una expresión que en lugar de ser rechazada por cualquier venezolano no obstante es enaltecida como un gran gesto liberador, como lo han hecho en la oposición causándole a los enfermos mayameros seguidores de Rex Tillerson, de Rajoy y a Almagro, al cartel de Lima, al narco Uribe Vélez,... No se diga, a Nitu Pérez Osuna.

Pues bien, Enrique Aristiguieta Gramcko fue miembro de las "Juventudes Revolucionarias Copeyanas" y llevaba en el pecho, ya para 1948, al igual que Rafael Caldera, imágenes de la Virgen de los Siete Puñales y del generalísimo Francisco Franco, como elementos sagrados y regeneradores de la humanidad.

El concepto que ha entendido toda la vida don Enrique Aristiguieta Gramcko es que el pueblo debe renunciar a la libertad política, un concepto que manejaba con harta liberalidad en todas las discusiones desde su tiempo de estudiante en el colegio La Salle, en Caracas. Su primera experiencia fue unirse a la falange de los miembros requetés del partido COPEI, que en principios se enfrentaban bestialmente, como dijimos contra las fuerzas de Acción Democrática. Era una aversión que enervaba a su familia desde que en 1946, la Iglesia decidió hacerle la guerra al gobierno de Rómulo Betancourt, por lo de la promulgación del Decreto 321. Este era un Decreto que trataba de una normativa que se venía aplicando en todos los Estados modernos e incluso en países con gobiernos liberales con mucho más rigor de lo que pretendía hacer el de los adecos. La intención era imponer un cierto control sobre la educación privada por medio de una reforma del sistema para evaluar exámenes. Así, mientras en la educación primaria se establecía que en los colegios públicos se considerara el 60% del trabajo y rendimiento anual de los estudiantes y un 40% se tomaba del examen final, para los colegios privados se exigía ahora, con el Decreto 321, se asignaba un 20% para el rendimiento anual y un 80% al examen final con un jurado que sería designado por el Ministerio de Educación.

Esto indignó sobre manera a los oligarcas que tenían a sus hijitos queridos y mimados en colegios privados. Las hordas de La Salle salieron a pegar el grito en el cielo, y allí estaba de primerito el imberbe don Enrique Aristiguieta Gramcko.

En muy poco tiempo la Iglesia iba a lograr que el referido Decreto se considerara como algo tenebroso, demoníaco y depravante de los muchachos decentes. Los clérigos sacaron a marchar por las calles con sus uniformes a niños y adolescentes (que nada sabían del Decreto, ni lo entendían); eran todos hijos de familias acomodadas, «educados», de modales y gustos refinados y que se expresaban bien. Sesudos memorandos, informes y panfletos, eran llevados hasta Miraflores en plan francamente desafiante. La Junta Revolucionaria prácticamente se concentró a atender todas estas peticiones. La derecha convirtió a este Decreto en la maldición más grande que le caía al país.

Extenuantes reuniones, copiosas citas sobre el tema de la educación desde los griegos, se sacaron a relucir hasta las sentencias de los sabios más eminentes del enciclopedismo, de los Concilios Ecuménicos, Decretos Conciliares, alocuciones papales, la Declaración Gravissimum educationis momentum, del sentido del mandato evangélico: «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt. 28, 18-20), al tiempo que se amenazaba con horribles excomuniones. Realmente que estas histéricas griterías comenzaron a hacer recular al gobierno. Lo que hizo finalmente, que el gobierno se retractó y se expidió un nuevo Decreto, el 344, que suspendía la aplicación del anterior.

Pero ya el gobierno había quedado marcado como un antro inspirado en crímenes comunistas, en demonios y los mismos espíritus malvados que habían crucificado a nuestro Señor.

Don Enrique Aristiguieta Gramcko cuando supo que el gobierno estaba retrocediendo, en su incipiente y pérfida estupidez gritaba en La Salle que ya que había "rectificado" que era ahora necesario que se fuera de bruces.

Cuando a la derecha se le cede un milímetro cuadrado de especio de inmediato da el zarpazo para cogérselo todo. De ahí en adelante Rómulo Betancourt comenzó a andar con el rabo entre las piernas y buscando el método para ver de qué manera podía entenderse con la oligarquía al tiempo que engañaba a toda su militancia adeca diciéndole que todavía luchaban desde la ideología de izquierda.

Se realizaron multitudinarias manifestaciones que voceaban: «Ni un paso atrás», «Abajo el comunismo». La Iglesia pronto comenzó a tocar puntos sensibles de las Fuerzas Armadas, cuyos altos oficiales tenían a sus hijos estudiando en colegios católicos.

Aquel recule de la Junta fue sumamente grave, porque la obligó no sólo a suspender el 321, sino que además solicitó la renuncia del ministro de Educación, el doctor Humberto García Arocha.

Betancourt llegó a temblar tanto por las presiones que comenzaban a llegar del Norte, que llegará a decir: «Ese decreto fue producto de una maquinación desleal de un grupo enquistado en el Ministerio de Educación Nacional (MEN)».

Ese año don Enrique Aristiguieta Gramcko se negó a presentar los exámenes finales. La derecha estaba recurriendo a una típica manera de hacer terrorismo. Desafiando al estado y demostrando que podían hacer con las leyes lo que le daba la gana los grupos de la derecha con el mayor desparpajo le dijeron a sus hijos que no fueran a presentar los exámenes finales.

Poco después se encargó de este ministerio el doctor Luis Beltrán Prieto Figueroa, quien intentó nuevamente poner en práctica el 321.

Con aquel hereje de los mil demonios en el MEN, declaradamente ateo, los obispos comenzaron a sacar sus arsenales de odio más biliosos y recalcitrantes. A finales de agosto de 1947, realizaron una Conferencia que produjo varios enérgicos memorandos, exigiéndole a Betancourt que aclarara una vez por todas si quería o no guerra.

Betancourt no encontraba qué hacer para mantenerse del alfo de la oligarquía y aparentar que el golpe dado a Medina Angarita era una revolución de izquierda. Optó por hacerse el loco, pero las terribles filípicas de los obispos amenazaban con desatar una guerra civil pero que la que se había vivido en España. No hay que olvidar que la iglesia es experta en promover guerras civiles y es una de las cosas que más le apasiona.

Fue cuando la revista SIC sacó sus primero tanques de guerra diciendo: "…el gobierno fría y estoicamente contempla las reclamaciones… las 40.000 firmas de venezolanos dadas en tres días, los numerosos memorándums,… el éxodo de centenares de estudiantes… la pérdida del curso de alumnos… ni los méritos contraídos por sacrificados educadores, la voz autorizada de los padres de familia… el clamor unánime del Episcopado… con el cual ni siquiera se ha tenido la elemental cortesía de darle una contestación [...] ¿Qué pensar de este desprecio de los Poderes Públicos a la más alta representación oficial de la Iglesia? (364 SIC, Año 9, Tomo IX, Nº 83, marzo de 1946, p. 114.).

En febrero de 1947, SIC volvió a arremeter contra el gobierno y publicó: «¿En qué se diferencia este totalitarismo del Estado en la enseñanza del practicado por Mussolini, Hitler y Stalin?»

De algo se iba a empapar muy bien Enrique Aristiguieta Gramcko desde muchacho, y que lo llevaría entre pecho y espaldas toda su vida, y es que hay una cosa que en toda la historia se ha visto de manera brutal y estremecedora: la Iglesia nunca retrocede, que en esto se parece mucho al imperialismo euro-gringo. La Iglesia, pese a los modos disuasorios que trataba de emplear el gobierno para aminorar la tensión, recrudecía más bien con saña su beligerancia, solicitando la inmediata eliminación del Decreto 321. Su encarnizado enfrentamiento con el gobierno, al fin consiguió que éste se resquebrajara; y las consecuencias de su furia desatada, también arrastraría hacia el desastre al gobierno de Rómulo Gallegos. La Iglesia no iba a frenar sus ataques viendo los excelentes dividendos que le estaba reportando, con un Betancourt ya acobardado y habiendo creado una crisis en el Gabinete, soliviantado a las Fuerzas Armadas y generando todo un ambiente de grave inestabilidad social.

Algunas de las patrañas que la Iglesia hizo correr por los medios de comunicación y sobre todo desde los púlpitos, se referían a que se iba acabar con la religión cristiana, que esto perturbó a Enrique Aristiguieta Gramcko; se congestionaba escuchando que se iban a eliminar los templos, que en escuelas y hasta de las casas se prohibiría la exposición de imágenes de Cristo y de la Virgen María; que no se iba a poder rezar más, que el nuevo dios de Venezuela sería Satanás. Imagínese el lector cómo calarían estas invectivas en aquel Enriquito Aristiguieta Gramcko y en general en aquella Venezuela casi colonial, hundida en un analfabetismo brutal y severa debilidad moral, en una región sometida por más de 450 años a servidumbres y miserias de toda clase.

Los oficiales que querían salir de Gallegos encontraron pues la mesa servida con el terror impuesto por la Iglesia; se habían creado las condiciones ideales para hacer otras contundentes peticiones al gobierno, que de hecho constituían un formal golpe de Estado: 1) Que Betancourt debía salir del país; 2) Que las milicias fuesen desarmadas; 3) Que en definitiva del gabinete fueran expulsados todos los adecos.

Es increíble cómo Betancourt por cobarde dilapidó todo el apoyo popular con el que llegó a contar el gobierno del maestro Gallegos. Estados Unidos comenzó a pedir explicaciones a Gallegos de los cambios que se estaban haciendo y que molestaban a la burguesía. Betancourt no encontraba que decir y la estructura del gobierno comenzó a venirse a pique. La base de apoyo popular comenzó a disolverse y fue dócilmente influida por esas élites dominantes a la hora del derrocamiento. Los disgustados ya no fueron solamente los estamentos militar y el empresarial… habían despertado la suspicacia de otros sectores nacionales influyentes, tales como el clero, los jóvenes educados en colegios privados y muchas amas de casa celosas de la defensa del núcleo familiar, al que veían amenazado por las ideas laicizantes manifestadas por muchos personeros del régimen.

No había sido sólo el Decreto 321 que "arbitrariamente" situaba a los colegios privados en situación desventajosa con respecto a los públicos, con algunas acciones tales como el "horror" de hacer retirar las imágenes religiosas de las escuelas del Estado o el proyecto para eliminar la mención de Dios de la nueva Constitución.

Las encopetadas de la damas con los guarimberos de entonces salían todos los días a protestar y entre esos grupos estaba Enriquito Aristiguieta Gramcko. Aquellas damas gritaban: ¡Fuera los negros!, "Fuera los comunistas", "¡Fuera los demonios del gobierno!", "¡Abajo la alpargatocracia!"…

Finalmente, el 24 de noviembre se produjo el primer grito de gloria de Enrique Aristiguieta Gramcko: se produce el cuartelazo que expulsa a Gallegos de la presidencia, acontecimiento que celebra aturdidamente sus padres y toda la clase alta. La euforia mayúscula, claro, provino de los colegios privados y de la propia Iglesia, habituada a trabajar con regímenes dictatoriales, que para nada tuviesen que contar con el concurso del pueblo. Con cuánta alegría leyó Enrique Aristiguieta Gramcko lo que los jesuitas publicaron en la revista SIC (Nº 110, diciembre, 1948): "La intervención divina se hace evidente en su contenido: Y Dios nos salvó. ¡Qué grande es Dios! [...] Fueron tres largos años de postrada gravedad. Pero la fe no había desfallecido. Y en línea paralela con la actividad tesonera, prudente y mesurada de quienes por misión y por deber tenían que hacerle frente al caos que nos devoraba: había otra actividad más callada y oculta pero de un valor positivo insoslayable: era la actividad de quienes sufrían, se sacrificaban y oraban incesantemente, y esperaban firmes en su fe, que el Dios de nuestros padres metería su mano y nos salvaría".

En todo este extraño y escabroso drama se desarrolló en las altas esferas del poder un combate por ganarse el aprecio y la atención del Departamento de Estado (que en definitiva tenía la última palabra sobre quién debía estar al mando del gobierno). El nuevo embajador encargado de Estados Unidos (desde el 11 de junio de 1947), Walter J. Donnelly, también mantenía largas y sustantivas reuniones con Betancourt y Gallegos. Había visitado a los dirigentes empresariales, a los cuarteles y a los campos petroleros, todo para definir una estrategia conjunta con su gobierno con el fin de contener la influencia comunista en la población, sobre todo en los sindicatos. Estaba claro Donnelly que Betancourt le era fiel y seguro en esta lucha, pero dentro de su partido había focos peligrosos con capacidad para tornarse incontrolables por los fundamentos ideológicos del propio programa de AD, y que el Departamento de Estado tales inconsistencias no las podía tolerar.

El ataque que los colegios católicos ejercieron en contra de Gallegos fue tan cruento, persistente y violento, que dejaría de tal manera traumatizado a Rómulo Betancourt para que nunca más intentara, ni del modo más delicado, meterse con la Iglesia. Cuando en 1967 se debata en AD quién podrá ser el candidato presidencial, Betancourt se aterrará ante la posibilidad que lo sea Prieto Figueroa, por su conocida posición anticlerical, y por haber sido el artífice de una Ley de Instrucción Pública que pregonaba el Estado Docente. Betancourt en 1967, estaba convencido que si Prieto resultaba electo, la guerra de los colegios católicos acabaría con el país, pudiéndose incluso entrar en un estado de guerra civil como ocurrió en España, cuando en 1933, la república española presionó por una ley de congregaciones que completara algunas cláusulas constitucionales prohibiendo a las órdenes religiosas dedicarse al comercio, la industria y la enseñanza.

Esta presión fue realmente parte del inicio de la hecatombe, porque enfureció a la Iglesia, que prefirió inundar de sangre a España antes que perder sus privilegios y su poder.

  • (Con extractos de mi obra "El Procónsul").
  • @jsantroz


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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