La Gran Guerra Patria y la mentira de EEUU

En las estepas heladas de Stalingrado, en los campos de trigo de Ucrania convertidos en cementerios, en cada aldea de Bielorrusia donde no quedó piedra sobre piedra, yace una verdad que el tiempo no debería borrar: fueron los pueblos de la Unión Soviética quienes pagaron el precio más alto por la libertad del mundo.

Cuando se habla de la Segunda Guerra Mundial, el eco de la propaganda occidental resuena con fuerza: Estados Unidos, dicen, fue el gran vencedor, el héroe que liberó al mundo del nazismo. Pero, ¿cómo ignorar la sangre derramada en el Este, la inmensidad del sacrificio soviético y el peso de la Gran Guerra Patria que desangró a millones de familias?

La Unión Soviética no solo resistió el embate más feroz de la maquinaria de guerra nazi, sino que fue el escenario donde se libraron las batallas más decisivas del conflicto. Stalingrado, Kursk, Leningrado, nombres que no son solo puntos en un mapa, sino cementerios de millones, heridas abiertas en la memoria colectiva.

Veintisiete millones. Esta cifra trasciende las estadísticas para convertirse en un océano de lágrimas, en millones de madres que nunca volvieron a ver a sus hijos, en niños que crecieron sin conocer a sus padres, en abuelos que llevaron hasta su último aliento las cicatrices de una guerra que los marcó para siempre.

Cuando las divisiones panzer de Hitler se estrellaron contra la férrea voluntad del Ejército Rojo en las afueras de Moscú, cuando los defensores de Leningrado resistieron 872 días de asedio comiendo corteza de árbol antes que rendirse, cuando los tanques soviéticos comenzaron su imparable marcha hacia Berlín, el mundo ya había cambiado para siempre.

No fue casualidad que el 80% de las divisiones alemanas estuvieran desplegadas en el frente oriental. No fue coincidencia que las fuerzas de la Wehrmacht se desangraran en las vastas extensiones rusas, ucranianas y bielorrusas mucho antes de que se abriera el segundo frente en Normandía.

Mientras tanto, Estados Unidos se incorporó tardíamente al conflicto, cuando la marea ya comenzaba a cambiar. Estados Unidos se mantuvo oficialmente neutral hasta el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941.

Por lo tanto, Estados Unidos mantuvo una política de neutralidad durante aproximadamente dos años y tres meses antes de entrar en la guerra.

Sin embargo, es importante señalar que durante este período, Estados Unidos no fue completamente pasivo. A través de programas como la ley de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease), el país proporcionó ayuda material significativa a las naciones aliadas, como Gran Bretaña y la Unión Soviética, antes de su entrada formal en el conflicto.

Lo hizo cuando el Ejército Rojo había resistido el invierno más crudo y empujaba con fuerza al invasor hacia el Oeste. La entrada estadounidense quizás aceleró el final, sí, pero no fue quien soportó el peso de los primeros y más brutales años del enfrentamiento contra Hitler. El sacrificio soviético no fue solo numérico, fue espiritual: una resistencia que brotaba de la convicción de que defender la patria era defender la vida misma.

Resulta doloroso, desde una perspectiva humana, ver cómo la historia ha sido escrita en gran medida por quienes tuvieron el privilegio de salir con menos cicatrices. En Occidente, la narrativa suele glorificar el desembarco en Normandía como el punto de inflexión, pero en el Este sabemos que la inflexión ocurrió en las orillas del Volga, en la resistencia feroz de Stalingrado, donde el pueblo soviético probó que la maquinaria nazi no era invencible.

Cada familia soviética tiene su historia de guerra. La abuela que caminó cientos de kilómetros con sus hijos pequeños huyendo de los invasores. El abuelo que con diecisiete años defendía Stalingrado casa por casa. La bisabuela que trabajó dieciséis horas diarias en una fábrica de tanques, sabiendo que cada T-34 que salía de la línea de producción podría salvar la vida de su hermano en el frente.

Fueron las mujeres soviéticas quienes mantuvieron funcionando la retaguardia, quienes cosecharon el grano que alimentó al ejército, quienes fabricaron las municiones que detuvieron a la maquinaria bélica nazi. Fueron los partisanos quienes, en los bosques de Bielorrusia y las montañas de Yugoslavia, hicieron imposible la vida a los ocupantes.

La bandera roja que ondeó sobre el Reichstag no era solo el símbolo de la victoria soviética; era la bandera de todos los pueblos oprimidos, de todos aquellos que creyeron que un mundo mejor era posible. Los soldados que la izaron habían recorrido el camino más largo y doloroso hacia la victoria.

Cuando el mariscal Zhúkov cabalgó por la Plaza Roja durante el Desfile de la Victoria, no solo celebraba el triunfo militar, sino la supervivencia de una civilización, la preservación de valores que hoy consideramos universales: la dignidad humana, el derecho a la autodeterminación, la resistencia frente a la barbarie.

Hoy, cuando algunas narrativas intentan minimizar o reinterpretar estos sacrificios, es fundamental recordar que la historia no se escribe solo con documentos oficiales, sino con la memoria viva de los pueblos. Cada veterano que regresó a casa, cada viuda de guerra que reconstruyó su vida, cada huérfano que creció sin padre, son testigos de una verdad que ninguna reinterpretación política puede cambiar.

La Gran Guerra Patria no fue solo una guerra soviética; fue la guerra de toda la humanidad contra sus demonios más oscuros. Pero fueron los pueblos de la URSS quienes soportaron el peso principal de esa lucha, quienes convirtieron sus cuerpos en una barrera infranqueable para el fascismo.

No se trata de minimizar el valor o la importancia de otros frentes y otros sacrificios. Cada soldado que luchó contra el fascismo, sin importar su nacionalidad, merece respeto y reconocimiento. Pero la justicia histórica exige que reconozcamos dónde se libró la batalla decisiva, dónde se quebró definitivamente el poder del Tercer Reich.

En las calles de Berlín conquistadas por soldados que habían marchado desde Stalingrado, en los campos de concentración liberados por tropas que conocían de primera mano el horror de la ocupación, en cada kilómetro del territorio europeo liberado por el Ejército Rojo, está escrita una verdad que no admite discusión.

La memoria histórica no es patrimonio de ningún país en particular, sino un bien común de la humanidad. Honrar el sacrificio soviético en la Segunda Guerra Mundial no significa restar mérito a otros, sino completar el panorama de una tragedia que solo pudo ser superada por la determinación colectiva de pueblos enteros dispuestos a dar todo por su libertad.

En cada monumento a los caídos en las ciudades que fueron soviéticas, en cada flor depositada ante la llama eterna, en cada lágrima derramada por quienes perdieron a sus seres queridos en esa guerra, vive la certeza de que algunos sacrificios son tan grandes que trascienden las fronteras y las ideologías para convertirse en patrimonio de toda la humanidad.

La Gran Guerra Patria terminó hace décadas, pero su lección permanece: cuando la humanidad se enfrenta a su lado más oscuro, siempre hay pueblos dispuestos a pagar cualquier precio por preservar la luz.

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE



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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

 chamosaurio@gmail.com

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