El Libertador vs. Leocadio Guzmán

Cito a Don Francisco Herrera Luque, nos cuenta:

El Libertador clavó su mirada profunda en aquel joven circunspecto y agudo y de una cómoda simpatía, que inspiraba confianza. ¿Quién podría pensar que fuese hijo de la Tiñosa, aquella catirruana que vendía arepitas en el mercado, y de aquel sargentón cínico de Antonio Guzmán, el más eficaz auxiliar del traidor Vinoni para insurreccionar la guarnición de Puerto Cabello contra la República y armar los presos, entre los cuales se encontraba el mismo Guzmán.

Antonio Leocadio, el padre de Antonio de Guzmán Blanco, gran agitador, con fama de abyecto por su mutabilidad descarada de pasar de la oposición al gobierno, tuvo esa mañana una trifulca con su mujer por negarse a acompañarlo en su visita dominical al presidente.

—Yo soy una Blanco y Xerez de Aristeguieta –argüía doña Carlota, con violencia extraña en su carácter–, y no me voy a arrodillar ante ese sinvergüenza que traiciono a tío Simón, y mucho menos ante esa mujerzuela con quién vive. Si la gente que se llama decente no tiene dignidad, yo sí la tengo…

—Mucho que tuvieron tus tías… –le repuso, airado, el tribuno, a lo que le contestó la matrona:

—Ellas podrán haber sido lo que tú quieras; pero no soy hija de un sargento asesino y menos de la Tiñosa…

Un rubor amoratado encendió el rostro de Antonio Leocadio, fundador del partido Liberal y caudillo civil de los "oprimidos". El que su propia esposa le echase en cara que su madre había sido una humilde mujer, ensombrecida en su aspecto por una tiña tonsurante, le hizo perder su precario equilibrio. Echando mano al látigo de tres colas, de azotar esclavos, avanzó amenazante hacia ella, y lo hubiese descargado, como otras veces, si Antoñito, de catorce años para aquel entonces, no se interpone con una daga en la mano.

—Si le vuelves a pegar a mamá, te mato…– le advirtió.

Padre e hijo no cejaron en sus pasiones, con la locura fija en las pupilas.

—Está bien, está bien –clamó entre sollozos doña Carlota–; iremos contigo a la Viñeta; pero, por favor, dejen de pelear.

Antonio Guzmán Blanco –prosiguió "el poeta"– (Bolívar) amaba profundamente, a su madre, doña Carlota, paradigma de bondad, paciencia y abnegación para con sus hijos y con su marido, que como era público, no sólo la azotaba, la sometía a la humillante tortura de guardar su larga cabellera en el escaparate, al que echaba llave, dejándole en aquel cepo domestico hasta por tres y cuatro horas.

Cito a María Antonia Bolívar y Palacios:

—Es que tu marido, mijita, es como el cuento aquel del alacrán y el sapo. Él tiene que hacerle daño a quien le brinde confianza y apoyo. La doblez es su índole y la maldad su quehacer. Traicionó a Simón, mi hermano, a Páez y a Vargas. De haber estado en mis manos –decía a doña Carlota–. No le perdonaré jamás la, cochinada que le hizo a Simón, luego de arrastrarse a sus pies hasta merecer su confianza y cariño. Todo esto es obra del canalla de tú marido. ¡Date con una piedra en los dientes!, que haya sido destituido y desterrado de Venezuela nada más, porque han debido fusilarlo. Es un bicho, un mal hombre, que siempre muerde la mano al que le da de comer. De haber sabido que andaba (más que de amoríos contigo lo hubiese mandado a matar para evitar que se emparentarse con nosotros). Aunque tú marido fue el portador de la carta donde Páez proponía a Simón coronarse rey de la Gran Colombia, y fue testigo presencial del sublime rechazo cuando le respondió, "Libertador o nada…"·

Antonio Leocadio era un portento de seducción y engaño, hasta el punto de haberse hecho perdonar por El Libertador la traición que le hizo su padre, aquel sargento soez, que junto con el desleal Vinoni, entregó el castillo de Puerto Cabello a los españoles, provocando así el colapso de la Primera República. Pero no era tan sólo eso: es que Antonio Leocadio, por más que fuese un niño, era reo de maldad en primer grado, como se lo echase en cara el obispo Méndez cuando lo vió venir. Mientras su padre y usted degollaban patriotas en Puerto Cabello –le espeto en medio de un banquete–, yo me batía contra los españoles con una lanza en la mano. El padre de Guzmán Blanco, con apenas doce años había sido capaz de sacar de las urnas de una lotería infernal el nombre de los patriotas que habrían de ser ejecutados al amanecer, y ese acto era más que suficiente para anular a cualquiera como hombre.

A Antonio Leocadio, como estaba ungido por Mercurio, el Dios de los comerciantes y de los ladrones, nadie le tomó en cuenta su participación en la espantosa pantomima. Así como engañó al Libertador hasta ser su secretario, para espiarlo por orden de Páez y llevarlo al matadero, fue también el primero en firmar el decreto de expulsión del Padre de la Patria, lo que sembró un hito en la crónica de la familia.

Antonio Leocadio, luego traicionar al Libertador, fue colaborador de Páez durante su primera presidencia, en la que quedó encargado del Ministerio del Interior, y fue ministro con el sabio Vargas, al que traicionó en 1835, cuando los militares decidieron derrocarlo. Era tal la endeblez de su conducta, que uno de sus adversarios lo llamó con resonante atino "El Padre de la Mentira", y si ahora se encontraba sin cargo público, aunque rico por obra de sus manejos, fue por la actitud del Dr. Ángel Quintero, nuevo alter ego de José Antonio Páez, quien afirmó rotundo:

—Donde se sienta Ángel Quintero no se sienta Antonio Leocadio Guzmán.

Sin darse por ofendido y guarnecido de malla contra el desprecio, el padre de Guzmán Blanco prosiguió asiduamente con sus visitas dominicales al centro del poder.

—"Acuérdate siempre, Antoñito, hijo de mi alma, que en Venezuela vivir sin poder es no poder vivir, y cuando no se tiene plata, como no la tenía yo, tan sólo queda un camino: encamararte en el carro del poderoso y coger aunque sea fallo, quien conoce el deleite del mando, es como el tigre que come carne de humana. Luego que uno ha sido ministro, queda maleado para el resto de su vida. Tan sólo el poder, y nada más que poder será su afán; sí para lograrlo hay que comer mierda, se come, aunque sea de abuchito".

Su juicio sobre el padre de Guzmán Blanco tenía tanto arrebato pasional, que parecía a penas de trasantier. El terrible tribuno habría de cumplir próximamente setenta y siete años y de ser enterrado en el Panteón Nacional al lado del Padre de la Patria. Fue tal efecto de estas palabras del "poeta" (Bolívar), que los presentes volvieron a hacerse preguntas y respuestas sobre su naturaleza y credibilidad.

—Antoñito Guzmán Blanco no sólo admiraba a su padre por su talento y por el poder de fuego de su lengua y de su pluma, lo amaba tierna complaciente ternura. Si Antonio Leocadio había sido malo para todos y bueno para nadie, con él hizo extraño y caloroso aparte. Su retoño era el único ser a quien colocaba por encima de su egoísmo, renunciando de antemano a usurarios beneficios. Suspicaz y agorero como buen gitano, se dio cuenta con prontitud de que el poderoso ejército español, aquél que había traído Pablo Morillo, el Pacificador, estaba picado de un mal, el liberalismo Francmasón que habría de estallar años después con la revolución de Riego. Temeroso el viejo Guzmán de su destino, y más aún por el de su hijo Antonio Leocadio, lo envió 1817 como cadete a Sevilla, donde juró lo que nunca fue impedimento para él: lealtad incondicional al rey. Mal conocía el antiguo sargento la naturaleza despierta y a la vez acomodaticia de su vástago.

Fernando VII no estaba caído. En la sombra, tres fuerzas amenazaban a sus enemigos: el clero, la nobleza y Luis XVIII, el rey de Francia, primo y colega, envió un ejército, "Los cien mil hijos de san Luis". Ante la reacción calculada, como sucede con los revolucionarios de tabernas, se deshicieron los cuadrados alegres del liberalismo. Rodaron cabezas. España se llenó de patíbulos. Riego fue ajusticiado en la Plaza la Cebada y su cadáver expuesto a la vergüenza pública.

En 1823 Antonio Guzmán huyó temeroso hacia Puerto Rico, donde se había residenciado su padre, al igual que muchos monárquicos venezolanos después de Carabobo. Tan pronto el viejo Guzmán se enteró de las andanzas de su hijo contra el rey, a quien debía todo, lo hecho de casa. Antonio Leocadio se marchó a Venezuela, donde había nacido y vivido hasta los diecisiete años. "No hay oportunistas sino oportunidades", como bien le dijo él en alguna ocasión. El padre de Antonio Leocadio, luego de la muerte de la Tiñosa en 1814, contrajo nupcias con una viuda guapetona de nombre Águeda, dueña de un gran fundo llamado Caucagüita. La mujer, como tenía dos hijos menores de edad de su primer matrimonio no quiso emigrar con el viejo Juan de Mata a que los republicanos le confiscaran la herencia. Guzmán raposo en acecho, se percató, tan pronto llegó del lado roto del gallinero, y como doña Águeda, además de caída del catre era corta de vista, entregó la administración de los bienes a su hijastro. A su muerte Caucagüita pasó a ser de la propiedad exclusiva de Antonio Leocadio Guzmán, desapareciendo sus hermanastros sin huella en la historia.

—Ya lo dije –expreso el "poeta"– (Libertador) La mayor parte de nuestra "High Life" es un producto aluvial de las sucesivas revoluciones que ha tenido el país. Si no fueran ellos o sus padres, fueron sus abuelos quienes, desde la pulpería o de un hato de tierra adentro, treparon al carro del vencedor. Arrastran desde hace décadas el signo del oportunismo y de la sumisión. Les falta antigüedad, la solera de siglos, que es lo que caracteriza al aristócrata frente al arribismo sin límites de los burgueses. El Centro ha dominado a sus invasores, no con el coraje de sus hombres sino con la marcial blandura de sus mujeres. Rodeando y envolviendo a la mujer del Jefe Supremo, creen que es la mejor forma de mantener o acrecentar sus privilegios, validos de la más abyecta adulación, como está a la vista con la bella esposa del Torquemada. Esa es una característica propia y exclusiva de Venezuela.

Antoñito, sin traslucir su timidez, siguió a su padre por tres patios y corredores hasta llegar al corral. Allá estaba, en efecto, el dueño y señor de Venezuela. El Rey de "Espadas", el León de Payara, el Imprescindible. Como lo imaginaba, estaba sentado en una hamaca. Esta vez tenía camisa y calzaba alpargatas. En un extremo del ancho parque se asaba una res entera, en medio de la gritería estridente de los llaneros pata’enelsuelo. En derredor del Jefe máximo, enlevitados y con sombreros, pero de pie, le hacían círculo siete personajes de la "vida social" y política, mientras otros de la misma pinta se dispersaban en grupos donde hablaban en voz baja, jijeando, apenas, a la hora de reírse.

—Bueno, mi general –exclamó a modo de saludo Antonio Leocadio–. Hoy le traigo una sorpresa: éste es mi hijo Antoñito.

Páez lo vio con sus rabiosos ojos de tigre. Era una penetrante, fría e implacable. Pero tan sólo por un instante. La mirada encendida de sospechas se tornó bullente, espetándole con malévola sonrisa:

—Entonces, tú debes ser la mentira…

—¿Cómo es eso? –preguntó el mozo encrespado–.

—¡Guá! Eso es muy fácil. Si Antonio Leocadio es El Padre de la mentira, y tú eres su hijo, pues tú tienes que ser la Mentira misma.

La ocurrencia de Páez prendió fuego a la chacota del círculo cerrado. El muchacho, sin ocultar su disgusto, giró sobre mismo y emprendió a largas zancadas el camino hacía el zaguán.

—El joven Guzmán Blanco, por más que su padre fuese el apóstol de los desposeídos, el gran catalizador del descontento popular contra la oligarquía, se identificaba con el mundo aristocrático de su madre, la buena de Doña Carlota, tan buena, veraz y rectilínea, como malo, embustero y torcido era su marido. Al joven Guzmán le parecían hasta dignos de admiración los artículos de su progenitor contra la aristocracia, de la que se creía o sentía parte. No compartía el entusiasmo del General Sotillo por lo que llamaba verdades de fe, refiriéndose a las denuncias de Antonio Leocadio. A él, eso que se llamaba pueblo: los negros, los desposeídos, la gente de abajo, lo tenía sin cuidado. Todo cuanto escribía y hacía su padre, como a él le constaba, era una artimaña para abrirse paso hacia un poder y señorío que se le negaba. Por eso no lo consolaban aquellos vítores de peones embrutecidos y de famélicos campesinos. No eran gente. Eran parte de la tierra y propiedad de sus amos, como el ganado que cuidaban. A él no le significó mayor cosa la muchedumbre que acompañó a Antonio Leocadio, con su amenazante caballería de jinetes descalzos, agitando al aire banderolas amarillas, color de miedo. Por más que amase y admirase a su progenitor, no era capaz, a los diecisiete años, en que cabalgó a su lado en algazara junto con un pulpero llamado Ezequiel Zamora, de adentrarse en el papel de falsedad que asumía arengando a la multitud en términos en los que no creía, insultantes para la gente, a quien su padre también pertenecía. Eso de llamar sanguijuelas a sus amigos los Tovar, a sus primos los Soublette y a los padres de sus compañeros, como los Vegas y los Herrera, le producían escalofríos. Se sentía impedido de nación, para ser campechano y plebeyo, como lo hacía su progenitor. Le reventaba cuando imitaba el sonsonete desabrido de los campesinos de Aragua; le resultaba urticantes el nimbo arropante de camadería con el que envolvía a Ezequiel Zamora, a mitad de camino entre el conuco y la casa grande. Le molestaba la vehemencia del pulpero, su palabra airada, los tacos que soltaba a cada paso y a los que respondía su padre en flagrante eco, cuando lo sabía renuente a la cacolalia. No se amañaba a la plebeyez. Él era "gente decente", de la crema del mantuanaje, como le venía de lleno por su madre. Era negarse su identidad, dejar de ser él mismo, adoptando un rosario de creencias que le repugnaban.

Aquella cabalgata de banderolas amarillas y las insurrecciones armadas que vinieron luego, donde fuera víctima el Dr. Ángel Quintero, fue suficiente para que el gobierno considerase a Antonio Leocadio como el principal causante de la insurrección. Del fogón de una cocina pasó al convento de San Jacinto, convertido en cárcel por Páez, que seguía siendo el soberano, por más que José Tadeo Monagas fuese oficialmente el Presidente de la República. Doña Carlota, su madre, quien a diario llevaba en una cesta el condumio del prisionero, entro aquella mañana a la casa gritando enloquecida la terrible nueva.

Antoñito y su hermano Juan de Mata, quienes no sentían mayor angustia por el destino de su padre, al creerlo inmune por su talla a retaliaciones semejantes, temblaron ante el sorpresivo veredicto que días antes aplicaran a Calvareño, un segundón de su padre al que fusilaron en la Plaza de San Jacinto.

El pulpero de La Pedrera fue el de la ocurrencia: Vayan a hablar con Monagas; él no es tan malo como Páez y el Dr. Quintero:

La guardia presidencial le franqueó el paso a Doña Carlota y sus hijos, cuando acudieron a la esquina de San Pablo, a la residencia de Monagas. El General Juan Sotillo la introdujo de su mano al salón de la casona. De inmediato irrumpió en la sala José Tadeo Monagas. Era un hombre con la edad de los libertadores, hijo de españoles, pero tenía la tez tan atezada por el sol del llano que parecía de estirpe caribe.

Era alto, delgado, de fibrosa y flexible constitución; de rostro severo y expresión adusta. Su continente y la mesura de sus gestos le concedían altivez de jefe verdadero. Exhalaba respeto y autoridad.

—Doña Carlota, cayó de rodillas ante de Monagas. Tomándole de la mano, sollozó, pidiéndole clemencia. Finalmente, la incitó a incorporarse:

—Despreocúpese, señora; su marido no será ejecutado, mientras yo sea Presidente de la República. No estoy aquí para cobrar venganzas que no me pertecen. Vaya con Dios, y ustedes también, jovencitos.

Antonio Leocadio fue condenado al exilio perpetuo. Desde el muelle de La Guaira Guzmán Blanco vio alejarse el barco que lo conducía. Un torrente de lágrimas saltó de sus ojos mortecinos.

¡Bolívar y Chávez Viven, la Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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