Los Visigodos se erigieron en la clase militar y gobernante de la España pre-árabe

Cuando los hombres se posesionan de los hombres, son aquellos, sin embargo, los que terminan poseídos. Si los bárbaros arrojaron por los suelos las normas de la civilización romana, no pudieron vencerla ni destruirla. Lentamente, en un comienzo, violentamente poco tiempo después, el hecho fue que los conquistadores fueron asimilados por la cultura vencida, terminando a la postre por ser los más genuinos representantes de aquella.

Esta interacción se acelera después de la muerte de Alarico II. A comienzos del siglo VI se impone para los vencedores y vencidos un mismo código (Código de Teodorico). El rey quiere unir los corazones de los dos pueblos que le obedecen: "Los godos dueños de las armas, deben amar a los romanos como huéspedes fraternales, mientras que los romanos, entregados a las ocupaciones de la paz (se les prohibía llevar hasta un cuchillo) deben amar a los godos como sus defensores.

Los invasores no tardan cristianizarse, aunque siguen practicando la poligamia y son rápidos para verter sangre. En 567 es todavía feroz la forma en que los visigodos se tratan entre sí o dominan los vencidos. El cristianismo, sin embargo, progresa. En 580 Leovigildo hace obligatorio el bautismo de sus súbditos y destruye totalmente el reino de los suevos. Los cambios de mentalidad avanzan aceleradamente. Nueve años más tarde el Obispo Leandro en el Tercer Concilio de Toledo pronuncia la homilía gratulatoria: "A la discordia en España sucede la paz santa... los que nos hacían gemir bajo pesadísima carga, ahora con su conversión, se han hecho corona nuestra".

En el año 610 la romanización de los godos era evidente; en parte por la acción de la iglesia; en parte por las legislaciones godas, que se empeñaban por la cristianización de sus reyes en borrar, prohibir y descartar las bárbaras costumbres germánicas como el derecho de venganza y la guerra privada.

Si en los primeros cien años el regicidio era la única forma de ascender y de bajar del trono, con Teodorico (603-610) se acaba esta bárbara costumbre. Gregorio de Tours había comentado: "la detestable costumbre del regicidio entre los godos de España".

En 631 se configura claramente el concepto de dignidad real y las virtudes que deben acompañar al monarca: "El rey que rige y corrige en justicia, o se aparta de lo recto, pierde el nombre de rey" le dice San Isidoro al rey Suíntila. Y esto no se quedo en teoría -anota Menéndez Pidal- Suíntila perdió efectivamente su calidad de rey, por no regir rectamente. Abandonado por todos se retiró sin resistencia.

El IV concilio toledano tiene a su vez otra cláusula muy significativa para comprender la interpretación de la criminalidad que darán muestras diversos reyes en el futuro: "Anatema - que contra todo rey futuro que atropelle las leyes codicioso o cruel... sea separado y por juzgado por Dios". Si las leyes visigodas eran expresión de fe cristiana y estar prohibían el crimen y la crueldad, es obvio que el rey que
Incurriera en tales desafueros... se hacía digno de Anatema y debía separarse de su cargo. Con lo que queda demostrado que la crueldad en tiempos remotos era tan condenable como en nuestros días.

Treinta años más tarde del concilio de Toledo, esta nueva forma de pensar que le exige a los hombres, y en especial a los reyes, magnanimidad y bondad para sus semejantes, se pone en evidencia en el Rey Recesvinto (649-672), cuando reúne otro Concilio para que vea la forma de disminuir la severidad de las penas que se habían establecido contra los que se levantaron en armas contra el rey. El bondadoso Recesvinto había sido víctima de una rebelión, a la que afortunadamente había vencido. Cuando finalmente muere, puede decirse -como afirma Menéndez Pidal- que los godos se habían romanizado definidamente, no sólo en la fe, sino en toda la cultura.

Es precisamente a la cristianización y a la pérdida de sus virtudes bárbaras lo que hace el imperio godo de España, víctima fácil de los invasores árabes, que pasearon el país Norte a Sur, sin encontrar apenas resistencia.

En la misma tierra de los feroces francos, los más salvajes de las tribus bárbaras, se había operado un profundo cambio en la conducta guerrera y sanguinaria de aquellos. Sobre este particular, escribe Lamb: "Pipino sabía bien y ya Carlos comenzaba descubrirlo, que los otrora indomables francos no resultaban muy seguros en una sanguinaria batalla campal. Aquellos, famosos guerreros de Dagoberto se hablan transformado en gente de campo, en pacíficos labriegos, demasiado ocupados por sus familiares y por sus cultivos.

Señala Altamira que las costumbres se habían relajado notablemente en los últimos tiempos. Poco a poco olvidáronse los godos de sus antiguas costumbres y adoptaron en casi todos los sentidos, las costumbres de los romanos, de modestos y sencillos se transformaron en fastuosos, sin que por ello asimilase del todo, el refinamente de la desaparecida civilización. Los hombres seguían llevando el cabello largo como signo de distinción y nobleza.

El último rey godo antes de Don Rodrigo, fue un rey clementísimo -escribe Menéndez Pidal- atribuyéndose a los vicios y crueldades de Don Rodrigo, la ira del cielo que perdió a España.

Por todas las razones expuestas una conclusión no eran expresión ni de cultura, ni de su tiempo, la terrible ferocidad que observaremos entre los reyes de León. Si no eran hijos de su tiempo y en nuestro carecen de explicación comprensible, no nos queda sino un camino; achacar aquel comportamiento a su personalidad o a su muy individual circunstancia.

No es igual, sin embargo, la circunstancia que rodea a un gobernante que la que envuelve a sus gobernados. El ductor llámase rey, caudillo o dirigente, es, ante todo, un hombre solo. Un hombre solo que constantemente tiene que decidir y que no tiene intimidad. "Desdichado de mí -llamaba Clodoveo, primer rey de los francos- que permanezco como un viajero entre los extranjeros y no tengo parientes que puedan socorrerme en la adversidad.

La vida privada del jefe es siempre pública; sus actos y gestiones promueven inevitablemente acerbas repulsas y probaciones. El hombre bueno común y corriente huye del gobernante como si fuese un apestado, porque sobre él se concentra los más bajos apetitos. Dispensador de dones y de males, el gobernante está por encima de los demás hombres, su marco existencial es diferente, sus pasiones son distintas, sus temores y mecanismos de defensa singulares. Bien lo expresa el rey Duchmanta, príncipe indio del siglo VI, cuando escribe: "Todo hombre que ha logrado el objeto de sus deseos, es ya feliz, pero a los reyes cuando han conseguido lo que ambicionaban, nuevas inquietudes le torturan. Llegar a una dignidad solamente satisface la ambición; pues la necesidad de conservar lo que se ha alcanzado es un verdadero tormento. La dignidad real, como el quitasol que se sostiene en la mano, no preserva de una fatiga sino a costa de otra.

Si es singular su existencia, si son diferentes las tensiones y estímulos que envuelven a un rey, ¿no será lógico suponer una conducta diferente, como, por ejemplo, la crueldad que tanto nos preocupa?

Cabe entonces preguntarse ¿por qué buena parte de los reyes de la época, proceden de manera diferente, como veremos en lugar oportuno.

Carlomagno, debe buena parte de su imperio, no tanto a las armas como a la suavidad de su trato.

Los condes de Castilla y los reyes de Navarra no merecen de sus contemporáneos los epítetos de malvados, crueles y criminales con que frecuentemente son designados los reyes de León. Otro tanto podemos decir de los reyes de Aragón, desde Ramiro I (1035-1063), el hijo bastardo de Sancho de Navarra, hasta Jaime II, el Justo (1285-1327) su octavo descendiente.

Hay un último factor que podría mostrarse -como hace Menéndez Pidal- para explicar la regresión bárbara y criminal en que incurren los reyes de León: el aislamiento físico. Ante dichas aseveraciones no podemos menos que objetar: ¿Por qué son precisamente sus compañeros y demás coetáneos los que los juzgan como crueles y por esta causa los ejecutan o destituyen? De haber sido expresión de la regresión cultural que señalan los referidos autores, es obvio que el pueblo y los dignatarios habrían sufrido la misma transformación que se observa en sus reyes. Cabe asimismo que el aislamiento mencionado no existía del siglo IX en adelante.

Con lo cual no nos queda sino una conclusión: la singular personalidad de esos reyes o, dicho de otra forma, la insania que los caracteriza; ya que insano es todo aquel que al chocar con las normas de su grupo sufre o hace sufrir, sin que exista motivación comprensible.

Si sentamos que la inadaptabilidad social crónica es sospechosa de anormalidad, hemos de aceptar que el criminal es un enfermo no sólo por la misma inadaptabilidad que señalábamos, sino por lo excepcional y dolorosa de esa inadaptación. Maxime si el delito transpone los límites de lo comprensible, como es el caso del homicidio.

Todo homicidio, salvo el que se realiza en defensa propia o en acto de guerra, implica una quiebra de los factores de inhibición ante las pulsiones instintivas. Hecho que supone dos posibilidades:
-O el individuo carece de instancias inhibidoras de la instintividad.
-O posee una vida instintiva excesivamente enérgica, como para que las normales condiciones de inhibición de las pulsiones criminales condiciones de inhibición logren su propósito.

Si la ausencia mecanismos de inhibición de las pulsiones criminales no puede ser atribuidas a insuficiente condicionamiento cultural, desde el subdesarrolladas sean se muestran en lo que al homicidio se refiere igualmente restrictivas, no puede más camino que achacarlo a un estancamiento patológico en el desarrollo de la personalidad.

Si el homicidio común estadísticamente suele identificarse con la anormalidad, esta identificación es absoluta y por ende equivalente de perturbación grave de la personalidad, cuando a la acción de destruir, dañar o asesinar se asocia el sufrimiento innecesario en que se solazan algunos criminales con sus víctimas. La criminalidad o sadismo, siempre es expresión de profunda anomalía de la personalidad.

Menéndez Pidal -Historia de España-.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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