Guerra lingüística, no. Crisis del lenguaje, sí

En un conocido programa televisivo de entrevistas escuché el término “guerra lingüística”, que el conductor del espacio usó con cierta insistencia. A su modo de ver, esta sería otra forma de agresión contra la Revolución Bolivariana, en el marco de lo que algunos denominan guerras no convencionales o incluso guerras de cuarta generación. Admito la existencia de guerras no convencionales, pero sostengo que no se debiera sobregirar el alcance de esa expresión. Cuando hablamos de guerra económica, guerra mediática, psicológica, simbólica y otras variantes más, estamos en realidad diluyendo y banalizando el concepto de conflicto armado o confrontación bélica con sus miles y millones de muertos, uso indiscriminado de armamentos letales y de destrucción masiva, minas antipersonales y conflagración total por doquier. No se trata, además, de meros diagnósticos y definiciones; también las políticas públicas de los Estados afectados difieren en amplísima medida, de acuerdo con cada circunstancia particular.

Lo que sí creo poder asegurar –tratando de acceder responsablemente a la veracidad- es que en Venezuela hay una profunda crisis del lenguaje, entre otras, la cual repercute de múltiples formas en todas las esferas de la vida cotidiana, y también mucho más allá de la coyuntura actual. Encontramos un ejemplo en el propio programa mencionado, cuando el entrevistador propuso como parte de la solución una polarización aún mayor de la opinión pública nacional entre los/as “verdaderos patriotas” y los “aliados del imperio”, vale decir los auténticos venezolanos y los traidores a la Patria.

En esta sola expresión se violan –lo digo con seriedad pero con respeto- varias condiciones básicas para un lenguaje dialógico apropiado. Hay un maniqueísmo simplista y una gran intolerancia al reducir a dos respuestas posibles los matices casi infinitos que una situación de esta naturaleza puede suscitar. Contribuye a exacerbar los ánimos, en vez de reducir la crispación manifiesta hasta en los sectores más moderados. Pero lo más terrible es su incidencia en el lenguaje de ambas cúpulas enfrentadas –especialmente las del alto Gobierno- estimulando la casi omnipresente “coprolalia”, el discurso obsceno, lacerante, descalificador, propio de los bajos fondos y, ante todo, proclive a desatar actos de violencia extrema. Hasta los aparentes llamados a la paz y el diálogo se contaminan de amenazas y expresiones de odio cuando el fanatismo y la intransigencia toman el lugar de la sensatez y la sindéresis, tan necesarias cuando nos toca resguardar la vida, la seguridad y los derechos mínimos de la población de un país entero. Eliminar la coprolalia es un deber ineludible y prioritario de todo ciudadano o ciudadana responsable, siempre y con mayor razón en este momento histórico tal vez inédito.

La lingüística contemporánea, el análisis del discurso, la semántica y la simbología, la etnografía del habla –junto a otras disciplinas y subdisciplinas interconectadas- nos dan aportes valiosísimos; no solo para diagnosticar aberraciones expresivas de toda índole, sino proporcionar recomendaciones y fórmulas precisas para modificar y redimensionar favorablemente nuestros hábitos coloquiales y escriturales, sin por ello afectar la autenticidad, tersura e impronta estilística de nuestros repertorios lingüísticos individuales y colectivos. Afirmo con pleno conocimiento de causa que nuestros idiomas indígenas y sus manifestaciones discursivas-por ejemplo las del palabrero pütchipü´u wayuu- constituyen guías de altísimo valor.

Hay multitud de hechos, espacios y situaciones relevantes, mas casi inabordables en el ámbito de estas breves reflexiones. Me limitaré, por tanto, a señalar algunos puntos referidos a la actual conyuntura que mi propia experiencia me ha revelado como altamente significativos. Helos aquí. Militantes y simpatizantes de ambos polos opuestos: no pretendan aniquilar ni siquiera verbalmente al otro, porque no es posible; y si lo hicieran, acabarían con todo el país. Nadie porfíe que posee toda la verdad y el otro es la quintaesencia del mal; de todas maneras, el pueblo mayoritario no está con ninguno de ustedes. No hablen de una Venezuela Potencia; aparte de que somos una sociedad con múltiples carencias, ningún país de este mundo próximo a colapsar ambiental, política y humanamente, tiene por qué erigirse en potencia sino convivir fraternalmente con otros países, sin caer en provocaciones ni pugnacidades innecesarias.

No hagan cadenas mediáticas con discursos grandilocuentes, gritando siempre las mismas consignas vacuas durante ocho horas interminables; expresiones como “suprema felicidad”, “minería ecológica”, “pueblo en armas” y “batalla por la paz” exhalan un tufo tragicómico profundamente contraproducente. No pretendan implantar falsas generalizaciones, ya que no todos los oficialistas ni todos los opositores son iguales ni piensan igual; además, tal dicotomía dejaría por fuera el setenta por ciento de los venezolanos y venezolanas. No inventen ni produzcan conceptos falaces como “masas populares”; todos somos seres humanos inteligentes y dueños de nuestros destinos, protagonistas individuales y colectivos de las múltiples historias de la humanidad. No dividan a los pueblos en primitivos y civilizados, avanzados y atrasados; todos poseemos culturas y civilizaciones complejas y fabulosamente creativas, con sus obras, saberes, normas, espiritualidades e idiomas. En consecuencia, el noventa por ciento de los humanos está llamado a vencer, en sana paz, los imperialismos y todas sus mafias, a fin de impulsar una sociedad mundial justa, pacifica, viable, multidiversa, sustentable, libre de plagas y miseria.



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Esteban Emilio Mosonyi

Antropólogo y Lingüista. Rector de la Universidad Experimental Indígena del Tauca


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