Creo que esa fue la navidad más triste en la existencia de mi padre. Era el año de 1962, y a pesar de mi corta edad yo veía en su rostro algo que le había quebrado el espíritu.
Aquella Nochebuena fue muy lluviosa. Nochebuena huérfana de villancicos, sin pastorcitas ni el bobo Andrés disfrazado de San Nicolás. Papá, con las gafas empañadas —recuerdo—, descorchó una botella de vino “La Sagrada Familia” y nos reunió a todos en el rústico comedor, diciéndonos: “Que esta celebración, que este nuevo advenimiento del Niño Jesús nos traiga la paz, que se acaben las pestes, que se extermine la guerra. Elevamos una plegaria por la salvación del mundo y de nuestras almas”.
De afuera, de la calle estremecida en ocasiones por el bobo Andrés, se filtraba un aire filoso y del templo llegaban las notas, en el órgano, de la antigua canción germana “Noche de Paz, Noche de Amor”. En la Plaza, húmeda y olorosa a nardos, el grito de los borrachos refugiados bajo el viejo y legendario cío, improvisando con latas de sardina y un desentonado cuatro una parranda sacrílega en coplas vulgares, parecía ser el toque musical que desterraba la soledad.
Apenas concluyó mi padre las palabras todos entonamos una oración y mi madre colocó al Niño Jesús en el pesebre. Era un simple pesebre ataviado de musgo que traíamos de El Paramito o Jají, en una aventura que nos fascinaba a los niños del poblado. Se decía que aquellos lugares estaban encantados y que en medio del verdor magnético de la laguna bien podía emerger una encantadora mujer o un horrible gigante, según les cayeran en odio o gracia los presentes al Encanto. Pero cuando llegábamos al maravilloso paraje, atados a los malos presagios, cabalgando en la lluvia o en el rugido del viento, o fuese con el sol que tomaba una franja naranja en la ciénaga, nos olvidábamos de la leyenda y el único afán era llenar los sacos de musgo, escogiendo principalmente los moteados por el esmeralda y los rojos desleídos. Después, en nuestra casa, mi hermana sería la encargada de realizar aquella comarca de cerros, ovejas, santos, pastores, donde refulgía en el milagro del anime, en el centro, el Niño Jesús, rodeado por San José y la Virgen, la mula y el buey. En la mitad de aquellos caminos de arena lucían los tres reyes magos guiados por una estrella de yeso y brillantina que parecía estatificar los pasos de los viajeros, los cuales a nuestros ojos nunca parecían llegar a su destino.
Esa noche, tan anhelada y soñada, la estábamos viviendo, pero con una melancolía que fustigaba nuestros espíritus hechos para la alegría y el fuego desbordante.
Diez semanas atrás Carlos se había ido a la guerra. Mis padres en un principio lo ignoraban, pues creían que proseguía sus estudios universitarios, pero la desolada verdad llegó a través de una misiva en un hermoso día de octubre. “Madre —afirmaba—, aunque tú no conoces de estas cosas, aunque tú únicamente sabes de amor y de bondad, de ternura y de paz, es necesario decirte que he optado por escoger este camino, terrible y heroico, para llevar toda la dulzura a mis hermanos de este pueblo flagelado por la maldad y el poder bestial de los asesinos. Cuánto deseo estar contigo, madre: tener tus besos y tus bendiciones. Me abrazas a Martha, a Lourdes; dile que Héctor está en nuestro contingente; a Alberto y Francisco que los tengo en mis recuerdos, y a ti y a papá muchos besos y que me bendigan en esta senda del sacrificio que he escogido en bien de mi patria”.
Pasaron los días y las semanas, llegaron los vientos pre invernales de abril, “el mes más cruel: engendra lilas de la tierra muerta”, y nada sabíamos de Carlos, del hermano dilecto de porte atlético que solía narrarnos bellas historias y tocar magistralmente el violín en las noches lluviosas.
En el frente las cosas empeoraban con la muerte de muchos jóvenes, entre ellos Héctor, ya que el enemigo había destrozado la vanguardia de los rebeldes.
Los prisioneros eran fusilados con juicios sumarios y se torturaba atrozmente a quien se rendía. Un estudiante que se escapó de un campamento militar relató: “Me cayeron a patadas, me sacaron las uñas, me golpearon los testículos hasta desmayarme. Reanimado mediante cubos de agua, volvieron a lanzar su andanada de puños en la cara, especialmente en la boca, hasta hacerme escupir los dientes. Después, creyéndome moribundo, me llevaron a rastras a un bosquecillo de pinos y me levantaron, dándome un pico y una pala, diciéndome: Cava… hijo de puta. Cava… gran carajo… y me volvían a parar para continuar en esa lenta muerte, muerte de miles de años que deseaba llegara en un minuto. Cuando el hueco estuvo abierto se colocaron a diez pasos y dispararon. No sé qué sentí, pero al día siguiente desperté en el campamento. Más tarde vino la fuga y esta maldita tuberculosis”.
Acomienzos de la Navidad llegó la trágica información. A no ser porque Natalia, la novia de Carlos, trajo la noticia, nadie la hubiera creído. El capitán de la columna donde él se había incorporado explicaba que había muerto como un héroe, que se le habían concedido los honores póstumos más honrosos que un combatiente pudiera merecer. Mi madre, desde ese instante, pareció enmudecer. Apenas abría los labios para pronunciar dos o tres palabras, y la mayor pare de las horas del día se las pasaba hojeando un álbum de fotografías y los poemas inéditos de Carlos. Las flores del hermoso jardín hiciéronse mustias, porque aquellas manos que regaban con esmero los jazmines, las magnolias y las rosas reina del verano se exiliaron en un aposento de recuerdos.
Carlos había vislumbrado hacía tiempo su destino. Era un idealista, un poeta al cual la pasión de la libertad le sepultó la carrera de médico. En una carta a su novia decía: “Si yo muero allá lejos en el frente de guerra, tú llorarás, Natalia, ese día, y junto a mi imagen conservarás toda la fragancia del amor que te entregó mi corazón, porque tú eres la mujer más pura de la tierra, la criatura que se pasea alegremente en el horizonte solar de mi vida”.
Y no solamente hubo lágrimas de parte de Natalia, sino que Martha, Lourdes, Alberto y Francisco, mi padre y mi madre se cubrieron de un luto inmenso que hoy, a tantos años, veo navegar en los fuegos fatuos de aquellas imágenes.
Esa fue la navidad más triste… Ni el bobo Andrés se vistió de San Nicolás y sólo los borrachos con sus latas de sardina y el cuatro desentonado desterraban la soledad.
La lluvia menuda y cantarina con el eco de “Noche de Paz, Noche de Amor” dejaba en los cristales siluetas borrosas, figuras de un aguerrido atleta de cabello rebelde y rostro de niño. La guerra se lo había tragado. Mi madre estrujaba su fotografía contra su pecho. En la mesa estaba la botella de vino “La Sagrada Familia” y un vaso menos.
En el frente la contienda proseguía; centenares de jóvenes morían con el pecho destrozado por la metralla, pero abrazados a sus ideales, de cara ante los cielos nublados. Para ellos no había Navidad, sino sacrificios y heroicidad. La Navidad era frenesí, una bacanal entre el tirano y las mujeres ebrias.