La ilegalidad que invalida la justicia

En teoría, este asunto y algún otro concomitante es de una simplicidad infantil: una prueba obtenida vulnerando un derecho fundamental es nula, y todo lo que deriva de ella también. No hace falta ser jurista para comprenderlo; basta con tener dos dedos de sentido común. Si la policía o un juez obtienen una escucha violando la ley, esa prueba no se puede usar porque el Estado de Derecho no se sostiene sobre atajos ilegítimos. La justicia no puede nacer del abuso.

Sin embargo, la práctica española convirtió esta regla meridiana en un campo minado. La nulidad de las escuchas nunca funciona como principio uniforme, sino como arma selectiva. En unos casos se aplica con un rigor exquisito, y en otros se hace la vista gorda como si la Constitución fuera un reglamento de cortesía. A los poderosos se les sirve el Código Penal en bandeja de plata; al resto, en bandeja de hojalata.

Así, la anulación de unas escuchas puede funcionar como un escudo nobiliario para librar a los investigados de tramas políticas o económicas. La justicia española llega a dar el espectáculo de anular pruebas por defectos que, en otros procesos, no pasan de ser una nota al margen. Se utiliza la pureza procesal como cortina de humo para proteger lo que no quiere tocarse. O al contrario, como en tantas ocasiones se ha visto, la pureza procesal no importa nada si el investigado es un mindundi sin padrinos.

El problema no es que la ley diga que una escucha ilegal invalida el procedimiento. El problema es cuando esta regla se convierte en un privilegio de acceso selectivo. La consecuencia es devastadora: la Justicia no aparece como garante de derechos, sino como una institución usada según la presión política, corporativa o mediática de turno. Pero lo grave es que cuando una Justicia es selectiva, deja de ser justicia.

Un Estado serio no puede defender la legalidad vulnerándola, ni limpiar sus instituciones manchándose las manos. Cuando la Justicia invalida escuchas ilegales sólo en ciertos casos, lo que invalida no es el procedimiento: se invalida a sí misma. La ley deja de ser un suelo firme y pasa a ser un escenario donde cada actor interpreta su papel según convenga.

Eso es lo que, en décadas muchos vimos y vimos con nitidez: un país donde las garantías procesales se convertían en privilegios de clase, un Estado donde la Constitución sirve unas veces como advertencia y otras como alfombra que se pisa. Y cuando eso sucede, el Estado de Derecho deja de ser un sistema de convivencia para convertirse en un simple decorado.

En resumen: no es la ilegalidad de la escucha lo que derriba la justicia. Es la desigualdad en la aplicación de esa ilegalidad. La verdadera sospecha sobre este modelo democrático, sobre este régimen, no la proyectan los micrófonos clandestinos, sino la mano que mece la cuna: quien decide unas veces cuándo son intolerables y otras cuándo son perfectamente aceptables.



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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