Ecofascismo: el clavo ardiendo del capitalismo

Es muy preocupante lo que a finales de diciembre pasado pudimos observar en no pocos comentarios en las redes sociales y en los discursos cotidianos de las conversaciones de barra de bar. Los atentados en Europa están despertando al fantasma de la xenofobia, y por tanto están cumpliendo con su objetivo, que no es otro que centrar el problema en las personas migrantes en lugar de ver que el verdadero problema es el orden criminal del mundo. Los medios de comunicación se encargan de imponer la doctrina del shock, convirtiendo los atentados en un asunto de alerta máxima cuando estos se producen en Europa, mientras que el mismo día que sucedió el atentado en Berlín, hubo otro atentado tan grave o más en Jordania que no ocupó ni quince segundos en los noticieros.

El resultado de tanta espectacularización del terror conduce a una sociedad individualista y consumista del miedo. Miedo a perder lo poco que queda para poder seguir manteniendo nuestro ritmo de vida y de consumo. La alienación de la que hacemos gala como sociedad es el caldo de cultivo ideal para el surgimiento de un totalitarismo aun más duro que el que vivimos en el presente. Muchas personas mantienen un discurso de intolerancia hacia las personas que no tienen su misma cultura, hacia las diferentes. Se quejan de que vienen a cobrar ayudas y de que nos quieren imponer su cultura. Aquí quien nos impone su cultura son los banqueros y sus políticos lacayos; quienes reciben ayudas de verdad son los bancos y el IBEX35; pero de esto no nos quejamos. Es preferible acusar a un pobre que cobra una ayuda para sobrevivir.

Si el PP hubiera presentado al xenófobo García Albiol como candidato a la presidencia hubiera sacado mayoría absoluta. La historia se repite, tristemente. Mucha educación es lo que nos falta como sociedad si queremos construir un mundo mejor. Eso sí, a pocas parece preocuparnos que las fronteras estén abiertas para las mercancías, los combustibles, la tecnología y la mano de obra barata con la que sostenemos la infamia de nuestro ritmo de consumo. "Cerremos las fronteras", escriben desde su casa calefactada con combustibles fósiles árabes, en su smartphone con coltán congoleño ensamblado en China. "El problema son los inmigrantes", claro, que vienen a quitarnos el smartphone que ellos han hecho posible con el expolio y esclavitud correspondientes. Vendría bien un poco de autocrítica, y menos señalar a los desposeídos y más al poder; si no, les haréis el trabajo sucio a los poderosos.

El plan de las élites no es otro que imponer un nacionalismo clasista basado en la idea de la escasez de recursos materiales, lo que algunas ecologistas llamamos Ecofascismo. Esto es, un jeque de una petromonarquía puede venir a Europa a atracar su yate y traer sus petrodólares. Si, por el contrario, quien viene es magrebí, subsahariano o sudamericano, está obligado a trabajar en condiciones de semiesclavitud, a aguantar las miradas y que le señalen con el dedo aquellas personas que pronuncian las clásicas frases xenófobas: "primero los de aquí", "yo no soy racista, soy ordenado", "si vienen aquí que vengan a trabajar y si vienen a robar o a cobrar ayudas que se vayan a su puto país", "que se integren o se vayan". Es decir, piden que se integren, pero con la mirada del odio, y sin permitir realmente la integración que les reclaman. Claro que, si son ricos, no hay problema (que igual me cae algo).

La siguiente pelea en ciernes potenciada desde el poder es la de la disputa entre personas que cobran algún tipo de ayuda o pensión y quienes tienen un trabajo. En lugar de mirar a quien acumula la mayor parte del capital, el Estado está yendo a por la clase trabajadora, a abrasarla a impuestos para sostener todo este entramado que no deja de ser caritativo. Al final, detrás de toda esta guerra se halla el soterramiento del debate que verdaderamente se debería estar produciendo en la sociedad civil: la propiedad privada de los medios de producción, que en última instancia es lo que determina la división de clases, que unas pocas personas amasen la mayor parte de la riqueza, mientras la mayoría social está peleándose entre sí por las migajas que caen al mantel.

Ya podemos empezar a ponernos las pilas, esto es, aprender, instruirnos, informarnos, desconfiar de lo que los medios de comunicación de los banqueros nos cuentan siempre de forma interesada. Salir del cascarón de este sistema implica desaprender todo aquello que nos llevan inculcando desde pequeños. La televisión, la educación, la cultura, la sociedad en su conjunto, nos ha condicionado a pensar y actuar como lo hacemos. Habrá, pues, que empezar a cuestionarse muchos de los valores que ellos han impulsado interesadamente. Mientras estás señalando a un migrante por cobrar una ayuda, el negocio de las autopistas es rescatado con dinero público (5.000 millones), rescatamos a la banca con 87.000 millones, las grandes empresas del IBEX35 escaquean cerca de 100.000 millones al año. Y aun así, seguimos pagando la deuda creada por los banqueros y sus respectivos intereses, en los que se va un tercio del presupuesto del Estado. ¡Y luego hay tantos que siguen señalando a un pobre que lucha por sobrevivir en este infierno!

Creo que nos va a hacer falta mucho amor y compasión para poder salir de esta: sin el apoyo mutuo, sin redes de protección material y —sobre todo— emocional, no podemos avanzar hacia una sociedad más justa. Romper la espiral individualista, abandonar el consumo como estimulante vital, aprender a compartir, a empatizar con aquellas personas que han dejado su vida atrás a sus familias y sus raíces por no morir por hambre o guerras o para no ser sometido a la esclavitud más atroz (requisito indispensable para mantener nuestro modo de vida, recordemos). Esas personas se han jugado la vida, literalmente, para llegar a una tierra prometida que finalmente le recibe con una discriminación que nos debería avergonzar como seres humanos.

Refugiados en el campo de detención griego de Fylakio (2010). Foto: Ggia (Creative Commons License 3.0 Share-Alike)

 



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