Que se vayan todos

En diciembre de 2001, en medio de las grandes protestas del pueblo argentino, surgió esta consigna: "¡Que se vayan todos!".

Tras años de aplicar rigurosamente la receta neoliberal, Argentina se había convertido en el alumno modelo del FMI. Los neoliberales prometían, como siempre, que sus medidas, aunque amargas, a largo plazo sacarían al país de la crisis. Es decir, repetían algo semejante al "Estamos mal, pero vamos bien" de Teodoro. Ya hacía tiempo que habían privatizado la protección social y recortado los presupuestos de salud y educación. El FMI aplaudía a ese gobierno tan sabio y a esos economistas tan perspicaces.

Unos meses antes de ese diciembre le habían entregado miles de millones de dólares al sector financiero privado, esperando que apuntalara la economía. Sectores de clase media, siempre desprevenidos, habían comprado eso de darle los dólares a los capitalistas para que produjeran, pero como no se le veía el queso a la tostada, ya estaban dudando de la sapiencia de la medida. Pero lo del "corralito", la limitación al retiro de los efectivos de las cuenta bancarias, fue la penúltima gota que derramó el vaso. Cuando le cerraron el acceso a sus propios ahorros, vislumbraron al fin el secreto de todo gobierno neoliberal: es un Robin Hood al revés: roba al pobre para darle al rico. Así que prácticamente toda la clase media pasó a engrosar la protesta que hasta ese momento había sido mantenida por los trabajadores. Ahora sí eran todos.

Y allí fue cuando el gobierno lanzó la última gota que derramó el vaso: prohibió las manifestaciones. Lo que provocó que las protestas fueran más masivas y sin horario. Ya no había vuelta atrás. Así surgió la consigna "Que se vayan todos".

Como toda consigna tenía varias interpretaciones: que renunciaran todos los gobernantes, a todos los niveles, era una. Otra era que se vayan todos, tanto los gobernantes como la oposición; que Argentina tenía lo que llamaríamos una crisis de representación.

Cuando escuché la consigna en el 2001, me emocionó por su radicalidad. Verán, guardo un pedacito anarquista en mi corazón, y la idea de empezar de cero a construir el mundo me enternece sin remedio. Además, es inevitable la influencia hollywoodense: que una larga serie de malos entendidos y ásperos desencuentros desaparece en un beso de la pareja protagonista.

Pero fueron unos cuantos minutos. Porque entonces mi corteza cerebral le dijo con frialdad a mi corazón: esa no es salida. Así no se sale de la crisis. Porque, en primerísimo lugar, hay que tener una política, definirla. Y, también, hay que crear un frente para esa política, es decir, hay que aglutinar a todos los antineoliberales.

Como sospechará el lector, este recuerdo me surge por la situación actual del país. Y al leer el último artículo de mi querido amigo Jesús Puerta sobre las voces del desengaño, la desesperación y la desesperanza.

La desesperación es mala consejera, y pulula en los ingenuos que creyeron que entregando la Asamblea a la Oposición no harían más colas. Tampoco el precio del petróleo subirá con la salida de Maduro, ergo, no se acabará la escasez. Ni se irá la crisis disolviendo la Asamblea.

Lo que sale es exigirle al gobierno que asuma una política seria contra la crisis, una política que vaya más allá de actos mediáticos. En sana lógica debería ser el chavismo, siendo un movimiento popular, el adalid de esta exigencia de rectificación. Pero no ha sido así, y la crítica más contundente a los desaciertos del gobierno, crítica de la desesperanza, la hicieron los dos millones de votantes chavistas que se abstuvieron en diciembre. Los cuadros medios del chavismo o están encerrados en el mundo de las consignas o hacen un esfuerzo asombroso por enterrar la cabeza en la tierra.

Mientras, la desesperación crece y se propaga porque no tiene contención. Y la desesperación solo aconseja actos de fe y locuras.



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Orlando Zabaleta

Editor, escritor, articulista, publicista y diseñador gráfico.

 orlandojpz@yahoo.com

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