Este escrito no es una apología voluntaria: lo es, por la fuerza del raciocinio…
Nunca proclamaron abiertamente una superioridad racial ni moral, pero los británicos la ejercen sin decirlo. No la necesitan. La manifiestan en su manera de organizarse, en la eficacia de su Estado, en su sentido del orden y en la convicción —serena, inconmovible— de que su modo de vida es lo más razonable posible. Desde hace siglos han conseguido que gran parte del mundo, aun sin confesarlo, piense y funcione según sus parámetros.
Una isla sin recursos naturales, castigada por la niebla y por la estrechez, se vio obligada a inventarse una salida. Y la encontró: el comercio, el dominio del mar, el imperio. La escasez, lejos de anularles, los aguzó. Tuvieron que racionalizarlo todo: el tiempo, el trabajo, la moral, las jerarquías. Mientras los pueblos mediterráneos confiaban en el azar y en la abundancia, ellos aprendieron a desconfiar de ambas cosas. Su fuerza ha sido siempre la planificación y el autocontrol.
La sociedad británica —como la india— se ha sostenido sobre una aceptada estratificación. Ninguna de las dos ha necesitado destruir la desigualdad: la han convertido en un orden. En eso reside una parte de su eficacia, y también de su frialdad. A los británicos les basta con que el mecanismo funcione, aunque chirríe. El éxito de su modelo está en haber hecho de la jerarquía una costumbre moral, pero con otros mimbres muy diferentes del papado y la monarquía.
De esa matriz disciplinada y metódica nació el mundo moderno. La Revolución Industrial, la expansión colonial, la lengua inglesa convertida en lengua universal, la ciencia aplicada, la política parlamentaria, la diplomacia de guante blanco y, finalmente, la hegemonía de sus descendientes norteamericanos. Todo lo que define la civilización contemporánea —incluso su banalidad— tiene acento inglés.
Y ahí nace mi contradicción: admiro su talento para crear sistemas sólidos y previsibles, pero rechazo su consecuencia última: haber impuesto su lógica a casi el resto del planeta. Lo que ellos llaman progreso es, en gran medida, la sustitución silenciosa de todas las demás formas de pensar. Han logrado el milagro de hacer pasar por natural lo que es estrictamente británico.
De ese molde surgen los Estados Unidos, el hijo que heredó la inteligencia del padre y la vulgaridad de la multitud. Los estadounidenses llevaron la eficacia británica al extremo de lo mecánico, despojándola de la elegancia, del pudor y de la distancia que todavía conservaba su progenitor. Si los ingleses dominaron el mundo desde sus instituciones, los norteamericanos lo hacen desde la pantalla. El resultado es el mismo: la adhesión global a un modo de ser, de hablar, de consumir y de pensar que ya nadie se atreve a discutir.
El imperio británico desapareció en los mapas, pero no en la mente de gran parte del mundo. Ha mutado en una hegemonía invisible que regula el lenguaje, la moral, la educación, la ciencia, la economía y hasta el sentido del humor. Lo británico se ha disuelto casi en lo universal con la misma sutileza con que el té —que hicieron suyo hace siglos como bebida nacional— se disuelve en el agua caliente.
Por eso mi sentimiento hacia ellos es doble: admiración por su genio y rechazo por su éxito. Sin el talante necio y ruidoso de los estadounidenses, los británicos siguen siendo —con su cortesía distante y su dominio silencioso— la nación que, sin proclamarlo, consiguió que casi el planeta entero quisiera parecerse a ellos.
Pero lo último que haría en mi vida sería vestir camisetas con palabras o lugares anglosajones para recordarme que ahí están ellos. Ellos o sus descendientes yanquis…