Si Estados Unidos fue la Meca o Eldorado para millones de europeos entre 1820 y 1920, aunque continuó siendo destino de emigración intensa hasta mediados del siglo XX, hoy se perfila como lo que fue una gran nación en evidente decadencia.
La destrucción de los grandes organismos humanos —imperios, civilizaciones, estructuras colosales— nunca se ha observado sucediera desde fuera, por agentes o causas externos. Se consumen desde dentro, por implosión o tras un lento y manifiesto declive: primero anomia, ausencia de reglas, luego descomposición. Pues bien, actualmente el alcoholismo, las drogas, la depresión, la desintegración familiar, los constantes divorcios… van minando la salud colectiva y el sustrato moral de la nación. De ahí, al desmoronamiento de toda la sociedad, apenas hay un paso medido quizá en dos o tres décadas. La sociedad estadounidense parece hallarse en ese proceso, acelerado como el de una estrella gigante roja en fase moribunda.
La descripción que hace Sant Roz de gran parte de la sociedad estadounidense, es patética. Y si se acepta que toda decadencia es irreversible, no hay renacimiento, la imagen deviene dramática. Pero si se interpreta el proceso como una septicemia social, entonces es sencillamente trágica.
En el antiguo Imperio de Roma, después de 1.400 años, terminó subastándose el cargo de emperador. Nadie lo quería. En este imperio americano postmoderno, aún se lo disputan. Pero después de presidentes al frente de guerras de saqueo y especialmente las últimas con mentiras alevosas, la figura del actual mandatario, con sus luces y sombras, encarna también ahora esa misma decadencia. A menudo, deseando zanjar de un solo golpe los múltiples frentes abiertos en lo que fue la nación más poderosa del planeta, se muestra como un desequilibrado que oscila entre la ansiedad y la desesperación al ser consciente de que no puede con todo: la imagen precisa del presidente de la decadencia "americana".
