La ética docente, más que un principio, es una forma de resistencia silenciosa que sostiene la esperanza colectiva.
En tiempos donde la mentira se disfraza de información y la indiferencia amenaza con volverse norma, hablar de ética puede parecer un acto ingenuo.
Sin embargo, en el ámbito educativo, la ética no es un discurso moralista: es una práctica pedagógica profundamente revolucionaria.
Cada vez que un docente exige respeto, convoca los espacios colegiados de participación, defiende la verdad frente al rumor o la dignidad frente a la manipulación, está realizando un acto de profundo respeto por lo correcto y lo justo. Está ejerciendo poder, no para dominar, sino para transformar. Porque la verdadera transformación no nace en los escritorios ni en los decretos, sino en la conciencia.
Ya lo advirtió el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa en su obra Los Maestros, Eunucos Políticos:
"El más político de los ciudadanos debe ser el maestro y, siendo el más político, será el menos politiquero, porque será el hombre que crea, el hombre del pensamiento y de la idea, el que orienta y estimula, el que detendrá todo amago de arbitrariedad y toda opresión."
Estas palabras, escritas hace décadas, conservan una vigencia inquietante. En una sociedad donde la verdad suele diluirse entre versiones e intereses, la palabra del maestro sigue siendo un acto de coraje y de esperanza.
Cada gesto cotidiano —escuchar al estudiante, defender una verdad incómoda, enseñar con coherencia— también es un acto ético, una forma de resistencia que construye país desde el aula.
Frente a la manipulación y el conformismo, la ética docente continúa siendo una práctica de coherencia y compromiso. No se impone, se practica. No se declama, se encarna.
Por eso, la ética del maestro no es solo una obligación moral: es el cimiento de la libertad, la justicia y la conciencia crítica que toda nación necesita para renacer.
En tiempos de crisis, el maestro no solo enseña: custodia la verdad y la di
gnidad de su pueblo.