Belén Sanjuán comprendió con luminosa claridad que una república escolar no debía ser la réplica del Estado que teníamos, sino el ensayo vivo de la nación que aspirábamos construir.
Su mirada trascendía lo pedagógico en sentido estricto: era una visión crítica, ética y profundamente política, que concebía la escuela como el espacio donde la democracia dejara de ser consigna para convertirse en experiencia cotidiana.
El aula, nos recuerda, no puede ser territorio de obediencia pasiva, sino un espacio de deliberación, respeto y libertad.
Allí donde el poder se ejerce desde el miedo, la palabra del maestro se transforma en acto de resistencia moral.
Cada escuela venezolana puede —y debe— funcionar como un microcosmos democrático, donde estudiantes, docentes y familias participen en decisiones colectivas, aprendan a debatir sin temor y a convivir en la diferencia.
Como afirmaba Sanjuán: "la democracia no se enseña, se vive."
Esta convicción dialoga con la advertencia de Arturo Uslar Pietri, quien sostenía que una democracia sin cultura cívica es una forma vacía.
En el terreno educativo, ocurre lo mismo: una gestión sin ética ni participación se convierte en un cascarón administrativo, incapaz de formar conciencia.
Pensadores como Sanjuán y Uslar Pietri entendieron que la raíz del sistema educativo está en erradicar el miedo como herramienta de control y sustituirlo por transparencia, diálogo y rendición de cuentas.
Solo así la escuela puede cumplir su verdadera misión: formar ciudadanos libres, críticos y responsables.
Porque únicamente en una escuela donde se escuche, se dialogue y se respete, puede germinar la conciencia democrática que el país necesita para su estabilidad y futuro.
