Por decisión de Carlos III, en 1777 bajo el nombre de Capitanía General de Venezuela

Más de dos siglos y medio, que es como decir la infancia y la pubertad de un pueblo, los habían pasado sin conocerse, ni tener vínculos sociales, económicos y administrativos entre sí, para que después, como sucede en los matrimonios de viudos con hijos por ambas partes, los pongan a vivir juntos, bajo una misma autoridad y pretendiendo que se llamen hermanos. Bajo el nombre de Nueva Andalucía o Provincia de Cumaná habían crecido los tres estados orientales, teniendo a Cumaná como centro de un mundo que nada tenía que ver con la provincia de Caracas. Mal, pero muy mal, recibieron el mandato real que los supeditaba a Caracas, como lo expresaron desde los primeros momentos de la Independencia y a poco de terminar la guerra, cuando de no haber sido los ingleses de Trinidad, que estaban esperando el momento de la secesión para caerles encima, hoy serían la República Oriental, tal como pasó en la Argentina con el Uruguay. Otro tanto sucedía con el Zulia, Mérida, Táchira, Barinas y la casi totalidad de Apure, que si por un tiempo conformaron una unidad política, alternándose el centro del poder entre Maracaibo, Mérida y Táchira, Barinas, para luego escindirse en partes, más tenían de común entre ellos, no obstante sus diferencias, que semejanzas e intereses comunes con los orientales y los caraqueños. Por más que Coro y Barquisimeto hubiesen sido matrices de la Provincia de Caracas, el tiempo, las enormes distancias y la aridez del suelo habían determinado su segregación de la región central, que terminaba o comenzaba en Tocuyito, dando lugar a un regionalismos feroz, tratar como es debido el valor de los regionalismos antagónico a la perspectiva caraqueña. Nuestros historiadores, provincianos la mayoría, no suelen tratar como es debido el valor de los regionalismos. Insisten hasta el paroxismo en nuestras luchas contra España; hablan de la lucha social, y sólo al paso de la guerra racial; y sólo muy de vez en cuando de la razón sustancial, la razón más importante de nuestras pugnas guerreras y políticas desde 1810 hasta nuestros días; la pugna por tomar el poder establecido en Caracas, para hacer valer allá la supremacía de las provincias. Páez, llanero de las provincias de occidentales, llegó hasta el extremo de trasladar la capital a Valencia, eterna antagonista de Caracas. Monagas gobernó con los orientales y Falcon con los corianos, como lo haría Gómez años después, a nombre de los andinos. La Silla Presidencial, que luego sería la de Miraflores, ha sido una especie de espada Excalibur, que basta tenerla para imponer el mandato de quien la ocupe al resto del país.

—"Doña Carlota amaba filialmente a la hermana del Libertador, sol y centro de su numerosa parentela y del viejo mantuanaje, maltratado y desposeído por los nuevos amos del país. María Antonia a su vez correspondía maternal y posesiva al amor de Carlota. Consolaba de la destitución de Antonio Leocadio Guzmán. Es que tu marido, mijita, es como el cuento aquél del alacrán y el sapo. Él tiene que hacerle daño a quien le brinde confianza y apoyo. La doblez es su índole y la maldad su quehacer. Traicionó a Simón, mi hermano, a Páez y a Vargas. De haber estado en mis manos –decía a Carlota–, lo hubiese matado a pellizquitos. No le perdonaré jamás la cochinada que le hizo a Simón, luego de arrastrarse a sus pies hasta merecer su confianza y cariño. No contento con esto, tu marido preparó con Páez el decreto de expulsión, siendo, además de redactor de aquella infamia, el primero en firmarlo. Todo esto es obra del canalla de tu marido. ¡Date con una piedra en los dientes!, que haya sido destituido nada más, porque han debido fusilarlo. Es un bicho, un mal hombre, que siempre muerde la mano al que le da de comer.

"La ira de Antoñito alcanzaba punto de hervor cuando otra revelación de María Antonia lo sacudió de lleno.

"De haber sabido que andaba más que de amoríos, lo hubiese mandado a matar para evitar que se emparentase con nosotros. Pero como tenías cuatro meses en estado, no me quedó más camino que callar para evitar murmuraciones. Lo que no sirvió para nada: no nacen niños de cinco meses. ¡Qué vergüenza tan grande, Dios mío, la que me hicistes pasar y los chimes que se corrieron por el asunto! No hay día que no me arrepienta de no haberlo mandado al infierno, que es lo que merece, y de no haber abandonado a Antoñito en el atrio de la Catedral".

—"Nos fuñimos los caraqueños" –rumiaba Guzmán desde su bestia, al escuchar al hijo de Monagas hablando del país, como si éste fuese un botín de guerra a merced de los triunfadores–. Pero no podrán contar nosotros. Siempre hemos sido los más hábiles, las sombras tras el trono, los ministros y secretarios de los caudillos triunfantes. Ya hemos aprendido a aceptar que los Páez, los Falcón y los Monagas se sienten en La Silla, siempre y cuando acaten nuestras decisiones. Caracas es la única ciudad de Venezuela que mantiene íntegra su clase dirigente, la que mantiene el poder del verbo, la que mejor maneja la lisonja y el veneno. Los condotieros de los caudillos triunfantes no son más que pobres campurusos analfabetas, a los que metemos en un saco en menos de lo que espabila un cura loco. Ya sabré meterme, como es debido, al viejo Monagas, y hacerme el indispensable valido, tal como lo hiciera con Falcón hasta que más pudieron los chismes e intrigas que todo mi talento. Lo único malo es José Ruperto. Con gente tan bruta no se puede ni ir a misa. Se cree omnipotente y todopoderoso. Cree que puede gobernar tras su padre y después de su padre con sólo proponérselo, apoyado por sus mesnadas.

No obstante disfrutar de la simpatía plena de José Tadeo Monagas, a quien visitaba asiduamente en El Valle, la prensa volvía con más encono al ataque contra Guzmán reiterándole los insultos de siempre: ladrón del empréstito, traidor y vanidoso. A pesar de dejarle fuera de quicio los insultos en letra de molde, ya había aprendido la lección fundamental de su padre: ponerse piel de caimán, si se tiene aspiraciones a la vida pública. La prensa no hace tanto daño como creía al principio; las palabras se las lleva el viento; la gente recuerda lo que le interesa; la inmensa totalidad del país es analfabeta. "Papel no tumba gobierno", le había dicho Monagas en su primer mandato, cuando sus detractores lo cubrieron de acusaciones. "Siempre y cuando se tenga el poder, nada es temible".

—No tengo el poder, pero estoy cerca de él, que es la mejor forma de alcanzarlo. A través del viejo Monagas volveré al solio presidencial. Sólo que esta vez no seré para ser sombra de nadie. Seré el jefe único, el Dios de la Paz y de la Guerra. Necesito tiempo para organizar más gente antes que Monagas tiemple el cacho.

Monagas, y su fiel amigo y lugarteniente, el General Juan Sotillo, disfrutaban a plenitud de las conservaciones de Guzmán, al que tenían como muy faculto y despierto. "Es Mefistófeles seduciendo a Fausto", señaló a José Ruperto su primo, Domingo, a quien se tenía por bien leído. Luego de una sobremesa que Guzmán se vio obligado a abandonar pretextando algún problema, José Tadeo Monagas dejó caer:

—Antoñito, además de ser un buen muchacho, es un palo de hombre, que no parece ni prójimo de Antonio Leocadio, el gran traidor.

A lo largo de tres meses la ascendencia de Guzmán sobre Monagas, para desesperación de sus contrarios, fue de continuo en ascenso. El antiguo lugarteniente de Falcón se conducía como hábil ajedrecista, como se lo decía al grupo cerrado de unos cuantos admiradores, que tres veces a la semana reunía en su casa para indoctrinarlos sobre sus tácticas y creencias.

Guzmán confiado en su habilidad, hizo omiso de las advertencias del militar, que por fidelidad tribal apoyaba al hijo de su jefe, como si Venezuela fuese un reino y los Monagas una dinastía. En Venezuela ha quedado siempre en el aire un olorcillo de monarquía, que los eufemistas llaman nepotismo. Falcón lo práctico en su tiempo, Guzmán lo haría luego, y el Benemérito intentó lo mismo con su hermano Juancho y con su hijo José Vicente. No estén creyendo que esa tendencia es indígena. Los caciques no eran hereditarios; esa manía de nuestros gobernantes son reminiscencias feudales de los conquistadores. Guzmán, no le hizo caso al viejo Sotillo. Con su cara dura tradicional, fue el primero en presentar sus parabienes a José Ruperto, sin importarle los decires del heredero. Fue tal su perseverancia en demostrarle su simpatía al hijo de Monagas, que éste, que nunca superó el resquemor que le profesaba, depuso su hostilidad al considerarlo árbol caído y listo para leña. Craso error que habría de pagar con creces el joven Monagas, al subestimar la capacidad de intriga de su taimado opositor, quien como un carbonario fue organizando una amplia red para tomar el poder.

Ya sea porque lo tenía calculado, como dicen algunos, o por mera vanidad, decidió dar un suntuoso baile. Al que asistiría lo más granado de la sociedad caraqueña, con los que había vuelto en los mejores términos, con excepción de los Toro, los Herrera, los Vegas y los Palacios, que lo rechazaban más con asco que con desprecio, más con profunda antipatía que con verdadero odio.

La fiesta debía ser una demostración de su poder social, y se invitó a lo más selecto de la alta oligarquía caraqueña, la vieja y la nueva sociedad, la procedente de la colonia, tradicional y mantuana, y la que se había injertado al árbol secular a raíz de la Independencia y de los mandatos de Páez, de Monagas y Falcón, siempre y cuando tuvieran buena presencia, cuantiosa fortuna y refinamiento. El cuerpo diplomático vendría en pleno, al igual que los ricos comerciantes alemanes, ingleses, franceses y norteamericanos instalados en Venezuela desde 1830. Un problema se le presentaba, ¿qué hacer con buena parte de sus lugartenientes? Eran gente de color, sin modales ni refinamientos, a quienes odiaban por sus historiales y despreciaban por su aspecto. ¿Cómo no invitar a Matías Salazar o a Joaquín Crespo, al igual que a una docena más de capitostes de la Federación, sin exponerse al resentimiento y a todas sus consecuencias? Serían un luna peludo en medio de tan distinguida concurrencia, ¿pero qué otra cosa se podía hacer? La solución vino oportuna: su buen amigo y hábil diplomático Rojas Paúl se encargaría de enchiquerarlos en un rincón, evitando así el contacto con sus ilustres invitados.

A las diez de la noche de aquel 14 de agosto de 1869, comenzaron a llegar los invitados. El primero en hacerlo fue el viejo Guzmán, quien bajó de su admirado landó. Su traje de etiqueta, el trato que le daba el barbero a sus patillas y un bisoñé rojizo le concedían un distinguido aspecto de baronet. Acto seguido, llegaron con toda puntualidad los ministros de los Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Holanda, Parma, España y demás miembros del cuerpo diplomático. Con bastante retraso, en demostración de elegancia, hicieron su arribo personajes del gran mundo social, como Vicente Ibarra, Carlos de la Madriz, Martínez Egaña, Martín Sanabria, Rojas Paúl, Laureano Villanueva, José Ignacio Pulido, Diego Bautista Urbaneja, Felipe Larrazábal, Alejandro Ibarra, Juancho Madriz, Manuel Azpurúa, Luis Vallenilla, Manuel Antonio Matos, Jacinto Gutiérrez, H.L. Boulton y Juan Röhl.

En un rincón del patio, tal como lo había previsto Guzmán, estaban sus generales, algo encogidos en sus trajes confeccionados o prestados a última hora, enturbiando el ambiente de gran mundo que se había propuesto.

—Jean—le dijo al mayordomo que se trajo de Francia, para indignación de Juan Sabroso—, a los de aquel grupo —ordenó mostrando a los militares—, me les pasa cerveza. Champaña al resto.

Matías Salazar, que pasaba en ese momento y alcanzó a oírlo, le ripostó bronco:

—La buena carne para los ricos y el huesero para los pobres. Lo felicito general, por su espíritu democrático. Lo que soy yo me pinto…

—¡Espera Matías!—balbuceó Guzmán, intentando una excusa. Perro ya Salazar trasponía el portón.

Los grandes ventanales abiertos hacia la calle permitían a las barras admirar a tan selecta concurrencia, así como las lámparas de bacarat y espejos venecianos, orgullo de Guzmán Blanco. Al comienzo de la fiesta los mirones eran unas cincuenta personas, una hora más tarde era un hervidero humano. De pronto saltó un grito:

—¡Guzmán, ladrón!

Una piedra atravesó los barrotes y se estrelló contra la gran lámpara que iluminaba el salón. De inmediato saltaron otras piedras e injurias de pocas manos y muchas bocas. Era una marejada amenazante de imprecaciones, que avanzaba hacia la casa. Los invitados, temerosos, se replegaron a los patios interiores, mientras los hombres, en busca de un arma, se palpaban inútilmente los bolsillos de sus apretados fracs. Para colmo, los compañeros de Salazar, percatándose de la discriminación que se les hacía, se habían retirado momentos antes de comenzar la pedrea, quedando la casa desguarnecida. Algunos de los agresores traspusieron el portón; los encabezaba un modo de buena familia. Andueza Palacio lo derribó de un puñetazo en la boca, mientras Juan Sabroso caía sobre los invasores a punta de garrotazos. Vaciló la horda, una docena de caballeros vestidos de frac esgrimiendo escobas y cacerolas, los expulsaron del zaguán, sin abandonar el sitio.

—¡Muera Guzmán Blanco!—gritaba una voz, sucedida por un coro de cincuenta voces.

Don Francisco Herrera Luque.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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