Los nietos de Alfonso VI (1139-1188)

Muy diferente a sus madres son sus hijos y herederos Alfonso I de Portugal (1111-1188) y Alfonso VII de Castilla (1126-1157). Ambos son dos grandes reyes y con mayúscula. El primero gozaría fama de Santo; de sabio y omnipotente, el segundo. Alfonso VII fue el monarca más excelso de su tiempo. Alfonso de Portugal, la línea cristalizadora de su pueblo. Llegó a ser éste último un gran ejemplo. Su poderosa individualidad dominó desde tan alto que por largo tiempo continuó inspirando y nutriendo la obra que le sobrevivió. Murió a los setenta y seis años, glorioso y humilde, vestido de burda estameña y roído por la amargura de haberse sobrevivido. Sus últimos años tienen el sello de la melancolía. "La vejez pesa bruscamente sobre sus hombros —escribe Chantal— el monarca se retira para hacer el balance de su vida". Está cojo y sombrío. Su humor se entristece paulatinamente. Hace crisis con la partida de su hija Taraja que se marcha a Flandes para casarse con el conde de aquellos dominios. En 1146 se había unido en matrimonio con Mafalda de Saboya. De esta unión nacerían siete hijos y cuatro hijas. A su muerte lo sustituye en el trono su hijo Sancho I (1144-1211), tan buen rey y tan excelente hombre como padre.

Alfonso VII de Castilla, el hijo de Urraca, después de una existencia brillante, murió a los cincuenta y un años de edad fulminado por la fiebre (1157). Sabio y prudente gobernó a sus súbditos con dulzura y fue lo suficientemente animoso como para imponerse y dominar a todos sus poderosos vecinos. "Bajo cualquier punto de vista —dice Lafuente— que se mire la vida de Alfonso VII, por todos lados aparece grande, activa y gloriosa. Con razón —añade el historiador— lloraron su muerte todos sus súbditos.

Los Biznietos castellanos de Alfonso VI (1157):

Alfonso VII el Emperador dejó dos hijos al morir: Fernando y Sancho, e incurrió en la funesta manía de dividir su reino entre ellos. Al primero le cedió León y al segundo, Castilla.

Efímero fue el reinado de Sancho II de Castillas (1157-1158) llamado el Deseado por lo mucho que tardó en nacer como por lo poco que tardó en morir. Fue de condición benigna y apacible —señala Cánovas. "Sólo tuvo tiempo —observa Lafuente— para descubrir las altas prendas que hicieron lamentar su temprana muerte. No fue así su otro hermano Fernando. Como si la sangre de su abuela Urraca y la de sus antepasados fratricidas se hubiesen removido con el matrimonio de su padre con su prima Berenguela de Provenza, Fernando de León es de nuevo la imagen de la desazón, la ambición y la ausencia de principios. Era ambicioso, sin escrúpulos, desconfiado sin razón y poco agradecido —anota Cánovas—. De todos se recelaba y temía que su hermano se apoderase del reino, cuando era todo lo contrario, como lo demostró al entrar a sangre y fuego en Castilla al saber la muerte de Sancho, a fin de arrebatarle la herencia a Alfonso VIII, rey niño de apenas tres años de edad.

Le sucedió su hijo. Alfonso IX.

Alfonso El Baboso (1188-1217):

Peor que su padre fue Alfonso IX. Si en Fernando II la desazón patológica es apenas un presentimiento, en su heredero es una realidad concreta que no ofrece dudas sobre su insania.

Todos los autores están de acuerdo en sostener que fue un hombre problema, truculento, se peleó con todos, y que dio muestras de una crueldad feroz.

Aborreció particularmente a su hijo y sucesor, Fernando III. Lo combatió personalmente con las armas en la mano y a su muerte dejó expresamente manifiesto que no lo sucediera en el trono. "Señor padre, Rey de León, mío Señor —le escribía San Fernando a Alfonso IX— ¿qué saña es ésta? ¿Por qué me facedes mal y guerra? Yo non vos lo merecido…

Fue violento, impetuoso y practicó la guerra aun en aquellos tiempos con saña y crueldad. Con facilidad turbada el reposo público, fomentaba discordias y hacía alianza con los infieles. De la misma forma que incurría en el mayor delito que en aquellos tiempos se pudiera cometer: faltar a la palabra y ser desleal.

Era de aspecto naturalmente terrible y algo feroz" —escribe Lucas del Tuy—Distinguióse por su dureza en el castigo de los delincuentes, pues pareciéndole suaves las penas que se imponían a los criminales —señala Lafuente—, añadió otras extraordinarias y hasta repugnantemente atroces, tales como sumergir a los reos en el mar, las de precipitarlos de la torre, ahorcarlos, quemarlos, cocerlos en calderas y hasta desollarlos. Que tales horrores no fueron hijos de su tiempo, lo demuestra el espanto de su contemporáneo el Tudense cuando comenta las abominaciones de Alfonso XI. Ya en esa época —como dice Altamira— se habían suavizado mucho las penas. Así por ejemplo, la del tormento sólo podía usarse en causas graves y previas formalidades de juicio y cuidando que no se produje la muerte ni la perdida de miembros importante del atormentado. Ya a fines del siglo XI —continúa el mismo autor— eran mal vistos los reyes que utilizaban los tormentos que empleaba Alfonso IX.

Era además perfeccionista, justiciero, susceptible y desconfiado. Todos los cronistas señalan "la facilidad con que el rey daba oídos a hombres chismosos". Un rey tan poco santo como éste, aseguraba que San Isidro se le aparecía para conducirle.

Los árabes, que fueron sus aliados numerosas veces, lo denominaban Alfonso el Baboso, que en aquella época significaba lo mismo que el loco. ¿Sería un esquizofrénico paranoide Alfonso IX? No es fácil aclarar esta pregunta con los escasos datos que aporta la historiografía. De algo sin embargo, estamos seguros: De su anormalidad.

—Los Reyes de Castilla, Navarra, León y Portugal desde Sancho El Mayor hasta Alfonso VIII (1036-1214).

Véase a continuación, después de este largo itinerario de horror desde el siglo VIII hasta el siglo XIV, como una familia, la que desciende de Ramiro I el Bastardo, hijo de Sancho el Mayor de Navarra, se mantiene digna, reposada y sana en el mismo tiempo y en el mismo espacio en que Castilla y Portugal gimen bajo la férula insana de los reyes Borgoñeses y Plantagenets. Lo que nos demuestra que la ferocidad y el crimen brutal nuca fueron hijas de un determinado tiempo, ni de una peculiar cultura.

Menéndez Pidal —Historia de España—

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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