La humanidad comparte con todas las especies vivas una condición fundamental: la igualdad esencial entre sus miembros.
En la naturaleza, los individuos de una misma especie no suelen dividirse entre sí por jerarquías arbitrarias ni se infligen odio sistemático.
Sin embargo, en la especie humana se ha normalizado una anomalía evolutiva: la división entre nosotros mismos. Esta fractura no es natural; es fabricada, impuesta y mantenida por intereses que se alimentan de la discordia.
A lo largo de la historia, se ha inculcado en las conciencias colectivas una forma de hostilidad intraespecífica comparable a un experimento de laboratorio: se nos ha inyectado, como a ratones condicionados, un rechazo mutuo basado en pigmentación, clase social, origen geográfico o nivel educativo. Negros contra blancos, pobres contra ricos, ricos contra pobres. Este odio no surge espontáneamente; es cultivado. Y detrás de su persistencia hay una lógica perversa: mientras los humanos estemos enfrentados entre nosotros, no advertiremos quiénes realmente se benefician de nuestra fragmentación.
Porque, en esencia, todos somos obreros. No en el sentido limitado y reduccionista que asocia la palabra "obrero" únicamente con el trabajo físico, sino en su acepción más profunda: todo ser humano que entrega su tiempo, conocimiento, esfuerzo y creatividad a la construcción de algo por ejemplo una casa, una cura, un puente, una clase, una empresa, una limpieza está realizando una obra. El albañil y el cirujano, el maestro y el campesino, el ingeniero y el artista, el empresario que arriesga su capital y su energía en concretar una idea, todos participan del mismo acto fundamental: transformar el mundo mediante el trabajo. En ese sentido, no hay jerarquías éticas entre oficios. Todos somos productores, todos somos necesarios.
Pero toda especie, incluso la humana, tiene sus parásitos. Individuos que no crean, no construyen, no siembran ni curan, sino que se alimentan del esfuerzo ajeno. Estos "sanguijuelas sociales" dependen de que la humanidad siga fragmentada, de que no reconozcamos nuestra igualdad fundamental.
Porque si internalizamos que el otro no es un enemigo , sino un compañero de especie, un igual en dignidad y propósito dejaríamos de competir por migajas y exigiríamos justicia colectiva. Y ellos, los verdaderos depredadores, perderían su hábitat de explotación.
La solución no radica en más control, sino en más conciencia. No necesitamos más policías ni ejércitos para reprimir los síntomas de una sociedad enferma.
Necesitamos curar la enfermedad en su raíz. Por eso, en lugar de invertir en aparatos represivos, deberíamos apostarle a los saberes que nos humanizan: sociólogos que analicen las estructuras de desigualdad, antropólogos que nos recuerden nuestros orígenes comunes, psicólogos que sanen las heridas del trauma social, politólogos que diseñen instituciones inclusivas, artistas, deportistas y educadores que cultiven la empatía desde la infancia.
Porque la delincuencia no nace del vacío. Es el fruto amargo de la exclusión. Detrás de cada acto violento hay un niño al que se le negó el derecho a soñar, a aprender, a pertenecer.
Si desde temprana edad se les enseñara a los niños quiénes somos como especie, de dónde venimos, y que todos sin distinción merecemos un lugar digno en este mundo, crecerían con un sentido de pertenencia, no de rencor.
Desmontar la deshumanización no es un ideal romántico; es una urgencia ética y política. Solo cuando dejemos de vernos como rivales y reconozcamos en el otro a un igual coocreadores del mundo que habitamos podremos construir una sociedad que no se devore a sí misma, sino que se sostenga en la solidaridad, la cooperación y la justicia.
Ese día, ya no necesitaremos represión. Porque habremos dejado de ser enemigos… y habremos vuelto a ser humanos.