Derechos proclamados, derechos negados

A continuación presento una reflexión histórica y geopolítica sobre la brecha entre norma y realidad

A lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI, la comunidad internacional ha construido un andamiaje normativo sin precedentes en torno a los derechos humanos. Declaraciones, pactos, convenciones y constituciones nacionales han consagrado principios universales que, en teoría, deberían garantizar la dignidad, la libertad y la igualdad de todas las personas. Sin embargo, la historia reciente muestra con crudeza que la existencia formal de estos derechos no implica, necesariamente, su efectividad ni su protección real. Más bien, en múltiples contextos, los derechos humanos han sido utilizados como instrumentos retóricos; cuando no como herramientas de dominación simbólica por regímenes que, simultáneamente, los violan de manera sistemática.

Este fenómeno no es nuevo. Durante el régimen de Benito Mussolini en Italia (1922–1943), por ejemplo, el Estado fascista promovía una narrativa de orden, progreso y unidad nacional que, en apariencia, buscaba el bien común. No obstante, detrás de esa retórica se erigía un aparato represivo que suprimía las libertades civiles, criminalizaba la disidencia y subordinaba al individuo a la lógica totalitaria del Estado. Los derechos no eran negados abiertamente; simplemente se subordinaban a una "razón de Estado" que los vaciaba de contenido.

La ciudadanía era llamada a participar en rituales de lealtad, mientras se le negaba el derecho a cuestionar.

Un patrón similar aunque en un contexto ideológico distinto se observó en Chile bajo la dictadura de Augusto Pinochet (1973–1990). A pesar de que el régimen justificaba su toma del poder en nombre de la "defensa de la democracia" y la "lucha contra el caos", implementó una política sistemática de desapariciones forzadas, tortura, censura y persecución política. Curiosamente, durante buena parte de ese período, Chile mantuvo una fachada institucional: había una constitución (la de 1980), un sistema legal y hasta elecciones plebiscitarias. Pero estas estructuras no protegían a la ciudadanía; al contrario, servían para legitimar una arquitectura de impunidad. Los derechos existían en el papel, pero su ejercicio real era castigado.

En la actualidad, dinámicas análogas pueden observarse en contextos de ocupación prolongada y asimetría de poder, como en el caso palestino. A pesar de que el derecho internacional humanitario y los tratados de derechos humanos reconocen explícitamente los derechos del pueblo palestino incluyendo el derecho a la autodeterminación, a la libre circulación, a la vivienda y a la integridad física, estos derechos son sistemáticamente vulnerados bajo el argumento de la "seguridad nacional". La retórica israelí, respaldada en ocasiones por actores internacionales, presenta estas violaciones como medidas excepcionales y temporales.

Sin embargo, décadas de ocupación, asentamientos ilegales, bloqueos y desplazamientos forzados revelan una normalización de la excepción: lo extraordinario se vuelve cotidiano, y lo injusto, inevitable.

Estos casos históricos y contemporáneos comparten un rasgo común: la disociación entre el discurso normativo y la práctica política.

Los derechos humanos, en lugar de funcionar como límites al poder, se convierten en recursos simbólicos que permiten a los Estados proyectar una imagen de legitimidad ante la comunidad internacional, mientras mantienen estructuras de control interno que los socavan. Esta paradoja de proclamar derechos mientras se niegan en la práctica no es un accidente; es una estrategia deliberada de gobernanza en contextos donde la autoridad se sustenta más en la coerción que en el consentimiento.

Desde una perspectiva geopolítica, esta dinámica se ve exacerbada por la selectividad de la comunidad internacional. Algunos regímenes son sancionados por violaciones a los derechos humanos, mientras otros a menudo aliados estratégicos, gozan de impunidad diplomática. Esta doble moral no solo debilita el sistema internacional de derechos humanos, sino que refuerza la percepción de que estos derechos no son universales, sino contingentes a intereses de poder.

En este contexto, la ciudadanía enfrenta un dilema ético y político: ¿cómo resistir sin caer en la desesperanza? La respuesta no reside únicamente en la denuncia, sino en la reconstrucción constante de espacios donde los derechos no sean meras abstracciones legales, sino prácticas sociales vivas , urge a la humanidad una reingeniería político-social.

Como enseñan las experiencias históricas, incluso en los regímenes más represivos, la memoria, la educación crítica y la solidaridad transnacional han sido pilares fundamentales para preservar la dignidad humana y abrir caminos hacia la justicia.

La historia no se repite, pero sí rima. Y en cada rima, se nos recuerda que los derechos humanos no se garantizan por decreto, sino por la voluntad colectiva de hacerlos reales, aunque el poder insista en reducirlos a palabras vacías.

Jesús Castañeda obrero de la patria Grande.

jesuscasta2308@gmail.com

 

 

 

 

 



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