Dioses, reyes y tribunos

Mucho ha llovido (o mucha sequía nos ha asolado) desde aquellos tiempos heroicos en que los obreros (es decir, los verdaderos productores de riqueza) confesaban cantando que nada esperaban de la religión, de los poderes políticos de arriba ni de los mediadores de abajo. Por eso confiaban únicamente en sus propias fuerzas para emanciparse ellos y su prole de las diversas formas de esclavitud.

Nada que ver con la sumisa actitud imperante hoy día entre quienes son (aunque pocas veces lo reconozcan) los sucesores de aquellas masas conscientes de su fuerza que en diversos lugares y momentos del siglo XX sacudieron el mundo e hicieron estremecerse a sus amos. ¿Qué ha pasado para que eso ocurra?

Muchas cosas. Primera: que los frutos de su esfuerzo redentor sólo se dieron en unos pocos lugares y en formas diferentes, a menudo opuestas. Donde los cambios sociales fueron más lentos y poco profundos (como en la Inglaterra del movimiento cartista o en la Prusia bismarckiana), la psicología de quienes lucharon por ellos se adaptó a ese ritmo cansino que inevitablemente acaba adormeciendo al luchador con la esperanza de que todo mejorará con el tiempo. Donde los cambios, por el contrario, fueron rápidos y drásticos, como en Rusia y otras regiones del imperio de los zares, la reacción de los amos fue igualmente rápida y violenta: tropas de casi todos los países beligerantes de la Primera Guerra Mundial, tanto de los vencedores como de los vencidos, unidos por supuesto a los contrarrevolucionarios del interior, se abalanzaron sobre quienes habían osado desafiar a los poderes establecidos. Cuando tras cinco años de guerra civil y agresión exterior los revolucionarios lograron dominar la situación, los estragos causados por la guerra y el temor a una repetición de la agresión exterior, sumado a los errores propios (difícilmente evitables en quienes se enfrentaban a una situación social sin precedentes históricos que sirvieran de referencia), condujeron a una deriva autoritaria que privó al nuevo modelo social de parte importante de la gratificación que cabe esperar de todo proceso de liberación.

Luego, tras la derrota del fascismo y el nazismo en la Segunda Guerra Mundial, el prestigio del principal contribuyente a esa derrota, la Unión Soviética, con sus innegables elementos de economía socialista, impulsó a partir de 1945 un nuevo espíritu emancipador que "domesticó" parcialmente durante un tiempo al capitalismo salvaje de épocas anteriores, lo que tuvo como consecuencia la introducción de políticas redistributivas y la expansión del sector público en la economía. Eso, que puede considerarse el gran pacto social de posguerra, facilitó a la vez la expansión capitalista durante el período conocido como "los treinta gloriosos" (1945-1975), en que muchos llegaron a creer en una nueva era de economía mixta "cogestionada" en la que ambos, trabajo y capital, salían ganando (en algún momento se habló de ese modelo como "capitalismo renano", por ser el imperante durante aquellos años en la RFA, con capital en la ciudad renana de Bonn).

A estas alturas, sin embargo, está claro que los únicos que de verdad creyeron en esa presunta estrategia "win-win" fueron los trabajadores y sus representantes políticos. Los dueños del capital, independientemente de cuáles fueran sus creencias y sentimientos, acabaron sometiéndose a la lógica implacable de un sistema en el que dejar de ganar cada vez más es lo mismo que perder (y no sólo psicológica, sino también materialmente, al ser barrido por la competencia el que se queda atrás). Como es dicho corriente en cierta calle del bajo Manhattan conocida como Wall Street, "en una carrera, el segundo no es más que el primero de los perdedores".

De modo que el capital siguió fiel a su naturaleza de escorpión, mientras que el mundo del trabajo se acabó creyendo la lógica de la rana de la fábula. Sin contar, claro está, que la crueldad no está reñida con la inteligencia, pues el adjetivo "bueno" es polisémico y se puede ser moralmente malvado y muy bueno explotando y engañando. Esopo, en efecto, no cayó en la cuenta de que en las charcas suele haber más de una rana y a los escorpiones no les resulta demasiado difícil cruzarlas utilizando varias ranas a base de ir saltando, de la que acaban de matar, a otra nueva.

En todo caso, la creencia en la estrategia "win-win" lo que sin duda consiguió fue adormecer al mundo del trabajo. Y ello de varias maneras. Primera y principal: haciendo creer al currante medio que a la larga se consigue siempre más por las "buenas" que por las "malas". Mejor arrastrarse un poco ante los amos que montarles una huelga que, en vez de llenarte algo más el bolsillo, puede muy bien ponerte de patitas en la calle. Segunda y no menos importante: comprando a unos representantes de los trabajadores que, por caros que salgan, siempre resultarán más baratos que una subida general de sueldos a toda la plantilla.

Ambas estrategias tienen, obviamente, un efecto "bola de nieve": a medida que más y más trabajadores se "adormecen", más y más difícil resulta despertarlos, por la sencilla razón de que cada vez es más probable que quien se despierte con ganas de luchar se quede solo ante el peligro sin lograr la más mínima solidaridad; y a medida que más y más "tribunos de la plebe" se corrompen dejándose comprar por la élite "patricia", su control de las instituciones representativas hace cada vez más difícil que accedan a ellas nuevos representantes no corruptos.

Y para blindar todo el proceso aquí viene la democracia "liberal" (pero nada "liberadora"), que induce al currante no del todo dormido, consciente de su mala situación (reforzada por el miedo a caer en una situación todavía peor), a optar por el ácido acetil-salicílico o el paracetamol en vez de por la cirugía para combatir la patología social bajo cuyos efectos malvive. De modo que, carente de espíritu combativo y sin capacidad de autorganización, se resigna a votar al eterno "mal menor" (eterno como mal, no como menor, porque a cada nuevo voto que recibe se hace mayor). Mejor, se dicen muchos, que siga mintiéndonos un mequetrefe sin principios que de vez en cuando reparte algunas migajas, que no que vengan a decirnos en toda su crudeza la verdad de que todavía hay clases y que es propio de unas dominar y de otras ser dominadas.

Y así la aeronave del sistema imperante avanza inexorable hacia el punto de no retorno en el que, si no remonta el vuelo, acaba estrellándose sin remedio. Y de poco servirá para esa eventualidad el ridículo "kit de supervivencia" que la no menos ridícula Comisión presidida por la más ridícula todavía aristócrata prusiana de medio pelo (rubio teñido) nos aconseja tener a mano para que, convenientemente acojonados, traguemos con los nuevos créditos de guerra, al grito que dio título a una vieja y divertida película norteamericana de 1966: "¡Que vienen los rusos!" Con la diferencia de que en aquella ocasión se trataba de una sátira de la guerra fría. Ahora, en cambio, debido a la proverbial falta alemana de sentido del humor, pretenden que nos lo tomemos en serio…



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