Israel en El Esequibo

No es difícil imaginar qué hubiera sucedido si, en 1948, en vez de instalarse el Estado de Israel en territorios palestinos, se hubiera fundado en El Esequibo, como llegó a proponer Gran Bretaña. Precisamente, era el mismo territorio que hoy está en reclamación, luego de que una sostenida acción imperialista británica decidiera apropiárselo desde el mapa (la línea Schomburgk), bajo la amenaza constante de las armas. En el colmo del absurdo que se impone a los países más débiles en la legalidad internacional, Venezuela tenía que demostrarles a los agresores ingleses la validez de los documentos históricos que prueban que todo ese territorio formaba parte de la Capitanía General de Venezuela, al momento de su Independencia. A finales de siglo XIX, un gran teatro legal violó el principio fundamental del Uti possidetis iuris, sin que la Doctrina Monroe se inquietara y, más bien y por el contrario, fuera parte de las negociaciones de reparto y redefinición del mundo entre quienes se asumen como sus dueños.

Ya antes del final de la segunda guerra, el intelectual venezolano Enrique Bernardo Núñez escribió la historia de esta disputa, ya que Venezuela nunca aceptó el laudo. Para ello, remontó su mirada hasta a las incursiones por el Orinoco del pirata británico Walter Raleigh, quien incendió dos veces la ciudad de Angostura (la que albergó el congreso convocado por El Libertador en 1819, precisamente, la hoy Ciudad Bolívar). El escritor de la Historia del Mundo –coetánea de El Quijote–, recorría los caminos de El Dorado, mientras documentaba la existencia de las amazonas y de los ewaipanomas, hombres sin cabeza, ya entonces proponiéndole a la reina Isabel de Inglaterra que esa región y el soberbio río fueran incorporados a sus dominios. Raleigh terminaría decapitado como un ewaipanoma más, pero su ambición renació en el siglo XIX, cuando otra reina emprendió una nueva victoria corsaria.

Motivados por el descubrimiento de minas de oro en la zona (como ahora, de petróleo), los ingleses movieron las apetecidas fronteras hasta incluir las bocas del Orinoco. Propusieron, entonces, su libre tránsito, para bien de la cultura y la humanidad que ellos mismos representaban. Al mismo tiempo, instalaron colonos que luego fueron excusas para nuevas amenazas bélicas en su defensa, calificando de salvajes –«animales-humanos», dirían hoy– a esos latinoamericanos que osaban discutir la decisión inefable del despojo. Medidas y sanciones se sucedieron para disciplinar a los inconformes e incómodos subdesarrollados, sin aceptar que se dirimiera la disputa en un juicio internacional hasta que, en Washington, pactaron un laudo arbitral que contaría con dos jueces británicos y dos norteamericanos, dirimido por un abogado ruso, escogido por ellos, Fiodorovich Martens, formado en Inglaterra. El fallo se dio París, en 1899, con la expropiación de 160 mil kilómetros cuadrados del territorio esequibo venezolano.

En la edición del libro, Tres momentos de la disputa de límites de Guayana, en 1945, que había aparecido primero seriado en prensa dos años antes, Núñez agregó como apéndice el testamento de Severo Mallet-Prevost, uno de los jueces norteamericanos. Éste confesó, dignamente ante su propia muerte, que había aceptado de manera cobarde la manipulación del juez Martens, exigiendo unanimidad a cambio de no sumar también el Orinoco a favor de los ingleses. Mallet-Prevost denunció las maquinaciones del laudo, que a todas luces fue írrito, concluyendo, ya tarde: «Gran Bretaña no tenía, en mi opinión, la menor sombra de derecho».

En 1966, luego de años de demandas independentistas, los ingleses aceptaron la creación de lo que es hoy la República Cooperativa de Guyana, dejando a sus excolonos en condiciones de profunda pobreza y abandono, no obstante la herencia del idioma de Shakespeare y el recuerdo del mismo Cromwell, quien había metido sus caballos en los altares irlandeses, de donde nunca más saldrían. Venezuela ha mantenido su actitud de enfático rechazo, pero no beligerante, comprendiendo que, en el fondo, tanto venezolanos como guyaneses son víctimas de un mismo proceso histórico de atropellos internacionales desde los centros coloniales y neocoloniales.

En la reedición conjunta de los ensayos de Núñez, «Orinoco (Capítulo de una historia de este río)» y Tres momentos de la disputa de límites de Guayana, que preparamos para el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, en 2015 (ahora en Monte Ávila eds.), agregamos como apéndice un breve memorándum que el autor redactó el 17 de enero de 1939, cuando fungía como un pasajero inspector de fronteras del ministerio del Interior. En el texto advierte sobre el proyecto inglés de establecer Israel en tierras americanas, es decir, antes de que Europa emprendiera el sistemático y horrible holocausto judío, origen de la división de Palestina:

El plan de ofrecer un hogar a los judíos alemanes en la Guayana Británica interesa especialmente a Venezuela. El mundo inglés ha tenido los ojos puestos en tan dilatado imperio desde los días de Dudley, Whiddon, Raleigh y Harcourt. Esta lucha culmina en el conflicto con Gran Bretaña en el siglo xix. Gran Bretaña obtuvo casi todo lo que reclamaba por suyo, 50.000 millas. Raleigh ofreció ese imperio a Elizabeth. Doscientos años después el ofrecimiento encuentra eco en el historiador Hume, al dedicar a la reina Victoria su biografía de Raleigh. La penetración ha continuado y puede decirse que de acuerdo con los medios de cada época.

Hoy alarma la sola posibilidad de que esto hubiera sido realizado. La instalación en Latinoamérica del mismo Israel que lleva adelante la grave y sistemática violación de los Derechos Humanos sobre la población palestina, dedicada a arrasar con mujeres y niños (el 70 por ciento de las víctimas actuales). En un escenario afortunadamente contrafactual, se hubieran abierto las fronteras continentales a diversas guerras, y propiciado conflictos entre nuestros países. Correrían por nuestras calles ejércitos como los que invadieron Libia, Irak y en Ucrania, respaldan una guerra que dejó de ser proxy para ser disputa de pretensiones imperiales. Una bomba atómica amenazaría al mundo desde Georgetown. A esta altura, los habitantes del Guyana serían ciudadanos de segunda o tercera, trabajando en la industria armamentista israelí, seguramente asentadas en El Esequibo. Las tierras de Bolívar, San Martín y Artigas serían suculentas promesas bíblicas de alguna tribu perdida de Moisés. Israel, como antes Gran Bretaña, hablaría de la defensa ineludible de sus colonos, y del atraso evidente de sus contendores. La libertad del capital navegaría aguas internacionales de nuestro Orinoco. La tecnología bélica más moderna y exacta del mundo estaría equivocando sus objetivos sobre escuelas y hospitales venezolanos.

Sin embargo, muy probablemente, Guyana no sería el mísero país que es hoy, solo atractivo para los intereses norteamericanos, europeos, chinos o rusos, necesitados de más contaminación fósil. Sus selvas estarían convertidas en orgullosos y fértiles campos. Palestina otro nombre para el Amazonas y Gaza dividiría los barrios de Caracas o Maracaibo. El desplazamiento de los bárbaros sería hacia Colombia, al fin y al cabo, «gente similar y la misma envidia». Drones y grupos de élite israelí asesinarían líderes, fueran o no terroristas, en cualquier ciudad latinoamericana que osara recibirlos. Brasil por el Amazonas y Cuba por el Caribe serían cómplices de una Venezuela en trance de desaparecer, y, por tanto, objetivos enemigos de un futuro inmediato.

Los desmanes, incluso justificados, como defensa contra la ocupación tienden a desbordarse hacia lo inaceptable por razones de asimetría y, sin paradojas, excusan la violencia desmedida de la respuesta. Sólo la resistencia que se expresa en colectivo logra efectos. Qué hermoso que Sudáfrica hable por el Sur global, cuando arden las barbas palestinas. Pero ¿por qué no suenan las campanas todas en Latinoamérica? Solo Petro, solo Lula, representan la dignidad ante el desierto de la insensibilidad neoliberal que nos asedia. La responsabilidad de las tensiones en El Esequibo todavía recae sobre británicos y norteamericanos, y pareciera no haber manera de resarcimiento para los involucrados. Por eso, las soluciones no pasan por la ratificación de un despojo neocolonialista de un territorio históricamente venezolano; como tampoco la agresión étnica contra la población de Gaza se resuelve con la imposición sionista del Estado de Israel. Nuestra salida es otra y si bien difícil, está del lado de la solidaridad nuestroamericana, de un latinoamericanismo profundo, de un internacionalismo propio. Es una oportunidad para resignificar el espacio continental de esas Guayanas en nuestra comunidad de países, y para acercar también a ese gran Caribe que ha sabido deslastrarse de la roñosa corona británica. Transitamos sólo el trágico paréntesis de la destrucción de otros pueblos, similares a los nuestros, que requieren nuestro apoyo, y no hay dudas de que flota aún la idea de imponernos guerras como ésas, y hasta más atroces, en estas tierras.



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Alejandro Bruzual

Alejandro Bruzual es PhD en Literaturas Latinoamericanas. Cuenta con más de veinte publicaciones, algunas traducidas a otros idiomas, entre ellas varios libros de poemas, biografías y crítica literaria y cultural. Se interesa, en particular, en las relaciones entre literatura y sociedad, vanguardias históricas, y aborda paralelamente problemas musicales, como el nacionalismo y la guitarra continental.


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