Cuánto Sojo nos falta…

Ojalá que un buen día Venezuela 

fuera también el maestro Sojo.

Sergiu Celibidache

 

Se cumplieron 50 años de la muerte del maestro Vicente Emilio Sojo, y apenas fue recordado. El medio artístico y musical no elevó sus instrumentos para agradecer a ese maestro único e imprescindible, como lo percibió el rumano de nuestro epígrafe, uno de los más destacados directores de orquesta que haya existido. 

También Sojo fue una proeza biográfica que vino de muy abajo, desde la humilde población de Guatire, que quedaba mucho más lejos que ahora. Fue la mejor expresión del cambio de la paupérrima Venezuela decimonónica al nuevo siglo. Apenas pudo estudiar en el conservatorio nacional, la Escuela de Santa Capilla, que ahora espera ser restaurada como proyecto, ya que sigue por el suelo despreciado de las escuelas de música del país. Muy rápido, asumió el liderazgo de su generación, esa que incluyó a maestros como José Antonio Calcaño y Juan Bautista Plaza. Y fue el ideólogo de la renovación musical venezolana, que implicaba la docencia, el repertorio y la escena, y de él proviene todo lo posterior. 

Participó en la primera orquesta profesional que se formó en el país, y luego, sacó del bolsillo de su sombrero a la Orquesta Sinfónica Venezuela, de gloriosa trayectoria, hoy casi centenaria. Igualmente, fundó el Orfeón Lamas, el mítico primer conjunto coral completo venezolano que nos enseñó el canto polifónico y democrático, en medio de una tiranía que encarcelaba y torturaba a estudiantes inocentes, solo sospechosos de la sospecha de quienes los perseguían. Ya entonces era el maestro Sojo de la Escuela, pero Gómez no se moría. Cuando la pesadilla se acabó, y mientras viles herederos se repartían cenizas y riquezas mal habidas, Sojo se convirtió en el director de la que era ya la principal institución de música. Con otros de su talante, propusieron una Venezuela posgomecista que pudiera aprovechar para la cultura la gran riqueza petrolera, que entonces entraba a borbotones en las vulneradas arcas nacionales, pero que serían muy pronto saqueadas y corrompidas, como no ha dejado de suceder desde entonces.  

Sojo hizo todo lo que se podía para conformar un campo musical profesional que no existía. Además de la orquesta y el coro, apoyó intérpretes y hasta a grupos de cámara (como el cuarteto de cuerdas de Pedro Antonio Ríos Reyna, de quien apenas se recuerda su nombre por bautizar un teatro). Apoyó la creación de cátedras, como la tan peligrosa de Historia de la Música, y la provechosa de guitarra de concierto. Asumió él mismo la de composición, formándose a desvelo para que el repertorio de sus discípulos fuera el centro de nuestro canon musical. Así, Antonio Estévez pudo con su Cantata criolla; Lauro, con sus valses universales, y muchas otros con muchas obras: Inocente Carreño, Evencio Castellanos, Gonzalo Castellanos Yumar…  Bueno, en realidad, fue apenas un ramillete de discípulos, porque a Sojo le bastaban dos manos para abrir caminos profundos, aunque con esto no pudiera aspirar el Nóbel.  

Recopiló, armonizó y publicó el repertorio tradicional, conformando una suerte de gregoriano nacional, que todavía nos dice cómo entender lo venezolano en música. Propició festivales y conciertos. Con sus escasos recursos creó premios, y se los otorgó a sus discípulos, que eran los únicos arriesgando la vida toda en la composición académica. Dirigió la orquesta hasta que pudo, dejándola con la condición de que se atendiera primero lo venezolano, ese sano nacionalismo proteccionista que también se ha perdido. Si compuso casi exclusivamente música religiosa, fue porque todavía no se sabía de los innumerables casos internacionales de pederastia dentro de la institución religiosa, lo que ni Francisco «el Grande» ha logrado detener. Como Bach, compuso para que pudiéramos imaginarnos a Dios, y nadie se ha atrevido a cotejar su Misa cromática con el Réquiem de Fauré, ya que quizás tendrían que darle también un puesto en la historia de la música occidental, esa que se escribe muy lejos y sin nosotros.  

Trabajaba callado de solemnidad, porque la seriedad de Sojo era tanta, que sólo lo que hacía hablaba por él. Y quien no le gustaba o en quien intuía una moralidad dudosa, sin importar su abolengo ni sus títulos, lo botaba de la Escuela. Es verdad que se equivocó con Aldemaro Romero, pero es que Sojo no se dejaba impresionar por genios precoces ni títulos universitarios. El talento era, para él, un proyecto que se alimentaba con mucha formación y muchísimo esfuerzo. En realidad, fue un maestro de ética, y es de ética de lo que estamos hablando. 

Murió el 11 de agosto de 1974, es decir que se cumplieron 50 años, y apenas hubo alguna ceremonia casi clandestina, y sorprendentemente un concierto en el Centro de Acción Social de la Música, lo que merece ser justipreciado. Pero nada de la dimensión del músico más importante de nuestra historia. No es que se le dedique una universidad y se le haga un museo, como debería ser si se fuera sincero y fuera viable… Ni que se cree un fondo para ayudar a los músicos, ahora que el sueldo mínimo ha desaparecido. Mucho menos tenemos esperanzas de que se dé inicio a un gran proyecto de investigación musical, que rescate la Fundación Vicente Emilio Sojo, que solo por casualidad fue “suprimida y liquidada” en 2016, sin que se creara nunca el gran Centro de la Música Vicente Emilio Sojo, destinado a fortalecer esa historia musical venezolana que no se ha escrito ni se escribirá, porque de su balance resultaría que Sojo no tiene parangones…

No, no esperamos tanto, porque seríamos un país distinto del que ahora sufrimos. Y habrá que convenir, admirado Celibidache, que Venezuela no se parece en nada a Sojo. Si el medio musical se sincerara ante su memoria y su trayectoria, mucho lugar común quedaría afónico, y las colas de paja avivarían un fuego que todavía tiene brasas. Lo que sí podemos es pedirle al doctor Gustavo Dudamel un concierto en la escena internacional dedicado a Sojo y a sus discípulos, cosa que nunca ha hecho. Al fin y al cabo, Dudamel pudo llevar su grandeza al mundo gracias a que el Estado venezolano le pagó toda su formación y la larga promoción de su carrera. Entonces, que sea el Estado el que se lo exija. Olvidémonos por un momento lo pobremente venezolano que han sido su repertorio y su actitud, e imaginemos que dirige por una vez el Concierto para guitarra y orquesta de Antonio Lauro. Se podría destinar no más que un poquito de lo que se gasta en las millonarias giras de esas orquestas (que sí celebran su medio siglo en el exterior con todos sus platilleros) para contratar un solista de talla mundial; o hasta, por qué no, a alguno de nuestros abundantes jóvenes virtuosos, aunque la guitarra venezolana siga siendo rebelde y antisistema. 

Estamos a tiempo todavía de conmemorar la desaparición de Sojo, e intentar detener la merma de lo que enseñó y de cómo lo enseñó, porque ese otro medio siglo se le posó encima para hacérnoslo olvidar. No aceptemos la excusa de la desatención de la fecha por haber estado distraídos contando los votos despreciados de la elección presidencial; o conmovidos por las rabias mileinistas y sus desafueros; o porque una injusta represión cayó y calló a tantos. Y claro, hay muchas otras preocupaciones en un mundo siniestro que justifica un etnocidio en Gaza, televisado en tiempo real. Pero, precisamente, Sojo también fue modelo de artista comprometido, y se dio el gusto de con su batuta como arma entera hacer esperar al dictador, y sacó a patadas a sus esbirros de la Escuela. Dediquémosle entonces una de sus misas a la memoria de las decenas de miles de niños palestinos asesinados impunemente, aprovechando que aquí, al menos, el repudio a Israel puede gritarse a pulmón entero. Sojo, tan poco estridente, pero siempre decididamente humanitario, se sentiría honrado de que así se conmemorara su última fecha.

Cuánto, cuánto Sojo nos hace falta para sacar las verdaderas cuentas de nuestra cultura, la que no rima por el lado de los millones, sino por un poco a poco que aspira, como lo hizo él, la verdadera trascendencia de un país entero.  

 



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Alejandro Bruzual

Alejandro Bruzual es PhD en Literaturas Latinoamericanas. Cuenta con más de veinte publicaciones, algunas traducidas a otros idiomas, entre ellas varios libros de poemas, biografías y crítica literaria y cultural. Se interesa, en particular, en las relaciones entre literatura y sociedad, vanguardias históricas, y aborda paralelamente problemas musicales, como el nacionalismo y la guitarra continental.


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