Guerra o paz

La trampa en la que está metido Barak Obama se torna más compleja después que le otorgaron el Premio Nobel de la Paz, por el compromiso ético que deriva del hecho. La radicalización al interior de los EEUU sigue avanzado. El cuestionamiento a su gobierno, por lo que hace o deja de hacer, está impregnado de una irracionalidad que hace pensar en desenlaces impredecibles. Todo cuanto anuncia el hombre de la Casa Blanca, y hasta su propia figura, está bajo el feroz ataque de una derecha que tomó la calle y los medios de comunicación de forma militante. Que no acepta un mensaje y una política distintos al difundido durante décadas desde el poder. Se satanizan iniciativas como la extensión del servicio de salud a millones de personas o cualquier intento por desbloquear a la nación y sacarla del sumidero en que la metió el fundamentalismo conservador.

El tema que mejor refleja la tensa situación es, como siempre, la posición ante la guerra.

Entre otros motivos porque de los conflictos bélicos -y todo cuanto los rodea- vive el poderoso establecimiento industrial/militar, motor de la economía, el empleo, los monopolios, al cual el expresidente Eisenhower se refirió con inquietud al final de su mandato. La potencia imperial en que se trasformó la democracia idealizada por Alexis Tocqueville necesita de la guerra. Inevitablemente es así. Por eso las aventuras bélicas de todo tipo en que participaron, por igual, presidentes demócratas y republicanos. Valga una cita oportuna: cuando el imperio británico declinaba y Churchill vivía la hora sombría de la frustración por la derrota electoral -luego de su formidable victoria contra el nazismo- confesó con nostalgia: "Me siento muy solo sin una guerra". Igual podrían decir los goberantes norteamericanos.


Para algunos analistas el Nobel de la Paz a Obama es un presente griego. Un chocolate envenenado. Prácticamente lo coloca en la posición inconfortable de tener que seguir adelante en aventuras bélicas cargando sobre sus espaldas con el comprometedor galardón. Enviar, o no, más soldados a Afghanistan; dar vuelta, o no, a la página de Irak; disipar, o no, cualquier sospecha de ataque a Irán; resolver, de una vez por todas, el oprobio de Guantánamo; meter en cintura, si o no, al Pentágono y su política de instalación de Bases militares en el mundo, implica una peligrosa ruptura con el poder real, concreto, para lo cual tan solo cuenta con un discurso humanista y la legitimidad que emana del voto popular. ¿Es ésto, por sí solo, suficiente en una nación donde el desafío al establecimiento tiene consecuencias letales? El columnista del New York Times, James Traub, escribió recientemente un artículo, "La distancia entre lo que debemos y lo que podemos", sobre la analogía entre las presidencias de Johnson y Obama. Lo que el primero quiso hacer respecto a la guerra de Vietnam y la reforma de la Seguridad Social, y lo que ahora pretende Obama con Afghanistan y la nueva política de Seguridad Social.

Los intereses de entonces -afirma Traub-, determinaron que los líderes de la mayoría demócrata en el Congreso de los años 60 convencieran a Johnson dejar en manos del Legislativo la conducción de la reforma del Seguro Social y concentrarse en Vietnam. Es lo que se percibe ahora, respetando las variantes que introduce el tiempo. ¿Cuál será el resultado de esta nueva experiencia? La de Johnson lo conocemos: accedió a la presidencia con 30 mil soldados en Vietnam y unos 800 muertos, y terminó entregando a Nixon 750 mil soldados y 80 mil americanos y un millón de vietnamitas muertos. Por su parte, las compañías aseguradoras se apoderaron del mercado reteniendo un porcentaje por seguro que el asegurado no ve sino cuando se retira. Las clínicas, médicos, terapistas de HCM quedaron a discreción de las compañías. El voraz aparato del capitalismo salvaje terminó tragándose los beneficios y dejando indefensos a millones de norteamericanos.

Para Obama, con un electorado bastante confundido en la actualidad, el reto es similar: o adopta decisiones o delega. A lo que hay que agregar el compromiso moral del premio Nobel que lo coloca ante un dilema a través del cual se le puede ir el caudal político y hasta la vida. ¿Hasta dónde llegará la reforma asistencial que aprobó el Congreso con una mayoría demócrata reticente y la hostilidad sin tapujo de los republicanos? Respecto a Afghanistan ya la cúpula militar -siempre asociada al Establecimiento Militar/Industrial- impuso el envío de más tropas en ese país.

Conclusión. No es que Obama no merezca el Premio Nobel, sino que se trata de un reconocimiento apresurado, en función de una expectativa y de un discurso que no soporta contrastar con la presente realidad. Acoplar palabra y acción implica un acto de coraje que, por ahora, es una incógnita. Cuando la incógnita sea descifrada por el protagonista sabremos si el premio fue acertado o no. Si lo que se impone es la guerra o es la paz.

jvrangelv@yahoo.es


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José Vicente Rangel

Periodista, escritor, defensor de los derechos humanos

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