Oswaldo Álvarez Paz, presidente

Oswaldo Álvarez Paz tomaba un güisqui en las rocas. Mientras puyaba el hielo dentro del vaso, recordaba viejas glorias, extendiendo la mirada hasta el jolgorio de luces sobre la ciudad, allá a lo lejos.

Se había procurado un rincón privado, tal vez para meditar, quizás para anotar algún pensamiento, lo más acogedor posible, desde lo alto de las faldas del Ávila, de modo que con la vista pudiese dominar la olla de la otrora Sucursal del Cielo.

No esperaba que nadie lo molestase y así se lo había hecho saber al encargado del negocio. Ya se sabe...: una figura pública como él, un político tan connotado, era como un artista, sin gran anonimato.

A través de los cristales, miraba los cubículos contiguos del balcón donde estaba y se reconfortaba: todos solos, así como solo él en el suyo. Sin duda, era un momento especial para hablar con el espíritu, oyendo nomás el aletear de la vegetación montañosa empujada por el viento frío caraqueño. Entonces se permitió humedecerse los ojos, melancólico.

Tomó una servilleta y esgrimió su bolígrafo de oro. Escribió lo siguiente con parsimonia, profundizando el trazo de las letras: “Quiero ser presidente de este país”. Luego dejó caer el lápiz, casi con desdén, dedicándole una prolongada mirada al papel, desde unos ojos como de pescado.

El frío y el desacostumbrado viento de estos días locos del clima que aquejan al mundo entero lo trajeron de regreso a su mesa, a la calurosa compañía de su güisqui frío. Con un gesto apasionado, mientras ladeaba la cabeza con cadencia, Oswaldo apretó sus ojos, como si hubiera querido exprimir (y suprimir) cualquier desventura.

Al rato se levantó y fue por su sobretodo en la percha. Y se lo puso, sintiendo la renovada energía que insufla siempre el vestirse para emprender una diligencia. Luego tomó el vaso de güisqui y lo envolvió muy prolijamente con la servilleta, para, finalmente, dirigirse hacia el balcón, mientras parecía ensyar unos gestos.

Allí lo esperaban, por un lado, la fría y oscureciente vegetación del Ávila, más el silencio, y, por el otro, las luces a lo lejos de la ciudad de Caracas, refulgentes ellas, titilantes en miríadas, como una majestuosa plaga de insectos. Ante sus ojos maravillados ─ahora expresivos y muy redondos─, aquellos milagrosos cocuyos no tardaron en convertirse en millones de personas que habían venido para aclamarlo, estruendosamente. Sus ojos brillaron; levantó los brazos, saludó y brindó por ello.

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Oscar J. Camero

Escritor e investigador. Estudió Literatura en la UCV. Activista de izquierda. Apasionado por la filosofía, fotografía, viajes, ciudad, salud, música llanera y la investigación documental.

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