Guerra y civilización: la propuesta “humanista” del estado de Israel

¿Es usted pacifista? Le diré que no conciba muchas esperanzas, en vez de que conciba mucha paz. La paz no es contigo ni conmigo. Estemos claros. El mundo es una guerra.

Desearla puede constituir una fuerte inclinación, sobremanera para quienes se tienen pintado a este mundo como una suprema instancia regentada por el género más elevado de todos los tiempos ─el humano, rey de la creación─ y para quienes lo conciben como un globo de ensayo de la fe, espacio esperanzado de crecimiento espiritual, escalafón preliminar de ganancia celestial.

¿Es usted filántropo, humanista, activista de la no violencia, además, claro está, de pacifista? ¿Le gusta el mundo con sus hermosos atardeceres, mucha vegetación y animales, aire limpio, conversaciones vespertinas ante la caída del sol, con sus hombres y mujeres dechados de virtudes morales, intelectuales y físicas? ¿Es usted idealista y confía en que finalmente advendrá una armonía sideral? ¿Tiene usted alma de monje, beato, predicante, profeta, socialista, de cristiano en el más puro sentido? Esté, pues, dispuesto a dejarse comer un poco por las hormigas, que pican también hasta en las mejores épocas de paz, especialmente si es abundante el aire natural y esplendente la vegetación con la que usted sueña.

El mundo es una guerra, como siempre ha sido. Es un gen. Una loca carrera por la supervivencia, una competencia, desde que se nace. Es diestro: le prepondera el lado izquierdo del cerebro, como diría un neurólogo. Una imagen de un salvaje venciendo obstáculos naturales y sobrenaturales para finalmente ser. Un pelearse eterno por los espacios, puestos, patios, casas, haciendas, parroquias, municipios, estados, países, continentes, planetas, cielos, estrellas..., ab infinitum.

Y si alguna vez tiene paz no diremos que no hay guerra, sino que sus guerreros descansan, como se ha dado por describir siempre esa naturaleza belicosa del hombre (la paz es el descanso del guerrero). Vayamos a la historia para comprobar: nada más abundante y cultivado que la guerra, paso a paso, siglo a siglo. Es necio enumerar cuando la evidencia abruma. Sólo dígase que su fruto es experto, decantado a lo largo de generaciones de cosechas. El hombre, más que guerrero, es un agricultor de la guerra, si es que a usted le gusta ─como a mí─ darle vueltas a las palabras.

Pero el hombre es esperanzado, ser de ideas también, aparte las armas. Un pequeño margen de ellos ha superado digamos esa inclinación belicista con el cultivo de su conciencia, con su pensar más sosegado, multiplicando sus esperanzas con cada período de paz que la humanidad experimenta, con cada descanso de los soldados (no quedó más remedio que así expresarlo). Va y se le encima al resollante cuerpo de armaduras, musitándole el descanso, la vida, la familia, las artes, el amor, la paz, un mundo mejor, otro hombre, coloridísimos atardeceres sobre una capa de murmullante vegetación, de murmullantes animales... Hasta que el superhombre se repone y se apresta de nuevo al combate, que es donde encarna la mortal gloria humana, tal como nos marcara ese también belicoso espíritu de lo griego.

Figura esa aparente condición especial una suerte de confrontación entre un poeta de la paz y un filósofo de la guerra. Uno que le canta al hombre y otro al superhombre, respectivamente. Pero el “yo me celebre y me canto” puede dar para todo, inclusive como preámbulo para el hallazgo del superhombre. Y la cosa se presenta como que no hay salidas. Suerte de curas bendiciendo mortales armerías.

En épocas de desesperos y esperanzas, el mundo ha tenido sus enviados. Jesús de Nazaret, uno de los más emblemáticos, vino. Llegó, afloró su semilla humanista, confrontó a los gendarmes de la tierra, surcó, sembró, predicó el fruto y su cosecha y, finalmente, fue fijado a un asta mayor. Vivió lo que duró el tiempo de descanso y reacción de las fieras. Sin embargo, como dijimos, el hombre es una materia de esperanzas, de sueños de cambios, de lucha invencible también de ese otro pequeño porcentaje amante de la vida del que hablamos. Jesucristo dejó su promesa de volver, aunque ─seamos más vivos─ propuso en realidad que nunca el hombre lo dejase marchar de entre sí.

Y a fuer de historias belicosas, de naturalezas humanas exhibidas como apetecibles trofeos, hoy la paz y la guerra han evolucionado. Se ha hecho más artero su gen transmisor. Ha mutado. Ha suavizado sus aristas fenotípicas, que no genotípicas, mucho menos arquetípicas. Se ha hecho ciudadana la guerra, “civilizada”, por supuesto en el sentido de esa cotidianidad que ya no es capaz de procurarnos asombro. Está por doquier, tanto en la realidad, como en la técnica y la teoría. En los manuales. En la mentalidad educando de las nuevas generaciones.

Es decir ─para decirlo monstruosamente─, ya no es guerra ni paz, es hombre, humanidad, cultura, vida. Y así como evoluciona la guerra, evolucionan también sus aperos, sus conceptuaciones, hasta grados realmente extraordinarios.

Si ya es bastante que la aceptemos en nuestra filas conceptuales como un carácter de nuestra naturaleza, y la carguemos para arriba y para abajo con nosotros, en la ciudad, como si nada (así lo sueñan sus promotores), la revolución bélica nos pide más aun, un más allá de nuestra capacidades de asombro. Si cierto es que ya nos recomendó que nos familiaricemos con su carnicería, nos pide ahora otros revolcones de la razón: olvidar las convenciones en la materia y lanzarnos en la aventura de vivir un mundo que no queda otra opción que definirlo como al revés.

A saber, enemigo no es el soldado del otro bando, sino ahora el hombre de paz, el que ayuda, el que restaña una herida, o una cruz roja organizacional, un pan o un curetaje, como si se hiciera un esfuerzo final para erradicar para siempre a esos idiotas del género humano que contrarían la naturaleza bélicosa de la especie. Nada más contraproducente al momento que un Jesucristo, un Gandhi o una Madre Teresa. Asesinarlos se impondría como una inaplazable misión.

Otra convención a desmontar: muerte a los rendidos, para eliminar físicamente al enemigo. Quien levante la mano en el terreno de combate para señalar “hombre herido”, debe tomarse como blanco para un tiro. La muerte le sienta bien; nada digamos, hasta este punto, que la tortura es un fin. Otra: no se puede normar a la naturaleza humana, porque ella simplemente es, como desde hace rato lo es ya la guerra en el mundo; de manera que convenciones sobre armamentos, prisioneros o refugiados son cosificaciones de la historias y libros viejos. Palabras como Ginebra, ONU, OIEA, etc., tendrán que ser abolidas (no obstante su escaso cargamento objetivo, imparcial y humano) para la nueva semántica del porvenir.

Finalmente, no se le ocurra levantar un pañuelo blanco. ¡No se le ocurra rendirse, caramba, porque cuente con que ya no tendrá ni vida para seguir luchando, en el supuesto que usted pertenezca a ese escaso margen porcentual de luchadores por la paz. ¿Todavía persiste en su arriegado empeño, no obstante haberle alertado sobre los nuevos vientos y naturalezas de cambio? La paz es la guerra, y usted, señor pacifista, es un enemigo, a lo menos un soldado de paz, para decirlo en un versátil lenguaje que probablemente a usted no le guste mucho.

¡Ama al género humano y quiere su bien! ¡Ayudar! Filántropo, humanista, activista de la no violencia, soñador, idealista, criatura de otro planeta, recuerde lo dicho: debe estar dispuesto a dejarse comer un poco...; por las hormigas en tierra, por los halcones en el aire, por las pirañas en ríos, por los tiburones en mares y por los israelíes en el Medio Oriente. Si la guerra es lo que viene, es la civilización del futuro y es, yendo más allá, una naturaleza importante de la especie misma, usted, amigo mío ─déjeme decírselo─, es un pedúnculo del pasado biológico del hombre, una suerte de gen recesivo. No calza con el superhombre hoy y su dilema es mutar.

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Oscar J. Camero

Escritor e investigador. Estudió Literatura en la UCV. Activista de izquierda. Apasionado por la filosofía, fotografía, viajes, ciudad, salud, música llanera y la investigación documental.

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