El arte en la política que Chávez ha creado y que debemos estudiar todos los días

No cabe ninguna duda de que la acción del 4-F, fue el acontecimiento revolucionario más importante en el lapso de la llamada democracia representativa. Chávez no podía hacer más de lo que hizo en aquel momento; no tenía entonces los elementos ni los cuadros necesarios y suficientes para dirigir una acción revolucionaria que le diera un vuelco total a la nación. Después de la sublevación lo que sobrevino fue una especie de pánico, desconcierto y sorpresa que paralizó al pueblo. ¿Y quién es ese Teniente coronel?, ¿un hombre de izquierda?, ¿otro militar más sin principios ni valores realmente anti-sistema como Pérez Jiménez o Jesús María Castro León?, ¿lo moverá el interés personal?, ¿meramente la ambición de poder? Lo que admitía todo el mundo era su gran valentía, su audacia, su inconmensurable determinación. Otros consideraban que Francisco Arias Cárdenas era el hombre clave de la rebelión.

Chávez comprobó en aquel momento que la izquierda venezolana no existía. Que las organizaciones llamadas revolucionarias estaban prácticamente desmanteladas. Que quizá nunca habían existido. Pero Chávez inmediatamente entendió algo terrible y claro, que su rebelión desveló las profundas grietas del sistema y que el gobierno nunca más se recuperaría.

El desconcertado CAP activó todas las alarmas de un posible cambio, pero fue la ultra-derecha la que mejor se preparó para tomar el timón en caso de que se desbordara la situación.

El presidente Carlos Andrés Pérez, luego de ese inesperado e incontrolable susto, comenzó desmoronarse de una manera que nadie podía creerlo; no daba pie con bola, nombraba comisiones consultivas, recibía a todo el mundo en Palacio y pretendió engañar una vez más al pueblo con soluciones insostenibles, reales, confiables; el mundo se le vino abajo; se fue quedando solo, y buitres de todos los colores y tamaños le fueron minando su posición hasta echarlo de Miraflores. En esta tarea de reducirlo a cero políticamente trabajaron incansablemente los doctores Ramón J. Velásquez, Ramón Escovar Salom y Rafael Caldera. No podía creerlo CAP, débil y en picada, en medio de aquel mar de descomunales tiburones.

¿Por qué Chávez cambió tan rotundamente el curso de la historia con ese ramalazo? ¿Con qué contaba para sacudir a un estado de cosas tan viejas, y que parecían inamovibles?

Los aliados formidables de Chávez en aquel momento para lanzar su ataque fueron:

1- la colosal corrupción del gobierno de CAP, heredada del gobierno todos los gobiernos anteriores.

2- la obscenidad descarada de esas amantes que hacían lo que les daba la gana en Miraflores.

3- La élite de altos oficiales que servían prácticamente de cabrones de estas amantes de los presidentes Lusinchi y CAP, y que ponían a sus servicios los sagrados recursos de la nación: aviones, yates, islas exquisitamente atendidas para sus francachelas y caprichos, y la vida ostentosa de princesas que llevaban en el exterior.

4- La política económica totalmente dependiente de los humores del Departamento de Estado, que provocaban una deuda delirante y creciente.

5- La pertinaz inflación que se tragaba el 70 por ciento de los sueldos.

6- El total descrédito de los partidos, de Congreso de la República, del CSJ y del CNE.

7- Y una frustración en el pueblo, aplastante, envilecedora y brutal que había convertido a Venezuela en una de las naciones más deprimentes y con la menor auto-estima de América Latina.

Los aliados que Chávez esperaba no estaban en los partidos de izquierda, ni tampoco en la clase obrera, como tampoco en los estudiantes y profesores de las universidades; casi todo eso estaba horriblemente corrompido. La mediocridad de nuestros dirigentes era espeluznante, la falta de conciencia era horrible, la desorientación deprimente de tal modo que la furiosa canalla antipatriótica de nuestros tecnócratas y empresarios tenían la sartén por el mango.

Cuando los tanques pusieron a temblar las rejas de Miraflores, con un CAP corriendo por los pasillos loco y aturdido, hubo un suspiro largamente contenido: "-¡Al fin alguien se atreve!”, “¡Esto ya no podía continuar!". No se trataba, como pretendió hacerlo ver el farsante Abelardo Raidi en aquel entonces, que Chávez había tirado por un barranco a nuestra economía (él quien era uno de los asiduos visitantes del Palacio de Miraflores cuando allí gobernaba Blanca Ibáñez, para solicitar ayudas para sus frívolas y faranduleras causas). La mayoría de los genios económicos de país inmediatamente comenzaron a pregonar que el problema de la inestabilidad financiera era sólo culpa de Chávez y que los conspiradores dañaron la "buena imagen" que tenía de Venezuela porque ahora había espantado a los inversosionistas extranjeros.

Aquí el Estado estaba podrido, envilecido, todo el mundo denunciando, pero el pueblo incapacitado para hacerse oír, para poder cambiar en algo positivo el sofoco de la improvisación, del caos, de la injusticia y del desdoro en todos los niveles del gobierno. Aquí no había proyecto de país en absoluto.

Pero claro, Chávez no tuvo posibilidad alguna de tomar el timón, y esto si fue fatal. Los alzados sólo dieron un empujón, pero sólo con ello provocaron un caos incontrolable, y entonces CAP sí supo lo que era gobernar teniendo en contra a casi toda la anción. Fue cuando nos dimos cuenta de que no existía ninguna izquierda. Que todo era un cuento de viejas. Y se desató una brutal declaradera en la que resaltaba que había que reflexionar. Los que se hacían llamar de izquierda iban a Miraflores a declarar su apoyo a la democracia. Estuvo allí entre los primeros Teodoro Petkoff, luego fue Pedro León Zapata, también Cabrujas, Manuel Caballero, etc. Luego los partidos, los empresarios, con todo el poder de la información en sus manos, con las inmensas redes todavía de la banca haciendo sus macabros negocios, pasaron a la ofensiva.

Caldera, sibilino y astuto puso en marcha cincuenta años de arteros golpes contra sus propios conmilitones de partido y la refinada máquina de sus ardides divinas le hicieron ver que sólo tocando las fibras patrióticas de una población en el más alto grado de la degradación moral, totalmente frustrada, podía se manipulada para que el poder no se les fuera de las manos y quedara otra vez en los eternos delincuentes nacionales.

Tanto Caldera como Eduardo Fernández hacían lo imposible por salvar a CAP, porque salvándolo salvaguardaban sus propios intereses y sus propias familias; pero Eduardo Fernández no tenía el talento cizañero de su maestro, porque con un teatro bestial Caldera se puso a llorar en el Hemiciclo, a lanzar imploraciones al cielo, y conmovió con sus arengas hasta a sus propios y más feroces enemigos. Todos estaban conmovidos por esta llorona, sobre todo eso que aquí se llamaba izquierda. Hoy Douglas Bravo dice que Chávez no le ha cumplido a la izquierda. ¿A qué izquierda del carajo, si nunca realmente había existido?

Caldera, claro, no podía estar explicando su plan magistral a sus viejos conmilitones, y fue moviéndose por todas partes con la espada de la redención en plazas, calles y mercados. Mucha gente estaba asustada, pues como había capitalizado las simpatías de los enemigos al sistema que eran la inmensa mayoría, bajo cuerda, comenzó a reunirse con algunos mafiosos de la banca, con militares de derecha que habían sido desechados por CAP, con la cúpula de la Iglesia y les hizo saber que todo iba a volver a su antiguo cauce, pero que tuvieran paciencia, y que le dejaran a él jugar sus cartas.

Cuando triunfó de nuevo, se fue de bruces creyendo que ya Chávez era un "desperdicio" y le ofreció un cargo; pero el doctor Caldera se equivocaba: Chávez no era Arias Cárdenas y no se iba a convertir en el funesto intérprete y canalizador de su gran trampa.

Recuperado el sistema, salvadas las eternas lacras de los partidos, abierto el campo para las elecciones, Caldera creyó haber inhabilitado a Chávez moral y políticamente; creyó haberlo arrinconado, sin banderas y sin empuje social, porque creyó Caldera que del modo más asombroso la Nación estaba volviendo de nuevo al pantano de su pertinaz sofoco y frustración. Hasta tal punto lo creyó, que una mafia de dueños de periódicos y de televisión comenzó a prepararle el regreso a CAP.

Chávez tuvo que aprender una manera diferente, audaz y novedosa de hacer política; él estaba aprendiendo de su fracasó porque pensó en los demás (en la Causa R, en el PCV y hasta en el MAS) para que le ayudaran a gobernar: error fatal. Ahora trataba de escuchar a mil diferentes sectores, escuchando sobre todo a su corazón, a la confianza en sí mismo, como lo hacía Simón Bolívar.

Al mismo tiempo Caldera ganaba tiempo conociendo profundamente a toda la podredumbre política del país, y pretendía que también podía asesinar el sentimiento que Chávez había sembrado en el pueblo.

Caldera había hecho el milagro que nadie pudo imaginarse: el de desagraviar históricamente a CAP, hacer que CAP volviera a la política como un héroe, como dios y salvador. Toda una historia que da sinceramente arrechera. De verdad.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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