Una Visión Metapolítica para un Mundo Multipolar

Este ensayo desarrolla una tesis metapolítica que propone la construcción de un nuevo orden mundial basado en grandes espacios civilizatorios autónomos y no atlantistas. Se argumenta que la convergencia estratégica entre dos proyectos geopolíticos –una Europa-Nación unificada desde Lisboa hasta Vladivostok y una Patria Grande iberoamericana– representa la única vía para contrarrestar la hegemonía cultural, política y económica del eje anglaamericano. El marco teórico se fundamenta en el pensamiento del filósofo español Carlos X. Blanco, integrando aportaciones de Jean Thiriart, Robert Steuckers, Alain de Benoist, Alexandr Dugin y otros autores de la Nueva Derecha europea, el marxismo tradicionalista y el eurasianismo.

El análisis histórico parte de un acontecimiento fundacional: la rebelión de Pelayo en Covadonga (722), interpretada como la primera declaración de independencia hispánica y europea frente a un imperialismo foráneo. Este evento, complementado por la Batalla de Poitiers (732), establece un paradigma de resistencia caudillista y de lucha de un pueblo pobre pero libre, cuyo espíritu se proyecta como arquetipo revolucionario válido tanto para la Reconquista como para los movimientos de liberación antiimperialistas del siglo XX en Iberoamérica.

Posteriormente, se examina la desviación de este impulso originario: cómo Castilla, y luego la España de los Austrias, traicionaron en parte su vocación atlántico-cantábrica y su potencial geopolítico, enredándose en conflictos mediterráneos y patrimoniales que frustraron la posibilidad de una Europa Atlántica católica y celtogermánica. La llegada de los Borbones acentuó esta decadencia mediante la alienación cultural y la aceptación de estereotipos denigratorios. Frente a esta deriva histórica, la propuesta metapolítica aquí defendida aboga por una síntesis innovadora: un socialismo no estatalista, con comunidades autosuficientes y una planificación central estratégica, combinando la justicia social marxista con el realismo político, dentro de un marco confederal que respete la autonomía de las naciones y culturas particulares, desde las pequeñas patrias europeas hasta los grandes espacios continentales.

1. Introducción: Hacia un Orden Multipolar desde la Metapolítica

El siglo XXI se caracteriza por una transición caótica desde un mundo unipolar, hegemonizado por los Estados Unidos y su proyección atlantista, hacia un orden multipolar donde emergen potencias revisionistas y proyectos civilizatorios alternativos. En este contexto, el pensamiento estratégico debe operar a un nivel metapolítico, es decir, en el terreno de las ideas-fuerza, los mitos movilizadores, las visiones históricas y los proyectos civilizatorios de largo alcance que preceden y condicionan la acción política concreta. La metapolítica, tal como la entienden Alain de Benoist y la Nouvelle Droite, no busca el poder inmediato, sino la conquista de la hegemonía cultural, el sentido común de una época.

Es desde esta perspectiva que se articula la propuesta aquí desarrollada, siguiendo en gran medida la síntesis elaborada por el filósofo español Carlos X. Blanco. Su obra, densa y polémica, establece los cimientos para un proyecto dual de liberación continental. Por un lado, la construcción de una Europa-Nación como imperio continental, desde el Atlántico hasta el Pacífico, integrando a Rusia ( hasta Vladivostok) y desvinculándose de la órbita atlantista. Por otro, la consolidación de la Hispanidad como Patria Grande, un bloque iberoamericano unificado capaz de ejercer su soberanía frente al anglosajón. Ambas direcciones, aunque distintas en su base cultural y geográfica, son complementarias y convergentes en un objetivo superior: fracturar la unipolaridad atlantista y contribuir a un mundo verdaderamente pluriversal.

Este ensayo explora los fundamentos históricos y teóricos de esta doble vía. Se inicia con el análisis del mito[1] fundacional hispánico y europeo: la resistencia asturiana iniciada en Covadonga. Se prosigue con el examen de la desviación geopolítica de Castilla y la Monarquía Hispánica, que abandonó su potencial atlántico por quimeras mediterráneas y patrimoniales. Se analiza luego la alienación borbónica y la decadencia consiguiente. Finalmente, se presenta la propuesta de síntesis metapolítica, extrayendo de pensadores como Thiriart, Steuckers, Benoist, Dugin y Gullo las herramientas conceptuales para un nuevo proyecto: un socialismo comunitario y realista, organizado en grandes espacios confederales, donde la justicia social se combine con el respeto a las identidades y la autonomía de las naciones.

2. Covadonga y Poitiers: La Declaración de Independencia de Europa

La historiografía tradicional ha visto en la Batalla de Covadonga (722) un episodio local, casi legendario, de resistencia cristiana en las montañas asturianas. Sin embargo, desde la perspectiva metapolítica aquí adoptada, Covadonga trasciende su dimensión localista para erigirse en un acontecimiento fundacional de primer orden. Junto con la Batalla de Poitiers (732), encabezada por Carlos Martel, Covadonga representa la primera "declaración de independencia" de Europa como entidad civilizatoria diferenciada. No se trató simplemente de una escaramuza militar, sino de un acto de voluntad política y existencial: la negativa de un pueblo a someterse a un imperio universalista de signo, ajeno cultural y étnicamente, una afirmación radical de un "nosotros" ante un modo de civilización distinto.

Los protagonistas de Covadonga, como señala Blanco, no fueron simplemente "cristianos" en abstracto, sino específicamente pueblos celtogermanos del norte de España: astures, cántabros, con una minoría godos. Eran los herederos de una resistencia secular contra Roma, y luego contra los toledanos, que ahora volvían a demostrar su carácter indómito frente al Islam omeya. Su victoria, por modesta que fuera en términos territoriales iniciales, tuvo un valor simbólico inmenso. Demostró que el proyecto imperial islámico, que había barrido el reino visigodo en pocos años, no era invencible. Creó un espacio político libre –el Reino de Asturias– que se autoproclamó heredero legítimo de la monarquía goda y, por tanto, depositario de una legitimidad soberana.

Esta interpretación conecta directamente con la visión de Aleksandr Dugin sobre los pueblos telúricos –aquellos arraigados a su tierra y a su tradición, capaces de resistir a los imperios universalistas de origen talasocrático (marítimo) o desarraigado. Los astures encarnan este arquetipo: un pueblo pobre, montañés, pero libre, que elige la lucha por la autodeterminación frente a la comodidad de la sumisión. Pelayo, más que un noble visigodo en el exilio, o más probablemente un astur de la élite local, emerge así como el primer caudillo hispánico, figura arquetípica que volverá a aparecer una y otra vez en la historia de España e Iberoamérica.

El caudillaje de Pelayo no se basa en una legitimidad burocrática o dinástica pura, sino en un carisma revolucionario surgido de la necesidad y consentido por la comunidad. Es el líder que emerge en el momento de peligro extremo, que encarna la voluntad de resistencia del pueblo y que, mediante un acto de decisión pura (la batalla, la rebelión), cambia el curso de la historia. Este modelo es, según la tesis aquí defendida, imprescindible para entender el carácter revolucionario del polo hispánico. Pelayo encuentra su eco, siglos después, en figuras como Simón Bolívar, José de San Martín, y en el siglo XX, en Juan Domingo Perón, Fidel Castro, Ernesto "Che" Guevara o Hugo Chávez. Todos ellos, en contextos distintos, se alzaron como caudillos frente a un imperio (el español, el estadounidense), encarnando la voluntad de independencia y justicia social de sus pueblos. La lucha antiimperialista, por tanto, tiene en Pelayo su protofigura hispánica. Que la izquierda y los movimientos revolucionarios del mundo no lo admitan en su panteón de héroes da cuenta de la confusión mental que les aqueja. En la propia Asturias, patria de Pelayo, hay intentos de negar su existencia histórica o de vincularlo al franquismo, etc. en coincidencia todo ello con un revisionismo histórico maurófilo. Por alguna razón oscura a la izquierda asturiana, española y europea le encanta el mundo musulmán, sinónimo de "progreso" y "cultura". En el austero reino astur, sin embargo, no había un modo de producción esclavista, ni costumbres pedófilas y poligámicas. Gracias a Pelayo y a sus sucesores, todas esas "costumbres refinadas" fueron exterminadas de España.

La Reconquista, iniciada desde este núcleo astur, se convierte así en un paradigma de lucha prolongada. No fue una cruzada religiosa en el sentido medieval clásico (ese elemento llegaría después), sino una guerra de liberación nacional y de reconstrucción política que se extendió durante casi ocho siglos. Sin la tenacidad demostrada por los sucesores de Pelayo –los "reyes caudillos" como Alfonso I, Alfonso II o Ramiro I–, es muy probable que la Península Ibérica se hubiese integrado por completo en el Dar al-Islam, cambiando para siempre el destino de Europa. España, y con ella quizá el resto del continente, debe su existencia a aquel foco de resistencia cantábrico.

3. La Desviación Geopolítica: Castilla y el Abandono del Destino Atlántico

El espíritu originario de la Reconquista, sin embargo, sufrió una profunda desviación a medida que el centro de gravedad político-militar se desplazó desde las montañas astur-leonesas hacia la meseta castellana. Castilla, nacida como tierra de frontera y de hombres libres (behetrías), terminó por traicionar en parte el impulso rebelde, ascético, cruzado, imperial y decidido de los orígenes astures.

El punto de inflexión crítico fue la llegada masiva de parias –tributos en oro– provenientes de los reinos de taifas musulmanes, tras la desintegración del Califato de Córdoba. A partir del siglo XI, reyes como Alfonso VI y especialmente Alfonso X "el Sabio" prefirieron, en numerosas ocasiones, cobrar impuestos a los musulmanes en lugar de expulsarlos definitivamente. Se instauró así una lógica de Estado rentista y cuasi-mafioso, donde la guerra se convirtió en un negocio de extorsión sistemática, no en un proyecto de reconquista total y repoblación. La necesidad económica a corto plazo (el oro de las parias financiaba la corte y las guerras civiles) se impuso sobre el objetivo estratégico a largo plazo: la eliminación definitiva y absoluta de la presencia musulmana en la Península.

Esta decisión tuvo consecuencias geopolíticas catastróficas. Al renunciar a una conclusión rápida de la Reconquista, Castilla permitió que el Islam se recompusiera en el sur (con la llegada de los almorávides y almohades) y condenó a la Península a siglos adicionales de guerra intermitente, desgaste demográfico y desvío de recursos, y dejó una africanización residual ajena al núcleo astur. Pero el error más profundo fue de orientación geocultural. Castilla, cuyo núcleo originario se encontraba en la Cantabria histórica (las Asturias de Santillana, Trasmiera, Vizcaya, prolongaciones de Las Asturias), poseía una vocación atlántica natural. Sus gentes eran, desde tiempos remotos, excelentes marineros. Durante la Guerra de los Cien Años, marinos de las Asturias de Santillana y de Trasmiera, y vascos –al servicio de la Corona de Castilla– llevaron a cabo incursiones devastadoras en las costas inglesas, actuando como los "vikingos del Sur".

Existen registros históricos de estas acciones. En 1374, una flota cántabra al mando de Fernán Sánchez de Tovar saqueó y quemó el puerto de Rye. En 1380, la misma flota, en combinación con escuadras francesas, remontó el Támesis y atacó Gravesend, a pocas millas de Londres, sembrando el pánico en la capital inglesa. En 1405-1406, una poderosa flota "castellana", es decir, astur-caántabra-vizcaína, comandada por Pero Niño, conde de Buelna, llevó a cabo una campaña de corso y ataques anfibios por todo el Canal de la Mancha, asaltando Plymouth, Portland y las costas de Cornualles, demostrando una capacidad naval y un ímpetu ofensivo que nada tenían que envidiar a las potencias marítimas del Norte. Esta marina, nacida del espíritu emprendedor y guerrero de la costa cántabro-vasca, era un instrumento geopológico de primer orden.

Sin embargo, Castilla, seducida por las riquezas agrícolas del sur y por la lógica rentista de las parias, volvió la espalda a su cuna atlántica. La conquista de Andalucía y la posterior fundación de la Casa de Contratación en Sevilla (1503), trasladada luego a Cádiz, orientaron definitivamente a Castilla –y por ende a España– hacia el Sur. El eje económico y mental pasó de las frías y bravas aguas del Cantábrico, abiertas al Atlántico Norte y a las rutas hacia Flandes, Inglaterra y las posibles tierras allende el océano, al cálido y (entonces) cerrado Mediterráneo, y al tráfico exclusivo con las Indias. Fue una elección geopolítica crucial: en lugar de convertirse en una potencia atlántico-europea, integrada en la dinámica del Mar del Norte y con una proyección hacia América desde sus puertos naturales del norte, España se convirtió en una potencia mediterráneo-atlántica, con una visión centrada en el oro y la plata de América y los conflictos con el Imperio otomano.

4. Los Austrias: La Gran Oportunidad Perdida de una Europa Atlántica

La unificación de las coronas de Castilla y Aragón bajo los Reyes Católicos y, posteriormente, la herencia de Carlos V, crearon la primera potencia global de la historia. La Monarquía Hispánica de los Austrias poseía, en teoría, los recursos para reorientar el destino de Europa. Disponía de la mejor infantería del mundo (los tercios), de una marina experimentada (aunque cada vez más sobrecargada), de los metales preciosos de América y de una posición geoestratégica envidiable. Podría haber impulsado un proyecto de Europa Atlántica, Católica y Celtogermánica.

Los elementos para esta construcción existían. La base demográfica y cultural de esta Europa alternativa residía en los pueblos del arco atlántico: los reinos de España (con su núcleo cantábrico), Portugal, Francia (especialmente sus regiones occidentales), las Islas Británicas (con una Irlanda católica y una Escocia independiente) y Flandes. Una alianza estratégica, o incluso una unión dinástico-política, entre estos espacios habría creado un bloque continental cohesionado, con un pie en América y una hegemonía naval indiscutible en el Atlántico Norte. Este bloque habría podido neutralizar los dos problemas históricos para la estabilidad europea: Francia e Inglaterra.

Las opciones eran claras. Respecto a Inglaterra, la Monarquía Hispánica podría haber intentado una invasión decisiva (el proyecto de la Armada Invencible de 1588 fue un intento tardío y mal concebido) en un momento de mayor fortaleza y con mejores aliados internos (los católicos ingleses). O, alternativamente, podría haber buscado una alianza matrimonial y estratégica estable, integrando a Inglaterra en una esfera de influencia hispánica. Respecto a Francia, la política debería haber sido de división y contención, apoyando a las regiones periféricas (Bretaña, Borgoña, el sur) frente al centralismo parisino, impidiendo así la consolidación de una potencia hegemónica en el continente.

Sin embargo, los Austrias, enredados en una lógica patrimonial y dinástica, desperdiciaron esta oportunidad histórica. Sus prioridades fueron otras:

1. El Frente Mediterráneo: La lucha interminable contra el Imperio otomano y sus aliados berberiscos consumió ingentes recursos en galeras, fortificaciones y campañas (Túnez, Lepanto, La Goleta). Era una guerra defensiva y de prestigio, pero de retorno geopolítico limitado. Además no se puso toda la carne en el asador ya que a los Austrias de España les concernía mucho más el problema de sus posesiones familiares en Europa. Así, no concluyeron bien ni un problema ni el otro.

2. El Conflicto en Flandes: La guerra en los Países Bajos fue un desastre estratégico. Lejos de ser una simple revuelta, se convirtió en un conflicto de desgaste que duró ochenta años, financiado con la plata americana y que enfrentó a España contra las emergentes potencias protestantes del norte. Flandes era, en teoría, un activo (un puerto hacia el Báltico y el corazón comercial de Europa), pero se convirtió en una herida abierta que sangró al imperio.

3. El Problema Interno: Moriscos y Protestantismo: La necesidad de la uniformidad religiosa llevó a la expulsión de los moriscos (1609), un grave problema en algunas regiones clave del reino, precisamente porque Castilla y Aragón perdieron el impulso astur y quisieron ser rentistas beneficiarios de los musulmanes en lugar de echarlos, y llevarlos al otro lado del mar en la Baja Edad Media. Simultáneamente, la lucha contra el protestantismo en Alemania (Guerra de los Treinta Años) terminó de agotar las fuerzas españolas.

El resultado fue que la marinería y la incipiente industria del Norte de España –la cuna de la nación– fueron desatendidas. Los astilleros de Bilbao, Santander o Pasajes podrían haber construido la flota que dominara el Atlántico Norte. En cambio, se privilegió la Carrera de Indias, un monopolio gestionado desde Sevilla/Cádiz que enriqueció a unos pocos pero no generó una verdadera economía marítima integrada. Los grandes almirantes de la época –como el astur-montañés Juan de la Cosa o el vizcaíno Juan Sebastián Elcano– fueron excepciones que confirmaron la regla de un estado que no supo convertir su potencial atlántico en un proyecto político coherente.

5. El Desastre Borbónico: Alienación y Decadencia

Si con los Austrias se perdió una oportunidad, con los Borbones se consumó la alienación nacional. La llegada de Felipe V y la imposición del modelo centralista francés tras la Guerra de Sucesión (1701-1714) supuso un corte traumático con la tradición política hispánica. Los Decretos de Nueva Planta abolieron los fueros de la Corona de Aragón, imponiendo un estado uniformista, burocrático y extranjerizante.

España dejó de pensarse a sí misma desde sus propias categorías y comenzó a mirarse con los ojos del extranjero, específicamente de la Francia ilustrada. Se internalizó un complejo de inferioridad. La leyenda negra, alimentada por ingleses y holandeses, fue asumida como verdad propia por las élites borbónicas. España ya no era el formidable imperio de los tercios, herederos de las huestes astures, sino la nación exótica, atrasada y fanática que describían los viajeros románticos: la España gitana, moruna, pintoresca y cruel. Esta autoimagen degradada llevó a políticas de "europeización" (mejor sería decir, extranjerización) forzada que, lejos de modernizar el país, lo desarticularon social y económicamente.

La decadencia fue absoluta. La marina, antaño temida, y después de una cierta recomposición en el siglo XVIII, fue destruida en Trafalgar (1805). El imperio americano se desmoronó en las primeras décadas del siglo XIX. España se convirtió en un apéndice de las potencias europeas, un objeto de la geopolítica, no un sujeto. Este proceso de alienación es el telón de fondo necesario para entender la necesidad de una reconstrucción metapolítica: antes de actuar, España, e Iberoamérica, deben recuperar la conciencia de su propio ser, de su historia y de su potencial.

6. La Síntesis Metapolítica: Hacia un Socialismo Comunitario en Grandes Espacios

Frente a esta diagnosis histórica, la propuesta de Carlos X. Blanco y de los autores en los que se apoya ofrece una síntesis metapolítica compleja y ambiciosa. No se trata de un mero nacionalismo, sino de un proyecto de reordenación civilizatoria a escala continental.

1. De Jean Thiriart: El Imperio Europeo Continental. Thiriart, el teórico del "Imperio Euro-soviético desde Dublín hasta Vladivostok", aporta la visión de una Europa unida como potencia mundial, liberada de la OTAN y de la tutela estadounidense. Un imperio telúrico, basado en la masa continental euroasiática, capaz de enfrentarse a cualquier talasocracia. Este es el fundamento del eje Lisboa-Vladivostok.

2. De Robert Steuckers: El Imperio Cultural y las Élites. Steuckers, desde la tradición de la Revolución Conservadora alemana y el pensamiento de la Nouvelle Droite, enfatiza la necesidad de reconstruir élites orgánicas y un imperio cultural. Su modelo no es el Imperio Soviético como en Thiriart, sino el Sacro Imperio Romano Germánico y otros entes políticos premodernos como el Ducado de Borgoña: entidades políticas que respetaban la autonomía de las regiones, ciudades y naciones pequeñas, unidas por una lealtad común a un marco civilizatorio superior (la Cristiandad, la cultura europea). Aquí se conecta con la idea de respeta a las pequeñas patrias dentro de un gran espacio.

3. De Alain de Benoist y Aleksandr Dugin: La Eurasia Confederal y el Pluriverso. Benoist, con su crítica al universalismo liberal y su defensa del derecho a la diferencia, y Dugin, con su teoría del mundo multipolar y la Eurasia como gran espacio ruso-centrado, convergen en la idea de un orden mundial confederal. No un estado mundial homogéneo, sino una federación de grandes civilizaciones (la Europea, la Rusa, la Islámica, la China, la Iberoamericana…), cada una con su propio modelo político-cultural, que cooperen o compitan en pie de igualdad. La Hispanidad sería uno de estos polos.

4. De Marcelo Gullo: La Insubordinación Fundante. El pensador argentino Gullo aporta la clave para el polo iberoamericano: la insubordinación fundante. Las naciones sólo surgen cuando se rebelan contra el orden hegemónico establecido y logran, mediante un acto de voluntad, crear hechos consumados de soberanía. Iberoamérica debe completar su independencia formal con una insubordinación real frente al poder estadounidense, construyendo su unidad política y económica (la Patria Grande) para dejar de ser el "patio trasero" de Washington.

5. La Fractura Celta del Reino Unido. Un elemento táctico crucial en esta visión es la disolución del Reino Unido como entidad atlantista. Apoyando la independencia de Escocia, Gales y la reunificación de Irlanda, se reduciría a Inglaterra a una "pequeña nacionalidad europea", digna y autocentrada, como Galicia, Vasconia o Flandes, neutralizando así a uno de los pilares históricos del poder angloamericano. Esta estrategia se vincula con un redescubrimiento de las raíces celtas y atlánticas de Europa, opuestas al centralismo londinense.

6. La Propuesta Socioeconómica: Un Socialismo Realista y Comunitario. Finalmente, Carlos X. Blanco propone un modelo socioeconómico original. Rechaza tanto el capitalismo liberal globalista como el estatismo burocrático del llamado socialismo real. Aboga por un socialismo no excesivamente estatalista, basado en:

Comunidades autosuficientes: Municipios, regiones o comarcas que gestionen sus recursos básicos y cultiven su identidad.

Planificación central de la Gran Industria y la Defensa: El estado (o la confederación) planificaría los sectores estratégicos (energía, transporte pesado, defensa, investigación aeroespacial) para garantizar la autonomía y la potencia del gran espacio.

Principios de Justicia Social y Estado del Trabajo: La economía estaría al servicio del bien común y de la dignidad del trabajador, combatiendo la usura y la financiarización.

Combinación de Marxismo y Realismo Político: Se tomaría del marxismo su análisis de la lucha de clases y su aspiración a la justicia, pero se abandonaría su utopismo universalista y su desprecio por las realidades nacionales y culturales. Se integraría con el realismo político de un Carl Schmitt o Gianfranco La Grassa, que entiende la política como conflicto y la necesidad del poder.

7. Conclusión: La Reconquista Metapolítica del Futuro

El proyecto aquí esbozado es, sin duda, de una envergadura descomunal. Parece una utopía en el contexto actual de fragmentación europea, dependencia iberoamericana y hegemonía cultural atlantista. Sin embargo, su valor reside precisamente en su carácter metapolítico. No es un programa para las próximas elecciones, sino una brújula para el siglo XXI.

La historia, interpretada desde esta óptica, deja de ser un museo de antigüedades para convertirse en un arsenal de mitos movilizadores y lecciones estratégicas. Covadonga nos recuerda que un pequeño grupo de decididos puede cambiar el destino. La traición de Castilla al espíritu atlántico nos advierte sobre los peligros de la renta fácil y la deriva geopolítica. La alienación borbónica ilustra la muerte espiritual que supone renunciar a la propia identidad.

La tarea actual es una reconquista metapolítica. Se trata primero de ganar la batalla de las ideas, de recuperar el orgullo de pertenecer a tradiciones culturales profundas –la europea, la hispánica, la eslava–, y de demostrar la bancarrota moral e intelectual del universalismo liberal y atlantista. Sobre esa base, se podrán construir, lenta pero inexorablemente, las instituciones de los grandes espacios: la Europa continental desde Lisboa a Vladivostok y la Patria Grande iberoamericana.

Este no es un proyecto reaccionario que mira al pasado, sino revolucionario en el sentido más profundo: busca una re-volución, un regreso a los orígenes para proyectarse hacia un futuro diferente. Un futuro donde, parafraseando a Dugin, el mundo sea de nuevo un pluriverso, y donde pueblos libres en comunidades autónomas cooperen dentro de civilizaciones soberanas, bajo el principio rector de la justicia social y el realismo geopolítico. La doble dirección, Europa e Hispanidad, no son caminos separados, sino los dos brazos de una misma tenaza histórica destinada a forjar un mundo multipolar. La batalla, como en Covadonga, acaba de comenzar.



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