Miedo, praxis política y crisis de esperanza

El colapso civilizatorio de las sociedades contemporáneas estriba en la incapacidad de las élites políticas e intelectuales para reposicionar a la esperanza como referente de la vida pública. Un destierro de la utopía campea a diestra y siniestra sin que el freno de la imaginación creadora y la entronización del futuro se erijan como diques que contengan la pérdida de rumbo. A falta de narrativas (progreso, desarrollo, bienestar, democracia, etc.) que brinden referentes e incentivos para la construcción de ciudadanía, el vacío de contenido se instala en la agenda pública y maniata toda posibilidad de organización proactiva.

Más aún: a falta de ideas y de deliberación argumentada, se impone la explotación de la vulnerabilidad humana y, de cara a la ausencia de proyectos políticos y la atomización de las sociedades, se entronizan discursos que aprovechan y atizan la incertidumbre. Si la plaza pública es un páramo sin sustratos ideológicos y sin referentes programáticos para la discusión, el miedo se instala como esa generalizada sensación a la que recurren las élites políticas y mediáticas para atraer la atención de los individuos.

Para incentivar el miedo, los discursos de las élites introducen un enemigo imaginario. Sea algún adversario político, el fantasma del comunismo, el migrante, el coronavirus, las diversidades sexuales emergentes, las empresas del crimen organizado, entre otros, fungen como chivos expiatorios a los cuales se les endilgan riesgos y peligros que también pueden ser imaginarios. Se instala una narrativa bélica donde el sentido de comunidad se diluye con el "nosotros o ellos". A las condiciones reales de incertidumbre e inseguridad gestadas por la crisis de desempleo masivo, la precariedad laboral, la digitalización del campo laboral, o la pérdida de afectos en la vida cotidiana de los individuos, se suma la virulencia de los discursos políticos que implantan el miedo como divisa, así como la misma crisis de representatividad que distancia a las poblaciones de quienes toman las decisiones públicas.

El miedo se dota de prejuicios, desconfianza e inmovilización. De ahí que abra un terreno fértil para la unilateralidad y la confusión. A su vez, logra despojar a las sociedades de la esperanza y socava toda posibilidad de cohesión social. Con su ascenso al debate público, se abren las posibilidades para que el miedo suplante la capacidad humana para razonar con claridad y sin las ataduras que supone la vulnerabilidad. Escapar de ello no es solo un imperativo político, sino propio del sentido humano.

En esa lógica, el miedo se erige también como un dispositivo de control y de disciplinamiento que convierte la vulnerabilidad en actitudes pasivas y elusivas respecto a los problemas estructurales. Entonces, el miedo termina por justificar y legitimar nuevas formas del autoritarismo, sea abierto o velado.

Ante la demagogia y las "buenas intenciones" de los líderes, los individuos reaccionan con un generalizado malestar en la política y con la política. A las poblaciones no les basta con declaraciones relativas al "combate de la pobreza", "crear fuentes de empleo", "el racismo es nocivo y es necesario apostar a la diversidad cultural", "apretarse el cinturón mediante la austeridad fiscal", "la apertura comercial es benéfica o perjudicial para la economía nacional", o a la "democracia representativa como único camino". Y no basta porque el descontento, la desilusión y la desesperanza están arraigadas en las sociedades contemporáneas y porque tanto el proceso económico y la praxis política se encuentran distantes y desanclados de las necesidades sociales. En ese escenario de creciente vulnerabilidad humana, el miedo aflora y se encuentra hasta justificado. El problema surge cuando algún líder se asume superior a su audiencia, adopta rasgos mesiánicos y capitaliza ese miedo. Los líderes de distinto signo son conscientes de la indignación y el malestar popular y justo al atacar al adversario político o al crear o enemigo imaginario incentivan la tecla del odio creando la sensación de un falso confort ante esos rasgos mesiánicos que pretenden rescatar a las audiencias de supuestos peligros.

Sembrar el miedo en la nueva plaza pública es suplantar las posibilidades de construcción de cultura política; al tiempo que es sembrada la desconfianza en el otro, el recelo y la vuelta al instinto primario de la preservación de la integridad física. El debate se centra en superficialidades y trivialidades: la vestimenta del adversario político, sus gestos, omisiones, sus aliados, y todo cuanto evada el abordaje de los problemas públicos y los temas de fondo. El ausente en esos falsos debates es el futuro y la representación de una imagen-objetivo que exprese expectativas y haga de la esperanza un eje rector de contenidos programáticos con visión de Estado. Se impone el aquí y el ahora, el cortoplacismo y una lógica evasiva del "sálvese quien pueda". El miedo al otro, al enemigo imaginario, trasmuta en un miedo al futuro y en la incapacidad para ejercer el pensamiento utópico.

El miedo terminó por agotar al futuro como utopía y como praxis. Entonces la resignación campea a sus anchas y se impone la incapacidad para construir ese futuro como algo deseable y revitalizarte en términos de las posibilidades de transformación social. A lo más, en medio de la vorágine del miedo, el futuro es asumido como una posible catástrofe en la cual solo resta reaccionar con paliativos para salir airosos de los efectos negativos. Del miedo al fatalismo solo resta un paso. A lo más que se aspira no es a una transformación de largo aliento, sino a perpetuar valores absolutos que tal vez jamás se concretaron o materializaron (libertad, representatividad, sostenibilidad, entre otros).

El miedo repliega al individuo atomizado sobre sí mismo y lo despoja de su vocación por participar en una comunidad que le permita representarse y configurar el futuro no como simple paso del tiempo, sino como proyecto transformador del estado de cosas. El futuro como esperanza es un faro eclipsado en el horizonte por el miedo; sin embargo, escapar de los temores que atenazan a las sociedades y que son agitados sin responsabilidad desde las élites políticas, el periodismo sensacionalista y desde el ramplón consumismo, solo es posible con una(s) cultura(s) política(s) fundada(s) en la diversidad, la tolerancia y el pensamiento utópico.



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Isaac Enríquez Pérez

Ph D. en Economía Internacional y Desarrollo. Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

 isaacep@comunidad.unam.mx      @isaacepunam

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