He aquí, la más grandiosa explicación, de por qué nuestras tierras y el petróleo les pertenecen a los gringos, ¡impresionante!

LEAN POR FAVOR, CON SUMO CUIDADO, ESTE TRABAJO Y DIFÚNDANLO POR TODOS LOS MEDIOS POSIBLE EN ESTE MANIPULADO Y TRISTE PLANETA:

El pequeño pueblo de los fidijienses se halla en un grupito de islas pertenecientes a la Polinesia, situado en el Océano Pacífico del Sur. El conjunto de este grupo de islas mide, según el profesor Yanjul, cuarenta mil metros ingleses cuadrados. Apenas están habitadas la mitad de dichas islas, y el número de sus habitantes llega a lo sumo a ciento cincuenta mil indígenas y mil quinientos blancos. Los indígenas hace ya mucho tiempo que dejaron de vivir en estado salvaje; superan por su inteligencia y sus aptitudes a todos los demás polinesios, y, en general, forman una población laboriosa y con condiciones para progresar. Han dado pruebas evidentes de ello haciéndose en poco tiempo hábiles agricultores y ganaderos. Los fidijienses vivían tranquilos y felices, cuando en 1859 su nuevo rey Kakabo se encontró en una situación desesperada: tuvo necesidad de dinero para pagar una contribución o indemnización exigida por los Estados Unidos de América, a título de daños y perjuicios resultantes de cierta injusticia de que se hicieron culpables los indígenas para con algún ciudadano de la República norteamericana. Para percibir esa contribución, los americanos enviaron una escuadra, la cual ocupó bruscamente algunas de las mejores islas, e incluso llegó a amenazar con bombardear y destruir los poblados si no se entregaba en un plazo fijo el importe de la contribución al representante de los Estados Unidos. Los primeros colonos que, en unión de los misioneros, pusieron el pie en el suelo de las islas Fidji, habían sido norteamericanos. Después de apoderarse con uno u otro pretexto de las mejores tierras de las islas, y de haber hecho plantíos de algodón y de café, tomaron a su servicio tribus enteras de indígenas, las cuales se encontraron ligadas con ellos por contratos embrollados, incomprensibles para salvajes, amañados por tratantes de carne humana. Eran inevitables los razonamientos entre los plantadores y los indígenas, y esos rozamientos dieron lugar, indudablemente, a la demanda de indemnización de los americanos.

A pesar del rápido desarrollo que habían adquirido las islas, el método llamado de explotación rural natural, practicado entre nosotros, en toda Europa, durante la Edad Media, se había mantenido en ellas hasta entonces: no circulaba el dinero entre los indígenas, y todo el comercio consistía en cambios de mercaderías por mercaderías. Los pequeños impuestos municipales también se pagaban en especie. ¿Qué podían hacer, pues, los fidijienses y su rey Kakabo ante la categórica petición de cuarenta y cinco mil dólares hecha por los americanos, y ante las desastrosísimas consecuencias de que se veían amenazados en caso de falta de pago? La propia cifra de que se trataba era incomprensible para los indígenas, sin hablar del numerario, que jamás habían visto en tal cantidad. Kakabo celebró consejo con los demás jefes y quedó resuelto dirigirse a la reina de Inglaterra para pedirle que tomase las islas Fidji bajo su protectorado, protectorado que después se cambiaría en una dominación inmediata. Los ingleses acogieron la proposición de una manera muy circunspecta, y no se apresuraron a sacar de apuros al monarca semisalvaje. En lugar de darle una respuesta directa, organizaron en 1860 una expedición especial, con el fin de explorar las islas y darse cuenta de si el archipiélago valía la pena de incorporarlo a las posesiones británicas y gastar el dinero que era necesario para satisfacer a los acreedores americanos. Durante todas estas dilaciones, el Gobierno americano no cesó de insistir de una manera apremiante para que se le pagase la contribución, y ocupó en prenda algunos de los mejores puntos de islas. Habiendo visto en seguida el próspero estado del reino insular, elevó a noventa mil dólares la cifra de la contribución antes fijada en cuarenta y cinco mil, y amenazó con elevar aún más la cifra si Kakabo no se apresuraba a pagar. El pobre Kakabo, apremiado por todas partes y sin la menor idea de las operaciones de crédito tal como se llevan a cabo en Europa, trató, por consejo de los colonos blancos, de proporcionarse el dinero a toda costa y con cualquier condición, aun cediendo su trono a simples particulares, por medio de los negociantes de Melbourne.

Se constituyó pues, en Melbourne, gracias a los pasos dados por el propio Kakabo, una sociedad comercial. Esta sociedad, sociedad por acciones, que tomó el nombre de "Compañía de la Polinesia", firmó con los jefes de las islas Fidji un tratado ventajosísimo para ella. Se encargaba de pagar la indemnización reclamada por el Gobierno americano, y recibiría en cambio, según los términos de la primera cláusula del tratado, cien mil acres de los mejores terrenos – doscientos mil en realidad, que podía elegir a su albedrío; obtendría exención de todos los impuestos y tributos, a perpetuidad, para sus factorías, para sus operaciones y para sus colonias; y, por último, el derecho exclusivo, durante muchos años, de establecer Bancos en las islas, con privilegio para emitir billetes por una cifra ilimitada. Desde que se firmó este tratado, que se ratificó definitivamente en 1868, las islas Fidji tenían, además de su Gobierno autóctono, con Kakabo a la cabeza, un segundo Gobierno constituido por la poderosa sociedad comercial "Compañía de la Polinesia", la cual poseía grandes propiedades en todas las islas y ejercía una influencia decisiva en casi todas las cuestiones políticas. Para proveer a sus gastos, el Gobierno de Kakabo se había contentado hasta entonces con ciertos tributos en especie y ciertos ínfimos derechos de aduanas sobre las mercancías importadas. Desde que se firmó el tratado de que venimos hablando y se fundó la poderosa "Compañía de la Polinesia" cambió radicalmente la situación económica de las islas.

Habiendo pasado a poder de la Compañía una parte considerable de las mejores tierras, se produjo un déficit cuantioso en el Tesoro. Por otra parte, habiéndose asegurado la Compañía la entrada y la salida de las mercancías de todas clases, libres de derechos, como sabemos, hubo de resultar, naturalmente, que disminuyeron otro tanto los ingresos por los derechos de aduanas. Los indígenas, que constituían el noventa y nueve por ciento de la población, nada suponían en lo referente a los derechos de aduanas, puesto que no usaban ninguna de las mercaderías europeas importadas, excepto acaso algunos tejidos y ciertos objetos de metal. Una vez que la Compañía hubo adquirido la franquicia aduanera para todas sus importaciones, y expulsado del mercado, por consiguiente, a los importadores que pagaban derechos, se evaporaron en absoluto las rentas del rey Kakabo, y fue preciso pensar en hacerse con nuevos recursos. Kakabo consultó, pues, para saber de qué modo podría salir de apuros, a sus amigos los blancos, los cuales le aconsejaron la introducción en el país de un primer impuesto directo, pagadero en metálico, con el fin de evitar la recaudación en detalle de los impuestos directo, pagadero en metálico, con el fin de evitar la recaudación en detalle de los impuestos en especie. Se decretó el impuesto, bajo la forma de impuesto personal, señalando, en todo el archipiélago, una libra esterlina por cada hombre, y cuatro chelines por cada mujer. Pero, como ya hicimos notar, la explotación rural y el comercio de los cambios mutuos existían aún en las islas Fidji. Pocos indígenas poseían dinero; en cuanto a los demás, su riqueza consistía exclusivamente en diversos productos brutos y en ganados.

El nuevo impuesto, pues les obligaba a proporcionarse en ciertas épocas y a toda costa una suma en metálico, suma relativamente crecida para una familia de Fidji. Hasta entonces, los indígenas no habían tenido que soportar casi ninguna carga para atender a las necesidades del Gobierno, excepción hecha de algunas prestaciones personales sin importancia que, en realidad, no podían considerase como una carga. Los nuevos impuestos debían pagarse por el municipio en la capital de que dependiese, donde se centralizaba el cobro de aquellos. Así, pues, no quedaba más que un medio de salir de apuros: buscar dinero entre los colonos blancos, es decir, entre los traficantes y los propietarios de plantíos. El indígena tuvo que malvender sus productos a los colonos, puesto que el recaudador exigía en el plazo señalado el importe del impuesto vencido; en muchos casos le fue preciso pedir dinero prestado pignorando sus frutos venideros. Naturalmente, el traficante no se olvidó de su propio interés y prestó con unos réditos de los más usurarios. En otros casos el indígena tuvo que dirigirse al plantador y venderle su trabajo, es decir, convertirse en un simple jornalero. Ahora bien; viendo bajado extraordinariamente los salarios en las islas Fidji, sin duda alguna por la exagerada oferta de la mano de obra, el jornalero adulto sólo llegó a ganar, según datos oficiales, un chelín por semana, o sea dos libras esterlinas y doce chelines al año; de manera que los fidijienses, para poder pagar el impuesto personal de una libra esterlina, se vieron obligados a abandonar su casa, la aldea en que vivían, su propio campo y su explotación rural, y dirigirse a otra isla, a veces lejana, para trabajar allí como criados de sus acreedores. Además, les fue preciso recurrir a otros medios con el fin de proporcionarse el importe del impuesto debido por sus familiares. No pueden sorprender los resultados de semejante orden de cosas. Kakabo no pudo arrancar a sus ciento cincuenta mil súbditos nada más que seis mil libras esterlinas; comenzase, pues, a hacer pagar el impuesto por medio violentos. Al efecto se inauguró una serie de medidas coercitivas desconocidas en absoluto hasta entonces por los indígenas.

Las autoridades locales, que ante jamás habían caído en la corrupción, no tardaron en ponerse de acuerdo con los colonos blancos, de modo que éstos se encontraron dueños por completo del reino. Los jueces castigaban, si no se pagaba, y los pobres fidijienses eran severamente condenados a prisión, de seis meses por lo menos. Además, tenían que pagar considerables costas judiciales. Estas condenas solían conmutarse por trabajos forzados, trabajos que los indígenas debían ejecutar en beneficio del primer blanco que les pagase el importe del impuesto debido y los gastos de la justicia. Por consiguiente, los propietarios de plantíos tuvieron, casi por nada, más jornaleros de los que deseaban. La duración de este trabajo forzado, en sus comienzos, estaba limitada a seis meses; pero los jueces prevaricadores hallaban fácilmente el medio de extenderla pena hasta dieciocho meses, y entonces ya no había ningún obstáculo para una nueva condena.

En pocos años se encontró por completo cambiado el conjunto de la situación económica de las islas Fidji. Distritos muy florecientes y muy poblados se vieron empobrecidos y privados de la mitad de sus habitantes. Toda la población masculina en masa, excepto los viejos e inútiles, trabajaba lejos de sus aldeas, en las propiedades de los plantadores blancos, con el fin de ganar el dinero para pagar los impuestos o las costas judiciales. Como las mujeres fidijienses no podría emplearse en las labores del campo, permanecían solas en sus hogares, pero dejándolo todo en el mayor abandono. En pocos años, la mitad de los indígenas se habían convertido en siervos de los colonos blancos.

V

Con el propósito de mejorar su situación, los fidijienses se dirigieron de nuevo a Inglaterra. Se hizo una petición, firmada por gran número de jefes y por otros muchos indígenas, solicitando que el archipiélago pasará a ser una posesión inglesa, petición que fue trasmitida al cónsul de Inglaterra. Precisamente por aquella misma época, una expedición científica, organizada por los ingleses, había explorado y medido las islas, lo cual hizo conocer a los viajeros las riquezas naturales de aquella soberbia región. Gracias a esta circunstancia, indudablemente, se vieron entonces coronados por el éxito las negociaciones. En 1874, con gran disgusto de los colonos americanos, Inglaterra tomó posesión oficialmente de las islas Fidji, y las anexionó a sus colonias. Kakabo murió algún tiempo después, y se concedió a los herederos una mezquina pensión. Sir Robinsón, gobernador de Nueva Gales del Sur, fue encargado también del gobierno de Fidji. Tomó un administrador para que le secundara. Al Gobierno inglés, que había tomado las riendas del Poder, le incumbía la pesada tarea de corresponder a todas las esperanzas que en él se habían puesto, de llevar a cabo todo lo que de él se esperaba. Naturalmente, antes que ninguna otra cosa, los indígenas esperaban la supresión del impuesto personal que aborrecían. Los colonos americanos tomaron una actitud de desconfianza frente al Gobierno británico, en tanto que los colonos ingleses se prometían todas las ventajas posibles, particularmente la sanción de sus derechos de soberanía sobre los indígenas, sobre las tierras anexionadas, etc. A pesar de todo, el nuevo Gobierno se mostró por completo a la altura de su misión. Su primer cuidado fue suprimir de raíz el impuesto personal, el cual había reducido a casi todos los indígenas al estado de siervos domésticos. Sin embargo, la supresión de ese impuesto ponía a sir Robinsón en un gravísimo aprieto. Había sido preciso, de grado o por fuerza, resolverse a suprimirlo, puesto que con ese fin se habían dirigido los fidijienses a Inglaterra; pero, por otra parte, según los principios fundamentales de la colonización inglesa, cada colonia debe bastarse a sí misma, es decir, encontrar dentro de sí misma los recursos necesarios para su propia administración. Ahora bien; habiéndose suprimido el impuesto personal, ya no quedaban más ingreso que los derechos de aduanas derechos que sólo producían seis mil libras esterlinas, en tanto que los gastos de administración se elevaban lo menos a setenta mil. Para extinguir este déficit, sir Robinsón recurrió a la labor fax, esto es, a la prestación personal, a la cual tuvieron que someterse los indígenas para con el Gobierno. Pero la labor tampoco hizo ingresar las setenta mil libras esterlinas necesarias para satisfacer los gastos de sir Robinsón y sus cooperadores.

Las cosas, pues, continuaron en ese estado hasta el momento en que un nuevo gobernador, sir Gordón, se encargó del gobierno de las islas. El nuevo gobernador tuvo el buen acuerdo de no exigir a los indígenas ningún impuesto en metálico mientras en las islas no se difundiese el dinero en cantidad suficiente. Entretanto, los fidijienses sólo se vieron obligados a pagar en especie. Por consiguiente, se vendieron sus productos en provecho del Gobierno. Este episodio trágico de la historia de las islas Fidji arroja vivísima luz sobre la cuestión del dinero y su papel económico. Todos los métodos de esclavizamiento, la amenaza, el despojo, la guerra se emplean sucesiva o simultáneamente en esa historia; lo primero que aparece y reemplaza a todo lo demás, es el dinero. Se trata de un ejemplo típico que nos muestra el desarrollo económico de los pueblos a través de los siglos. En menos de diez años vemos producirse todas las transformaciones violentas de un sistema que conduce al reinado del dinero. Ya hemos visto cómo empieza el drama: los Estados Unidos envían buques de guerra con los cañones cargados a las islas Fidji, a cuyos habitantes quieren sojuzgar. El pretexto de ese despliegue de fuerzas es una reclamación de dinero. Esta reclamación puede ser legítima, pero pasa a ser brutal cuando la boca de los cañones amenaza a todos los indígenas indistintamente: hombres, mujeres, viejos y niños. Semejante procedimiento lo encontramos en todas partes: en América, en China, en el Asia Central. En todos los países y en todo el tiempo han sucedido las cosas del mismo modo. El grito del bandolero: "La bolsa o la vida", se repite sin cesar en la historia de todos los pueblos subyugados. Noventa mil dólares o la efusión de sangre. Si los noventa mil dólares no se encuentran, los americanos que los reclaman llevarán a cabo sus amenazas. Entonces comienza el segundo acto del drama: la efusión de sangre, con sus espantos y horrores, a la que sigue una serie de sufrimientos y vejámenes, ciertamente menos sensible, pero de duración más larga. El pueblo y sus jefes, para evitar que se les asesine en masa, buscan juntos todos los medios de salvación: no se les ofrece otro que el de caer en la esclavitud del dinero; piden prestado, y se consuma su pérdida. Esta rueda de la civilización, en cuanto se pone en movimiento, funciona con la regularidad y la precisión de una máquina bien construida. En cinco años se consuma la obra: no sólo han perdido los indígenas el derecho de explotar el suelo de su patria y todos sus bienes; han perdido también su libertad; en una palabra: se han hecho esclavos del dinero. Ya estamos en el tercer acto de la tragedia. La situación de los oprimidos se ha hecho absolutamente intolerable. Llegan a saber que pueden cambiar de amo y caer bajo el dominio de otro señor. En efecto, no hay posibilidad de pensar en quedar libre de la esclavitud impuesta por el dinero. El pueblo sojuzgado llama a un nuevo dueño, al cual se somete, rogándole que mejore su situación. Acuden, pues, los ingleses, y ven que la soberanía de las islas les dará la posibilidad de mantener a un número considerable de sus innumerables vagos. Por consiguiente, el Gobierno británico se apresura a anexionar a su reino las islas y sus habitantes. No considera a los indígenas personalmente como esclavos; tampoco reparte las tierras entre los que van a salvarlos. Ya no son necesarios estos viejos métodos incómodos. Lo único que importa es que los nuevos súbditos paguen un impuesto con el cual poder mantener a cierto número de holgazanes ingleses; un impuesto no muy crecido, sin embargo; basta con que, gracias a él, los contribuyentes no se vean jamás libres. Los indígenas tendrán que pagar anualmente setenta mil libras esterlinas. Los ingleses sólo han consentido en salvarles con esa condición, la cual avasalla aún más absolutamente a los infelices fidijienses. Pero en el estado en que se hallan las cosas, no les es posible a los fidijienses pagar esas setenta mil libras esterlinas. Semejante deuda excede con mucho de su solvencia. Los ingleses, pues, han rebajado sus exigencias, por el momento, y aceptado una parte de esa suma en especie, a condición de que el impuesto establecido será pagado en metálico al cabo de cierto tiempo, es decir, cuando el dinero se haya difundido suficientemente por las islas. Inglaterra no obra de un modo tan primitivo como la desaparecida "Compañía de la Polinesia", cuyos procedimientos podían comparase con los de los conquistadores salvajes, los cuales llegan a un país bárbaro, lo saquean, y se van en seguida. Nada de eso. Inglaterra obra como una persona previsora, prudente, de amplias miras, la cual no mata la gallina de los huevos de oro, sino que, al contrario, la alimenta bien, sabiendo que este método es superior al otro y debe dar más provecho. Al principio, con el fin de tener propicios para siempre a los infelices indígenas, procede con mucha cautela; así logra mejor su propósito que es colocarlos bajo la servidumbre del dinero, servidumbre bajo la cual gimen los europeos y todos los demás pueblos civilizados, y de la que parece imposible librarse por ahora.

ESTO ES UN EXTRACTO DE LA OBRA DEL LEÓN TOLSTOI, "EL DINERO Y EL TRABAJO" QUE TODO EL MUNDO DEBERÍA LEER PARA ENTENDER DESDE OTRO PUNTO DE VISTA, DESDE EL DE LA COLONIZACIÓN DE LOS IMPERIOS, CÓMO ÉSTOS SE HAN ADUEÑADO Y AÚN EN PLEONO SIGLO XXI, SE ADUEÑAN DE LOS LLAMADOS PUEBLOS DEL "TERCER MUNDO"…



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

 jsantroz@gmail.com      @jsantroz

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