El sol agrietaba la tierra en Tacarigua. Bajo la mata de mango, cuyas hojas se rizaban de sed, Pipo, el perro con orejas gachas, suspiró:
"Esto no es vida, Juancho", gruñó con voz rasposa. "Ni una miseria de brisa, y el agua… el agua es un espejismo".
Juancho Marcano, el periodista de pueblo, se ajustó el sombrero de cogollo. "Lo sé, viejo amigo. El conuco agoniza. Mira esos mangos, abortados antes de tiempo, duros como piedras".
Pipo lamió su pata, la lengua áspera. "Los árboles se están secando. La guanábana parece un espantapájaros. Y ni hablar de los nísperos. Pronto no tendremos ni sombra para quejarnos".
"Es desolador, Pipo. La gente reza, hace promesas, pero la lluvia no llega", dijo Juancho, con la mirada perdida en el horizonte calcinado.
El perro levantó su hocico, olfateando el aire polvoriento. "Sabes, Juancho, el hombre que no tiene fantasía, ¿cómo podrá hacer un futuro?".
Juancho lo miró, sorprendido. "Pipo, acabas de citar a Rómulo Gallegos", dijo el periodista, abrazó a su perro y luego ambos tomaron el camino de regreso a casa.